La obligación de impedir el debate

EL MUNDO 06/11/15 – JOSÉ ANTONIO GARCÍA TREVIJANO

· Está de plena actualidad el dilema jurídico sobre si es o no directamente impugnable ante el Tribunal Constitucional el acuerdo de la Mesa del Parlamento de Cataluña consistente en someter al Pleno de la cámara un acuerdo que contiene nueve puntos, entre los que destaca el consistente en decidir declararse Estado independiente. Mucho se ha dicho sobre si tal propuesta es inimpugnable al ser un acto de trámite pendiente de lo que acabe decidiendo el Pleno.

Por suerte o desgracia dediqué buena parte de mi actividad jurídica al análisis de la impugnabilidad de los actos de trámite, cuyo resultado publiqué allá por 1993 en un libro que inmodestamente creo que es referencia en la materia, y en el que traté de sistematizar precisamente el problema de la impugnabilidad directa de ese tipo de actos; una parte de ese trabajo se dedicó además, precisamente, a la impugnación ante el Constitucional (TC).

Por razones de pura responsabilidad intelectual personal, me veo obligado a repasar algunas de las consideraciones de ese trabajo, que creo daba solución –ya entonces– al problema que ahora se plantea.

La razón por la que los actos de trámite no son directamente recurribles estriba en que se trata de actos que no deciden, sino que se insertan en un procedimiento llamado a concluir en un acto final que será el que asuma o absorba su contenido, de suerte que lo recurrible será sólo ese acto final, momento en el que cabrá alegar las infracciones cometidas a lo largo de la tramitación misma, es decir, incluso las cometidas en los actos de trámite.

Precisamente, por ello, no es que los actos de trámite no sean recurribles. Lo son, pero de forma concentrada, esto es, al tiempo de impugnarse el acto final en el que se subsumen. De ahí que el acto final sea lo que yo mismo llamé «acto-esponja», pues asume o absorbe el contenido de los actos de trámite.

Partiendo de esa filosofía, se entiende perfectamente que algunos actos de trámite sí sean directamente recurribles, en concreto aquéllos que ya deciden suficientemente el debate o una parte del mismo. Hay así un sinfín de actos de trámite directamente recurribles: los que paralizan definitiva o indefinidamente el procedimiento (un acto de archivo), los que impiden la continuación del mismo respecto a algún interesado (por ejemplo la inadmisión de la oferta de un licitador), los que producen efecto directo (suspensión cautelar de un funcionario expedientado), etcétera.

Todos ellos, o buena parte, fueron sistematizados en mi señalado trabajo, en el que se exponían criterios generales de ayuda para decidir sobre la recurribilidad directa de los actos de trámite: (i) si el acto de trámite va a ser o no reproducido en otro final que asuma o esté llamado a asumir su propio contenido; (ii) si el acto de trámite vincula o no el contenido del acto final, o incluso si predetermina su contenido; (iii) la relevancia y eficacia externa del acto de trámite; (iv) la incidencia que la invalidez del acto de trámite podría tener sobre el acto final; (v) la existencia, o probabilidad de existencia, de un futuro acto final en el que concentrar el recurso; (vi) el valor del tiempo, es decir, si la inimpugnabilidad directa del acto de trámite presentaría una situación de inaceptable inseguridad sobre el resultado final del procedimiento.

Pues bien, el caso que se plantea con motivo de la propuesta de la mesa del Parlamento de Cataluña está perfectamente identificado, y es, sin duda, un acto directamente impugnable ante el TC. Hay varias razones para entenderlo así de entre las expuestas, aparte de ser clásico el criterio jurisprudencial de que los vicios de orden público abren la impugnabilidad directa de los actos de trámite. Pero me limitaré ahora a la que es más clara.

Para explicarlo hay que partir de que no siempre un acto de trámite es directamente recurrible por todos, sino que, dependiendo de cuál sea el derecho o interés defendido por cada recurrente, puede ser directamente recurrible por una persona y no así por otra. Pongamos un ejemplo que expresa claramente la situación: el acuerdo de incoación de un expediente sancionador (imaginemos una infracción de circulación vial) no es en principio un acto directamente recurrible por el infractor, sino que deberá impugnar el acto final, es decir, el sancionador que ponga fin al procedimiento.

Pero si ese expediente ha sido puesto en marcha por una Administración incompetente, para la Administración que sí es competente ese acto de incoación es ya suficientemente decisor como para poder ser directamente impugnado por ella, pues en su impugnación esa Administración no defenderá sino su propia competencia, y para eso no tiene desde luego que esperar a que se produzca el acto sancionador. Por tanto, el mero acuerdo de iniciación ya es una decisión de suficiente contenido y eficaz para la Administración que se considere competente y que le permite su impugnación directa. Estos actos tienen incluso un nombre ya asignado por la doctrina: «actos que afirman la capacidad de una entidad pública para actuar».

