La libertad de expresión y la democracia descarnada

La Comunidad Europea le dio a España un gran impulso democratizador que fue consolidando la perspectiva jurídica que prioriza la libertad de expresión como un valor supremo de la democracia. Este mes, la Corte europea de Derechos Humanos condenó al Estado por violar la libertad de expresión de Arnaldo Otegui.

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El año 1976 se vivió de manera antagónica a un lado y otro del Atlántico: la Argentina entraba en el período más oscuro y doloroso de su historia; España, con la muerte del dictador Franco, ingresó en el proceso ejemplar de una sociedad que debió despojarse del autoritarismo y estrenó su libertad denunciando las muertes, las desapariciones que pasaban del otro lado del Atlántico. España no sólo nos acogió con solidaridad, sino que la hoy prestigiosa prensa española nació y se nutrió con las plumas de muchísimos argentinos, expulsados o perseguidos por la dictadura militar. Fui beneficiaria de lo que hoy vivo como un privilegio, haber sido testigo de la transición democrática. Y haber ejercido el periodismo en libertad.

España antepuso los valores democráticos, exigidos por la Comunidad Europea como condición de integración a las razones del dinero y el mercado, que llegaron después. La Comunidad Europea le dio a España ese gran impulso democratizador que desde la segunda mitad del siglo XX fue consolidando la perspectiva jurídica que prioriza o antepone la libertad de expresión como un valor supremo de la democracia. Pruebas al canto: este mes, la Corte europea de Derechos Humanos condenó al Estado español por violar la libertad de expresión del dirigente vasco Arnaldo Otegui, quien fue condenado a prisión por haber llamado al Rey, “el jefe de los torturadores”.

El tribunal consideró que el Estado español vulneró la libertad de expresión, ya que la opinión no de-manda demostración de exactitud y el dirigente se expresó en su condición de portavoz de un grupo parlamentario en el medio de una cuestión de interés público: la visita del rey Juan Carlos al país Vasco en febrero de 2003. Otegui había sido condenado en base al Código Penal español que otorga al jefe del Estado un nivel de protección superior al de otras personas o instituciones que prevé sanciones más severas para el régimen común del delito de injuria. El tribunal consideró que la sanción fue “desproporcionada”, ya que una pena de prisión por los dichos en un discurso político no es compatible con la libertad de expresión garantizada por el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que sólo admite excepciones cuando los discursos incitan al odio y la violencia. Los jueces que condenaron a Otegui interpretaron el fallo como un llamado de atención a los legisladores para modificar una ley que acepta que el Rey tenga coronita, que esté por encima de los otros ciudadanos. En contraste con el debate que generó en España la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, salta escandalosamente nuestra tradición autoritaria, perpetuada en la naturalización de fenómenos que son incompatibles con una sociedad de legalidad democrática. Tal es que los gobernantes busquen influir sobre la información, distribuyan la pauta oficial con criterio propagandístico, se siga confundiendo Estado con gobierno y que los periodistas no se hayan dado a sí mismos pautas deontológicas, acordes a la nueva concepción del derecho a la información. Parece natural que los piquetes impidan la circulación de los diarios, que algunos dirigentes políticos sigan culpando a la prensa por el crimen de María Soledad o se busque la Justicia para amordazar las denuncias por corrupción de los millonarios dirigentes sindicales.

A 35 años del 24 de marzo de 1976, deberíamos saber que el Estado está obligado a garantizar la libertad del decir, opinar, expresar, de la que están excluidos los discursos que in-citan al odio y la violencia. No esperemos que los tribunales internacionales nos sienten en el banco de la penitencia, ya que no se puede invocar a los Derechos Humanos y luego exaltar las teorías de confrontación que han contaminado el lenguaje y los discursos. Aún cuando muchos se valen de la legalidad democrática para imponerse, la democracia no está amenazada. Sí aparece descarnada en sus residuos autoritarios.

(Norma Morandini es periodista, escritora y senadora por Córdoba)

Norma Morandini, El litoral (Argentina), 29/3/2011