¿La hora de los jueces?

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 20/11/14

José María Carrascal
José María Carrascal

… Y me pregunto si los españoles no estamos en la tesitura de tener que ser los jueces los que conformen la nación española. Porque hemos encargado a los políticos esa tarea fundamental en el doble sentido de esa palabra: la de diseñar las normas que deben regir nuestra nación y la de levantar el edificio del Estado en el que vivan todos los españoles.

De pequeño, cuando se aprenden las cosas sin entenderlas, me sorprendía que en la Biblia hubiese un «Libro de los Jueces». ¿Qué hacen en el Antiguo Testamento esos señores tan serios, tan parcos en palabras, vestidos siempre de negro –así eran los jueces entonces– que meten a los ladrones en la cárcel?, me decía. Tras pasarme cuarenta años en democracias, lo entendí e incluso he vuelto a la Biblia para enterarme de su papel en la historia de Israel, tras Josué, cuando los israelíes, lograda su libertad, luchaban con cananitas y filisteos por la Tierra Prometida. Pero eran todavía tribus regidas por jueces, que dictaban las normas de conducta y advertían de que Jehová los condenaría de nuevo a la esclavitud de no respetarlas. No había un juez supremo, pero coordinaban las normas para ir formando un cuerpo de doctrina que regiría al pueblo judío hasta nuestros días. Estábamos en el origen mismo de la nación israelí.

Y me pregunto si los españoles no estamos en la tesitura de tener que ser los jueces los que conformen la nación española. Porque, fieles a nuestra costumbre de empezar la casa por el tejado, hemos encargado a los políticos esa tarea fundamental en el doble sentido de esa palabra: la de diseñar las normas que deben regir nuestra nación y la de levantar el edificio del Estado en el que vivan todos los españoles. Algo para lo que, vista la experiencia, nuestros políticos no están capacitados, al necesitarse estadistas. Los solo políticos se encargan de administrar el Estado, de resolver los problemas diarios que surgen. Lo que les encarrila a una solución cortoplacista de los mismos y a confundir el bien común con el suyo propio o el de su partido, al faltarles los sólidos cimientos de quienes no se rigen por la conveniencia, sino por principios éticos y normas inalterables: los jueces.

De ahí que la democracia moderna nazca con la aparición de los jueces como tercer brazo del nuevo Estado, diseñado por Montesquieu, con su famoso «equilibrio de poderes»: ejecutivo, legislativo y judicial, especie de Santísima Trinidad laica, con tres poderes distintos y una sola democracia verdadera. Con el poder judicial como fiel de la balanza entre los otros dos, que le otorgan la última palabra en caso de disputa. De ahí también que si falla cualquiera de ellos, y muy especialmente el judicial, la democracia se convertirá en una sombra de sí misma, en una democracia hueca. Si quisiéramos llevar la cosa aún más lejos, diríamos que en la España de la gloriosa Transición (¡otra Gloriosa!), la democracia derrapó cuando Alfonso Guerra dijo aquello de «Montequieu ha muerto», que nunca hemos comprendido en un hombre inteligente como él. Porque, si lo decía en serio, la que había muerto era la democracia, y si lo decía en broma, maldita la gracia que tenía.

Más que muerta, como he dicho, quedaba en la cuneta, con el poder judicial a merced de los otros dos, el ejecutivo y el legislativo, que se lo reparten según sus resultados electorales, enviando al desván la independencia judicial, con lo que empezamos a tener jueces conservadores y jueces progresistas, que ya en su enunciado sugiere unas sentencias partidistas y una justicia anémica, como son las democracias adjetivadas, populares u orgánicas. Pero, tras haberse pasado cuarenta años sin partidos políticos, España empezó a estar regida únicamente por ellos, lo que en caso de mayoría absoluta daba al vencedor el control de ambas cámaras y, a través de ellas, de la justicia. Un Estado en manos de un partido y sus ciudadanos convertidos de nuevo en súbditos.

A lo que nos ha conducido el haber impuesto la «razón política» a la «razón legal» lo tenemos ante nuestros ojos y lo sufrimos en nuestras carnes: a una corrupción que, si no es «sistémica», como ha dado en llamarse, es endémica, pues viene de lejos y alcanza a todos los partidos que han tocado poder –ya saben, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente–, y se extiende como una mancha de aceite por las más importantes instituciones del Estado –sindicatos, asociaciones empresariales, cajas de ahorros– e incluso por las distintas clases sociales, pues corrupción es también no pagar o cobrar el IVA en un «trabajo en negro», como es usar tarjetas de crédito de ese color. O conseguir un empleo público a través de conexiones políticas o familiares. Algo que extrañará a la mayoría de los españoles y confirma el adjetivo que le hemos adjudicado, y más.

Pedir a los partidos que acaben con la corrupción –cosa que, en la picota, intentan hacer separada o conjuntamente– es como poner a la zorra a guardar el gallinero. O sea, no nos hagamos ilusiones al respecto. Otro tanto puede decirse de las Cámaras, controladas por ellos. Se habla mucho de la «sociedad civil», pero, con harto dolor, tengo que decir que tampoco podemos confiar en ella por la sencilla razón de que en España no existe una sociedad civil, al estar la sociedad todavía compartimentada en sectores –familias, partidos, regiones, credos religiosos y, si me apuran, peñas futbolísticas– que anteponen sus intereses a los de la nación en su conjunto, que es la base de la sociedad civil.

Nos queda como último recurso la judicatura. Las hipotecas que pesan sobre ella quedan apuntadas, sin haber indicios en los partidos políticos de querer amortizarlas, especialmente las que ejercen sobre el CGPJ y los más altos tribunales, encargados de juzgarlos llegado el caso. Pero de un tiempo a esta parte hemos visto algo así como una revuelta en los niveles bajos de la judicatura, que nada tiene que ver con la de los «jueces estrella», más interesados en su lucimiento personal o en el salto a la política que en hacer justicia. Jueces de instrucción, como Mercedes Alaya y José Sánchez, o, en la Audiencia Nacional, Pablo Ruz, están haciendo una auténtica escabechina entre los que han ido a la política a enriquecerse. Su ejemplo empieza a cundir en la Fiscalía, mucho más dependiente del Gobierno, y en los tribunales superiores, que, ante el clamor popular, prestan más atención al ánimo de la ciudadanía que al de quienes les han puesto en el cargo. Un buen comienzo para que la Justicia adopte el papel que le corresponde en una auténtica democracia.

¿Llega la hora de los jueces? Yo, personalmente, no tendría nada contra el hecho de que nuestra historia entrase en un capítulo presidido por ellos, como ocurrió hace 3.000 años a la de los judíos, que han conservado su entidad como pueblo y como nación, incluso cuando carecían de territorio, es decir, de Estado, precisamente por la argamasa que le dieron aquellos jueces.

Condición indispensable para ello, aparte de que nuestros jueces se libren de la tutela política, es que se agilice el procedimiento judicial. «Justicia retrasada, justicia denegada», dice una máxima en todos los idiomas. En España, no es que se retrase, es que se eterniza. En tiempos de la informática no tiene explicación ni justificación. Jugándonos nada menos que ser o no ser un Estado de Derecho.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 20/11/14