La desaparición de la ola

El terrorismo quiere que cometamos la estupidez de declararle una guerra, y se busquen las soluciones clásicas para ese conflicto con mayúsculas. Aquí no ha habido guerra desde la civil, sino el terrorismo de una minoría, y éste se resuelve sólo cuando deja de existir. Creíamos que se había entendido que era un problema de libertad y no tanto de paz.

El nuevo curso ha comenzado tal como dejamos el anterior; si cabe, más crispado y complicado. Sólo echamos de menos la famosa ola de Mundaka, que nos la han robado. Empieza, de nuevo, con la protesta de los profesores despedidos con la excusa del euskera; con una propuesta de la financiación de la sanidad que no gusta (nada nuevo) a demasiados, aunque se empeñe la jerarquía en decir que es de izquierdas gravar el alcohol y el tabaco; con el tema de las cajas vascas; con la moción de censura de los jelkides al PP en las instituciones alavesas, tanteo para ver el talante del PSE; con la apertura de diligencias judiciales a miembros del PCTV-EHAK; con el nuevo protagonismo alcanzado por Batasuna desde la manifestación de Bilbao; con la declaración, no sólo de Carold Rovira, de que si el estatuto catalán no cabe en la Constitución habrá que reformar ésta, etc., etc. Los que pudieron observar hace meses algún tipo de esperanza, llevados de esa sana ingenuidad que anima a no desistir, descubren que ha desaparecido la ola; de ahí el profundo y trágico lamento del amigo Javi Ugarte.

Siguen como antes los inventos de palabras. Otra nueva, gran invención de ese mago de la semiótica que es Ibarretxe, se produce al consagrar lo de la «fase resolutiva», en la que se incluye, naturalmente, su consulta popular. O el uso de la palabra «paz» por otros, anunciando que se debe aprovechar la situación para alcanzarla, sin darse cuenta que mientras más se repita como anhelo ese concepto de paz se está confirmando la existencia de una guerra, que es lo que quieren los que han ejercido el terrorismo. El terrorismo quiere que cometamos la estupidez de declararle una guerra, para que con tal estatus se busquen las soluciones clásicas para ese conflicto con mayúsculas. Aquí no ha habido guerra desde la civil, sino el terrorismo de una minoría, y éste se resuelve sin grandes declaraciones, sólo cuando deja de existir.

Creíamos que la gente había entendido que era un problema de libertad y no tanto de paz. La paz resulta mucho más manipulable. Paul Preston se encargó de demostrar en Franco Caudillo de España que éste convirtió la campaña publicitaria de «25 años de paz» en 25 años de victoria. Algo de eso parece desprenderse de las declaraciones del consejero Azkarraga cuando avisa que la paz sin normalización política -y ya conocemos después de tantos años de propuestas nacionalistas en qué consiste la normalización, será una «paz cogida por hilos»-. En general, se suele confundir la paz con la victoria, pero además, en este caso, parece un mensaje con destino en ETA.

Sin embargo, y es curioso, los portavoces de los dos grandes partidos dan la apariencia de estar muy satisfechos en esta batalla de estacazos de teatrillo de guiñol, que es a lo que se ha reducido la política. Que el PP haya entrado en la dinámica de la explotación del accidente (y está habiendo uno por semana) acuchillando al adversario, además de deteriorar la política le va restando credibilidad para cuando venga de verdad el lobo, cuando el tema tenga la suficiente importancia. Frente a ese paciente pescador de caña que es Zapatero, que suele soltar todo el carrete, la precipitación de los portavoces del PP en hacerse con la pieza les ha debilitado en su labor de oposición. Sabiendo lo que está por venir, les hubiera valido más haber soltado hilo.

Volvemos a donde estábamos. «Nunca digas que las cosas no pueden ir a peor», me recomendó hace muchos años Fernando Savater, y posiblemente tenía razón. Volvemos a lo peor con la ilusión y la ingenuidad necesaria para considerar que tiene que existir un límite. Esperemos que exista ese límite que permita que todos recapaciten, porque hasta la fecha sólo se ha vivido en una ola ficticia que escondía todos los problemas.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 7/9/2005