La onomástica de la élite

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 18/05/14

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· Si tiene usted afanes políticos pero su apellido no es vasco, lo suyo es el españolismo.

Ilustrativo el excelente artículo del profesor Montero (EL CORREO 11.05.14) sobre la distribución social de los apellidos de origen vasco o de progenie castellana, según el cual y con los datos estadísticos que aporta, esa distribución es del 56-24-20 para el conjunto del País Vasco. Es decir, 56% cuyos dos apellidos es de origen foráneo, 24% que poseen uno de los dos apellidos de aquí, y 20% cuyos dos apellidos son vascos fetén.

A la vista de ello, cabe calificar cuando menos de estridente el hecho de que las proporciones respectivas de apellidos en el conjunto de la sociedad vasca, por un lado, y en el particular universo de su representación política parlamentaria, por otro, ¡estén puntual y exactamente invertidas! Es decir, que si tomamos los apellidos de los 75 parlamentarios vascos actuales observamos que el grupo que en la sociedad es mayoritario (el 56% de ‘castellanos’ puros) se convierte en el minoritario (el 24%). Y el socialmente minoritario (el 20% de vascos fetén) se transforma en mayoritario (el 52% de la Cámara). Un 20% consigue un 52% de representantes, mientras que un 56% sólo consigue un 24%. Sólo el grupo intermedio de ‘mezclados’ correlaciona aceptablemente: 24% en la sociedad, 18% en la Cámara.

Esta inversión no es puntual, sino que se repite a lo largo de todas las legislaturas del Parlamento vasco desde que éste inició su andadura (salvo en la muy particular de 2008), lo que demuestra que es un sesgo permanente de la apellídistica de la élite política vasca. Lo corrobora el caso de los lehendakari, cargo que sólo durante un 11% del tiempo de autogobierno ha correspondido a uno del grupo común del 56%, mientras que el 89% del desempeño lo han ocupado euskolabels del 20%. Puede señalarse que la misma estridencia se produce en Cataluña: los nativos copan la representación, mientras que los venidos de fuera están enormemente infrarrepresentados. No hay ningún García en el Parlament a pesar de que nada menos que el 3% de los catalanes vivos lleva ese apellido.

Si nos concentramos en la afiliación política de los parlamentarios, observamos de inmediato que son el PNV y EH-Bildu los que provocan esa inversión de la representación (en esto no es como Cataluña, donde el PSC es también catalanomástico). En efecto, recordemos que los ‘vascos fetén’ son sólo el 20% de la población; pues bien, son en cambio el 81% de los parlamentarios jeltzales y el 62% de los bildutarras. Y si vamos a las listas presentadas en su día por estos partidos políticos en 2012 (más amplias lógicamente que los puestos obtenidos) comprobamos que los vascos de toda vasquidad copan el 80% de las listas. El paroxismo es la lista del PNV de Guipúzcoa, donde son el 100% (no hay en esa lista ni un García, ni un González, ni un Fernández, los tres apellidos más frecuentes allí). Llamativo, ¿no?

En cambio, los parlamentarios del PP, PSE y UPyD cumplen muy aproximadamente en su distribución onomástica con las pautas de la sociedad a la que representan, son algo así como un espejo de su ambiente.

Sucede lo mismo en las listas (2012) de partidos que no obtuvieron representación pero que pueden considerarse ‘nacionalmente neutros’: que respetan o acentúan el peso del grupo ‘castellanomástico’ respecto a la sociedad donde actúan. Es decir, son partidos coincidentes con su sociedad. Así, las listas de EquoBerdeak en Guipúzcoa contienen un 60% de éstos. Y las de Escaños en Blanco un 84%. O las de Ezker Batua en Vizcaya, que contienen un 83% de candidatos sin rastro vasco en su apellido.

Primera conclusión, que si tiene usted afanes políticos pero carece de vasconomástica, lo suyo es el españolismo, o los movimientos sociales, pero en todo caso lo tiene difícil: sólo por su apellido, tiene cinco veces menos posibilidades de ser electo que otro ciudadano. Y de ser lehendakari, diez menos.

La designación de los candidatos a las elecciones es coto reservado de los propios partidos y, por tanto, el color apellídistico de los parlamentarios no deriva de la elección directa de los ciudadanos, sino de la preselección de partido. Segunda conclusión entonces: que son los partidos que pudiéramos denominar ‘vascos fetén’ los que acotan su representación a ‘ciudadanos vascos fetén’. Y si lo hacen, es obvio, es porque creen que ello les favorece incluso ante los votantes de los otros grupos onomásticos que son mayoritarios. Lo que efectivamente es así: es claro que ese 60% de ciudadanos que vota al PNV o EH-Bildu no puede poseer la misma apellidística que sus representantes (sólo un 20% de la sociedad la posee), y sin embargo les votan encantados y se sienten más realizados en sus anhelos simbólicos cuando es un ‘pata negra’ con label quien les representa, y no un ‘García Pérez’como son ellos mismos.

Tercera conclusión: PNV o EH-Bildu proclaman como principio que todos los vascos son igual de vascos, pero seleccionan para sus puestos de representación entre los pocos que poseen el label, lo que pone muy en cuestión la sinceridad de su proclamada creencia.

¿Podría sugerirse sin ofender a nadie que debe andar por ahí suelto un cierto síndrome culposo de ‘insuficiencia vasca’? Porque algún virus tiene que aquejar a una sociedad que es capaz de llevar a efecto una conducta tan desviada de aquello a lo que normalmente tiende la representación política dejada a sí misma, es decir, a elegir a los similares. Aunque se podría también enfocar, en los ya clásicos términos gramscianos sobre la hegemonía, como un caso de imposición ideológica dócilmente aceptada por sus sujetos debido a inconfesables pautas culturales introyectadas. Lo que no puede suponerse es que el electorado vasco no perciba las diferencias, como dirá mucho ingenuo intencionado: nos importa tan poco que elegimos sin mirar el apellido. ¡Quiá! Lo cierto es que lo miramos tanto como para invertir su peso.

En el fondo, ésta es una de esas peculiaridades vascas que, de puro asumidas como poco menos que naturales, nadie percibe como tal peculiaridad. O prefiere no hablar de ella. Como lo de que nuestra ‘lengua propia’ sea la que no nos es propia a la mayoría. O que los niños de ahora lleven nombres inexistentes en la tradición familiar de sus padres. ¡Curioso país éste, no tanto por sus extravagancias mismas como por el hecho de que nadie parece querer verlas ni comentarlas! ¿Algún día vendrá un antropólogo extranjero a estudiarnos? Se haría famoso a poco que afinara. Creo yo.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 18/05/14