La noche más oscura

JUAN MANUEL DE PRADA, ABC 07/01/13

La película de Kathryn Bigelow «La noche más oscura» suscita en estos días una agria polémica en los Estados Unidos en torno a las fuentes que su guionista habría empleado para reconstruir la investigación que permitió localizar el paradero de Bin Laden. Se sospecha que una o varias «gargantas profundas» podrían haber suministrado, desde el seno de la propia CIA, datos secretos; y también que tales «gargantas profundas» habrían tratado de justificar métodos nonsanctos —en especial, el empleo sistemático de la tortura en los interrogatorios a miembros de Al Qaeda— que, a juicio de la Comisión de Inteligencia del Senado, no habrían servido — risumteneatis— para obtener informaciones cruciales.

Habría que empezar señalando que la película de Bigelow resulta decepcionante: desde luego, en la reconstrucción misma de la investigación, pero también —y sobre todo— como obra cinematográfica. Bigelow no consigue, en casi ningún pasaje del larguísimo metraje de la película, transmitir esa impresión de «descenso a los infiernos» que acompaña a la protagonista —una agente de la CIA destinada a Pakistán, interpretada por Jessica Chastain— en su búsqueda obstinada del líder terrorista. Bigelow, que opta por una fórmula narrativa y un estilo muy próximos al documental, confunde sin embargo el naturalismo propio del género con una falta de vibración humana que por momentos impregna su película de aridez o monotonía; y, en sus momentos más álgidos, Bigelow adopta soluciones inverosímiles que redundan en una película muy poco convincente, llena de componendas y cínicos sobrentendidos.

Diríase que la directora, consciente de que trabaja con un material altamente inflamable, hubiese querido adoptar un tono desapasionado que a la postre se torna —por ambiguo— inconsecuente. Ocurre así, por ejemplo, en el tratamiento que otorga al empleo de torturas en los interrogatorios de la CIA. Primeramente nos muestra que tales torturas eran habituales durante el mandato de Bush; y que luego, llegado Obama al poder, son por completo erradicadas. Como semejante patraña (Bush maaaaaalo/ Obama bueeeeeno) no hay quien se la trague, Bigelow opta por un solución narrativa de llamativa ambigüedad moral: aunque durante el mandato de Obama no se vuelven a perpetrar torturas, la protagonista sigue trabajando con una pista obtenida durante el mandato de Bush; y comprobamos cómo los agentes directamente implicados en los interrogatorios con torturas, lejos de ser defenestrados, siguen ocupando puestos de mando en la CIA. El apaño resulta un tanto indecoroso: por un lado, Bigelow exonera a Obama, dando pábulo a las patrañas de la propaganda progresista; por otro, reconoce cínicamente que el empleo de torturas fue determinante para localizar el paradero de Bin Laden.

Otros pasajes de la película adolecen de idéntico cinismo. Especialmente chirriante resulta, en las secuencias finales, el sosiego que adoptan los miembros de las fuerzas especiales encargados de abatir a Bin Laden, de regreso a la base militar de Afganistán. No parece verosímil que, después de tamaño dispendio de adrenalina, unos jóvenes que acaban de concluir con éxito una misión tan peligrosa se comporten de este modo. Se puede entender que Bigelow no los muestre sometiendo el cadáver de Bin Laden a todo tipo de sevicias, pero su actitud melancólica resulta de una deshonestidad irrisoria. Son los peligros de adentrarse en la noche más oscura con el petate cargado de mentiras; o, lo que todavía es peor, de medias verdades.

JUAN MANUEL DE PRADA, ABC 07/01/13