No tendría, en efecto, ningún sentido que la Administración competente tuviera que esperar al acto final (el sancionador) para defender una competencia que ya aparece vulnerada en su mismo origen, incluso aunque el acto sancionador no llegue a producirse. La Administración competente queda perjudicada desde el mismo momento en que se tramita el expediente. Es más, el tener que esperar puede ocasionarle vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, pues si algo debe suponer esa tutela es efectividad, es decir, que sirva para algo y en el momento en el que debe servir.

En el ámbito de las acciones impugnatorias planteables ante el TC no existe una previsión sobre la inimpugnabilidad de los actos de trámite, sino que ésta sólo existe en el campo de los procedimientos administrativos y jurisdiccional contencioso-administrativos, lo que es un dato nada desdeñable (la sedición –o la conspiración para ésta– se mueve asimismo bajo principios completamente diferentes a ello, en concreto a los que resultan de la legislación criminal).

Pero aun aplicando analógicamente esa normativa administrativa al ámbito constitucional, la propuesta de la Mesa del Parlamento de Cataluña es patentemente –desde el punto de vista del Estado– una decisión que vulnera ya y de forma efectiva la competencia estatal desde su misma formulación, y es por ello impugnable sin más, pues el solo efecto de tramitación de la propuesta vulnera competencias estatales toda vez que sólo al Estado corresponde modificar la Constitución, que es en definitiva lo que se infringe con esa propuesta. Así pues, el Estado no puede quedar más directa e inmediatamente afectado en sus competencias por la propuesta, sin que la eventual aprobación de la misma añada jurídicamente nada a esa vulneración. El Estado tiene derecho (y obligación) de impedir que se debata siquiera una propuesta que atenta –desde su misma admisión a trámite– contra competencias propias suyas.

El TC se ha pronunciado además abiertamente en favor de este tipo de interpretaciones, como la doctrina constitucional/administrativista ha estudiado y no es preciso analizar aquí, en especial en casos de conflictos constitucionales de competencias y de impugnaciones amparadas en el art. 161.2 de la Constitución. Por más que me limite aquí a mostrar mis serias dudas sobre si acertó o no el TC al inadmitir una primera impugnación en el caso Ibarretxe, aquélla fue una propuesta inserta en un procedimiento global (un acto de trámite ordinario de iniciativa de modificación del Estatuto de acuerdo con la competencia atribuida a la Comunidad Autónoma por el art. 46.1.a. de su Estatuto de Autonomía) que poco o nada tiene que ver con el acuerdo de la Mesa del Parlamento de Cataluña de 3 de noviembre de 2015, que es un acto directamente impugnable por el Estado ante el TC, y de lógica obligada suspensión por el mismo.

Sólo añadiré que en su dictamen 565/2015, de 25 de junio, el Consejo de Estado no puede haber sido más claro precisamente en esa línea pues, frente a la alegación de la Comunidad Autónoma de Cataluña de que «la creación del Comisionado para la Transición nacional mediante Decreto 16/2015 y las decisiones adoptadas por el Consejo de Gobierno de la Generalidad sobre los Planes (…) [son] de actos de preparación y programación para el ejercicio en el futuro de competencias que actualmente son del Estado si llegara el caso de que la denominada ‘desconexión’ se produjera (…) [y] no suponen atribución actual ni el ejercicio por parte de la Comunidad Autónoma de competencias del Estado, (…) es necesario constatar (…) que las actuaciones cuestionadas, entendidas como planificación de la asunción de competencias exclusivas del Estado vinculada a un proceso inconstitucional, tiene una naturaleza y un alcance distintos a los que las actuaciones que, de ordinario, se cuestionan a través de conflictos competenciales (…). La singularidad esencial de estas vulneraciones consiste en que se producen en virtud de normas y actuaciones de preparación y planificación del ejercicio de competencias estatales que está llamado a cobrar efectividad en un escenario –hipotético– de ruptura constitucional unilateral y no sujeto al orden constitucional dentro del cual han sido alumbradas.

No tendría sentido deferir la tutela jurisdiccional del sistema competencias vulnerado a una eventual situación futura en la cual el ejercicio efectivo de las competencias tendría lugar en el escenario antes mencionado y en el que la funcionalidad del conflicto de competencias como mecanismo de restauración de la ordenación constitucional se encontraría en cierto modo menoscabada. Por el contrario, la funcionalidad del proceso de conflicto para preservar el sistema de distribución de competencias entre el Estadio y la Comunidad Autónoma de Cataluña y garantizar ‘el respeto del orden competencial establecido en la Constitución…’ (artículo 62 de la LOTC) pasa por considerar que las actuaciones del Consejo de Gobierno de la Generalidad que se cuestionan conllevan menoscabo efectivo de las competencias del Estado».

José Antonio García-Trevijano Garnica es jurista, abogado y letrado del Consejo de Estado.