La otra cuarentena

Las relaciones entre el PNV y el PSE están entreveradas de tanta desconfianza, que obstaculiza un acuerdo para dejar en una nueva cuarentena a Bildu, superada la ‘cuarentena judicial’ y ensancha el dilema para los peneuvistas de renunciar o no a un símbolo como la Diputación de Gipuzkoa, con el peligro añadido de quedar entrampados por el apoyo envenenado de la coalición soberanista en Álava.

Quedan 13 días -los ayuntamientos se constituirán el sábado 11 de junio- para verificar si el creciente y notorio desapego entre el PNV y el PSE permitirá a Bildu obtener la máxima rentabilidad de su victoria electoral en Gipuzkoa: gobernar la Diputación, el Ayuntamiento de San Sebastián y la gran mayoría de los consistorios del territorio. Una rentabilidad que alcanzaría cotas insospechadas si se compara el feliz escenario en que han dejado a la coalición soberanista los comicios del 22-M con su situación a principios de mes. En apenas tres semanas, la izquierda abertzale cobijada en Bildu ha pasado de estar ilegalizada a recobrar la legalidad avalada por el Constitucional; y de poder regresar a las urnas a adueñarse de una parte sustancial de ellas -es la primera fuerza de Euskadi en concejales-, condicionando desde ese inesperado poderío un contexto político vasco vuelto del revés como un calcetín.

Los más de 300.000 votos logrados por la coalición de abertzales de izquierda, EA y Alternatiba han sido interpretados como la confirmación de que la apuesta por las vías pacíficas está en condiciones de imponerse, definitivamente, al terror de ETA. Pero el premio electoral que habría recibido Bildu por defender la política y solo la política no ha llevado aún a los partidos a preguntarse por qué tantos vascos han parecido más predispuestos a dar su confianza a quienes empiezan a desandar su larga connivencia con la violencia que a aquellos -Aralar- que dieron el paso hace ya una década; que a aquellos -PSE y PP- que han sufrido de modo más sobrecogedor el zarpazo etarra; y que a aquellos otros -PNV- que han venido gestionando desde el poder el bienestar de Euskadi. El acelerado tránsito entre iniciar el despegue del terrorismo, retornar a la legalidad y cosechar un resultado histórico en las urnas da la medida exacta del reto que representa para los demás la nueva izquierda abertzale.

Puede que la oleada de sufragios recabada por Bildu sea fruto de la efervescencia del momento. De una heterogénea mezcla que aunaría la fidelidad del voto abertzale, las airosas expectativas de paz, la posibilidad de volver a votar a los que estaban ilegalizados, la suma de los restos de EA y de la escindida Alternatiba, el malestar por la crisis, el descontento hacia la política convencional e, incluso, la percepción de la nueva marca como algo estimulante en medio de la atonía general. Sí, puede que se trate de un triunfo espumoso, pasajero en cuanto al volumen de sufragios alcanzado. Puede. Pero nada como tocar poder para legitimar lo que parece transitorio y que adquiera visos de consolidación. En el caso de Bildu, eso significaría la experiencia inédita de extender a instituciones ‘mayores’ -sobre todo, la Diputación guipuzcoana- el gobierno que la izquierda aber-tzale ejerció en el pasado en el ámbito exclusivamente municipal.

De manera más o menos explícita y por distintos motivos, todos los competidores de la coalición han cuestionado tras el 22-M que la formación de Garitano, Urizar y Matute esté preparada para gobernar y se merezca, por ética y/o por programa político, hacerlo. Siguiendo esta tesis, si Bildu asumiera el mando, podría terminar estrellándose por bisoñez e incapacidad para responder al rigor y a la responsabilidad que demanda el ejercicio del poder. El problema es que, hoy por hoy, ni el PNV ni tampoco el PSE pueden asegurar que el riesgo para sus intereses de dejar gobernar a la coalición sea menor que si pactan para cerrarle el paso. Porque la izquierda abertzale podría aferrarse al victimismo tanto si se consuma un acuerdo de sus rivales para impedir que lidere las instituciones guipuzcoanas, como si éstos entorpecen desde la oposición su labor de gobierno. Y el efecto de ambas alternativas ante futuras citas electorales es impredecible.

La tempestuosa irrupción del nuevo abertzalismo de izquierdas obliga a elegir a las dos grandes tradiciones del país: primero, al nacionalismo de orden y gestión del PNV, ahora fuera de Ajuria Enea; y luego, al socialismo vasco que encabeza el Ejecutivo de Vitoria en la zozobra casi permanente. Dos años después de que López desbancara a Ibarretxe y a dos años vista de las autonómicas, las relaciones entre el PNV y el PSE están entreveradas de tanta desconfianza, de tanta rivalidad, que ello obstaculiza un acuerdo para dejar en una nueva cuarentena a Bildu, superada la ‘cuarentena judicial’. Esta dificultad previa ensancha el dilema que supone para los peneuvistas renunciar o no a un símbolo como la Diputación de Gipuzkoa, con el peligro añadido de quedar entrampados por el apoyo envenenado que está dispuesta a prestarles la coalición soberanista en Álava. Mientras que los socialistas, pasado el entretenimiento de la sucesión de Zapatero, pueden tener que enfrentarse al trago de ver al lehendakari obligado a recibir a un diputado general de Bildu. La misma Bildu a la que el Ejecutivo del PSOE denunció ante la justicia.

PD: La imagen del llanto contenido de Carme Chacón al anunciar que no competiría con Rubalcaba cierra, al menos por ahora, el círculo que abrió otra fotografía para la posteridad: la de ella misma, embarazada, pasando revista a las tropas como primera ministra de Defensa de la democracia española. La mirada llorosa de Chacón demuestra que aquel supuesto hito en la lucha por la paridad fue a beneficio, sobre todo, del presidente que la nombró.

Lourdes Pérez, EL DIARIO VASCO, 30/5/2011