Iván Igartua-El Correo

  • La superioridad económica occidental podría decidir la guerra en Ucrania. Que Rusia la perdiera sería la mejor noticia para el mundo libre y para los rusos

Después de un cuarto de siglo acaparando el poder en Rusia, Putin está más que decidido a alterar el orden mundial, lo que, en su visión, entraña no solo el derecho a modificar fronteras soberanas de otros países, sino también la aspiración de resucitar antiguos equilibrios de poder entre bloques (o incluso civilizaciones) a partir de una estrategia que siempre ha creído eficaz, aquella que se basa en el temor lógicamente generalizado al uso del arsenal nuclear. En realidad, nada que no hubieran inventado ya sus predecesores de la era soviética.

Una vez sometido el país, que en algún momento durante el mandato de Yeltsin se había asomado peligrosamente a los mecanismos democráticos de representación, el líder ruso, no contento con el control prácticamente absoluto que ya ejercía sobre los asuntos internos, consideró que llegaba el tiempo de los grandes vuelcos en el panorama internacional, tal vez como medio o garantía adicional de perpetuación en el Kremlin. Aunque los inicios fueron en cierta forma modestos, como lo pudo ser la incursión de 2008 en Osetia del Sur, comarca que pertenecía a Georgia, o incluso la anexión -sin duda de mayor entidad- de Crimea en 2014, es muy posible que la combinación de unos resultados relativamente rápidos y una contestación más bien tibia por parte de la comunidad internacional animaran a Putin a continuar por la senda bélica, que no tardó en manifestarse de nuevo, esta vez en la pugna sangrienta por los territorios del Donbás (crudamente retratada por el cineasta Serguéi Loznitsa en una cinta imprescindible).

Con la invasión a gran escala de Ucrania a comienzos de 2022 se produce un salto de calado que trasciende el ámbito regional, no tanto por el hecho en sí de la intervención militar en otro país sino especialmente por la repercusión política que alcanza el contraste entre un agresor autocrático y antiliberal, por una parte, y una nación agredida que aspira a integrarse en las estructuras democráticas y defensivas europeas, por otra. El apoyo masivo de Occidente a Ucrania, tanto en lo económico como en lo estratégico y militar, conduce a Moscú a reforzar sus vínculos con gobiernos de países como China, Irán o Corea del Norte, es decir, con regímenes profundamente autoritarios, cuando no directamente dictatoriales (y hostiles a la esfera liberal).

La reciente visita de Putin a Corea del Norte, en la que se sellaron compromisos de apoyo mutuo en materia «defensiva», es el último paso en esa dirección, dentro de un espacio político en el que la autocracia rusa se siente cómoda, en contraposición al conjunto de democracias occidentales que configuran el principal polo o bloque internacional que la Rusia actual pretende socavar.

Porque, quién sabe si a raíz de un delirio postrero de grandeza, resulta palmario que Putin no quiere dejar el mundo tal como lo ha conocido. El resentimiento por la pérdida del imperio soviético, desmoronado a principios de los 90 y de cuyo colapso el líder ruso culpó en parte a Occidente, se ha transformado en rencor y aversión hacia las democracias liberales, capitaneadas por EE UU, y su influencia global. Unamuno decía que «no hay nada más peligroso en política que un resentido con talento» y a alguien como Putin lo que no parece faltarle es precisamente talento, por más que este sea de signo esencialmente destructivo.

Su cruzada antidemocrática se emboza en la necesidad de autodefensa, como probablemente hayan hecho sin excepción todos los agresores y tiranos que en el mundo han sido. Invado porque me declaro amenazado y, si luego los invadidos intentan defenderse, estaré siendo atacado. El bucle se completa con el auxilio occidental al país agredido, algo que dispara las emociones ultranacionalistas: al infame ataque de los que se defienden se une ahora la intolerable injerencia extranjera en mis asuntos. Toda una provocación a la que no puedo dejar de contestar. Y así.

En el contexto de esa espiral, el amparo de la entente antidemocrática es crucial para Moscú. Al margen de la sensación que le infunde de no estar solo en esto, algo que también alimentan ocasionalmente terceros países (el Brasil de Lula, entre otros), supone sobre todo una especie de escudo frente a la perspectiva, ya evidente, de la prolongación de la guerra y del mantenimiento, pese a las dificultades y acaso las propias expectativas del Kremlin, de la ayuda económica occidental a la resistencia ucraniana, factor clave para la supervivencia del país y sus precarias opciones de no terminar bajo la bota rusa. Porque, por muy persuadidos que estén de la capacidad de su ejército, los estrategas de Putin habrán caído en la cuenta de que la superioridad económica occidental es la que a la postre podría decidir el curso del conflicto. Alguno habrá tal vez que haya pensado, al igual que el historiador Timothy Snyder, que a causa de ese desequilibrio Rusia puede incluso acabar perdiendo la guerra que inició. Esa sería, sin duda, la mejor noticia para el mundo libre, y también para los rusos.