La patria lejana

 

«La autodeterminación es un principio cargado con dinamita, capaz de levantar esperanzas que nunca podrán ser satisfechas y costará miles de vidas…» (1921) En realidad, costó millones de vidas

Título: ‘La patria lejana. Nacionalismo en el siglo XX’.
Autor: Juan Pablo Fusi
Editorial: Taurus.
Páginas: 408.
Precio: 21 euros.

El historiador Juan Pablo Fusi analiza en el nacionalismo como realidad histórica fundamental para comprender el siglo XX

«El nacionalismo no es un problema: es una realidad histórica». Con esta frase comienza Juan Pablo Fusi su último libro, un ambicioso estudio que recorre el siglo XX subrayando los principales acontecimientos en los que el nacionalismo, en sus múltiples vertientes, ha sido factor determinante. De las tres partes que componen este volumen, EL CORREO adelanta un pasaje de la primera, concretamente, el capítulo dedicado al ‘triunfo de la nacionalidad’ y la deriva violenta de un movimiento que vivió su apogeo a nivel mundial en los años de entreguerras.

El presente estudio ha sido escrito -decían en 1939 los autores de ‘Nationalism’, libro preparado por el prestigioso Royal Institute of International Affairs de Londres- porque el desarrollo contemporáneo del nacionalismo parece amenazar el futuro mismo de la civilización». Los autores, un grupo de expertos dirigidos por el historiador E. H. Carr, se referían sobre todo al nacionalismo de Estado, a los regímenes totalitarios de Mussolini y Hitler, formas extremas, efectivamente, del nacionalismo; podían haber añadido el militarismo japonés, un fascismo desde arriba. Pero advertían contra toda distinción entre nacionalismos. Su tesis era que, por la exaltación de la idea de nación y por su emocionalidad particularmente intensa como forma de sentimiento de grupo, el nacionalismo, aún asociado en el siglo XIX a lucha por la emancipación nacional, era por definición agresivo, y difícilmente compatible, por ello, con la libertad individual y la democracia liberal.

Retengamos, por ahora, lo esencial: en 1900 el nacionalismo era, como filosofía política, como emoción de masas, como organización (movimientos, partidos, asociaciones), una realidad social y política insoslayable; en 1939 era, en tanto que componente fundamental de regímenes fascistas y autoritarios, una amenaza para la civilización. En esa evolución las circunstancias históricas -las con- secuencias políticas y sociales de la I Guerra Mundial (1914-1918), los acuerdos de paz que de ella se derivaron, la gran depresión económica mundial que se extendió a partir de 1929- fueron ciertamente determinantes. La guerra propició, en efecto, el auge del fascismo y de la dictadura, la crisis del orden colonial y el fracaso de las nuevas naciones creadas en Europa en 1919, hechos fundamentales, como iremos viendo, e inseparables de la propia historia del nacionalismo.

(…)

La I Guerra Mundial supuso, pues, el triunfo de la nacionalidad, de la pequeña nación, del nacionalismo, si se quiere: «Wilson y muchos de quienes negociaron los tratados de paz -escribía en 1939 el ya mencionado E.H. Carr en ‘The Twenty Years Crisis, 1919-1939’- vieron en la autodeterminación nacional la clave para la paz mundial». Fue un error. Aún aplicada muy parcialmente, la autodeterminación contribuiría a hacer el mundo más inestable. El nuevo orden creado por la I Guerra Mundial nació en realidad bajo el signo de la inestabilidad y los conflictos. En París, las potencias europeas buscaron ante todo satisfacer sus propias reivindicaciones (Francia, recuperar Alsacia y Lorena; Italia, la Italia irredenta), apoyar a sus aliados en la guerra (serbios, rumanos, checos…) y no hacer un uso generalizado del principio de la autodeterminación. Éste se prestaba además a interpretaciones muy distintas, si no antagónicas. La idea de autogobierno no se aplicó ni a los pueblos colonizados, ni a muchas minorías internas de los nuevos países del centro y del este europeos, cuyo destino quedó, en el mejor de los casos, vagamente encomendado a la protección de la recién creada Sociedad de Naciones. El triunfo de la nacionalidad se produjo, de hecho, en las peores condiciones históricas posibles.

Las nuevas naciones del centro y este de Europa, especialmente, nacieron condicionadas por el doble peso de la herencia de la guerra (gravísimos daños materiales, fuerte endeudamiento exterior, inflación, inestabilidad monetaria, pago de reparaciones en el caso de los países derrotados, sostenimiento de ex combatientes, viudas y huérfanos, desempleo) y por las casi insalvables dificultades que los problemas de tipo étnico y los conflictos fronterizos plantearían en cada caso a la propia construcción nacional: el problema de la integración nacional, concretamente, iba a ser en todas y cada una de ellas, como tendremos ocasión de ver, formidable (tal fue la causa de que se pensara en la conveniencia de mantener como factor de estabilidad algunos pequeños estados multinacionales como Checoslovaquia y el reino yugoslavo).

El futuro de la región quedó hipotecado por el legado de la guerra. Polonia se vio de inmediato -de abril a octubre de 1920- implicada en una durísima guerra con la Rusia soviética y en una agria disputa con Lituania en torno a Vilna. En Hungría, el fin del imperio dio paso a una república democrática (noviembre de 1918-marzo de 1919) y ésta, a una revolución comunista (marzo-agosto de 1919), abortada por la intervención de unidades del ejército rumano en apoyo de las fuerzas contrarrevolucionarias del almirante Horthy, que entre 1920 y 1944 estableció una dictadura personal, un régimen autoritario, anti-semita y contrarrevolucionario, bajo la fórmula de una regencia de una monarquía que nunca restauró.

En Austria, constituida como república en 1920, los años 1919-1921 fueron años de crisis, de desmoralización colectiva, de inflación y hambre. El gobierno del canciller cristiano-social Ignaz Seipel hubo de apelar a la Sociedad de Naciones para negociar la concesión de un crédito internacional que financiase la reconstrucción del país: la economía austríaca quedó bajo control de un delegado de la SND desde octubre de 1922 a julio de 1926. En el Reino de los serbios, croatas y eslovenos -el nombre de Yugoslavia no se adoptó oficialmente hasta octubre de 1929-, los conflictos étnico-nacionalistas debidos sobre todo a la oposición croata a la constitución de 1921, estallaron pronto. En 1928, el principal dirigente croata, Stjepan Radic, sería asesinado en el propio parlamento nacional por un diputado serbio.

Además, el reconocimiento por los aliados del derecho a la autodeterminación de las nacionalidades centroeuropeas reforzó en todas partes las aspiraciones de los movimientos nacionalistas e independentistas. (…) En Gran Bretaña, coincidió con el resurgimiento del nacionalismo irlandés. En las elecciones de diciembre de 1918, el partido independendista Sinn Fein logró setenta y tres de los ciento siete escaños de Irlanda (frente a seis de los nacionalistas moderados y veintiséis de los unionistas protestantes del Ulster): el 21 de enero de 1919, los parlamentarios electos del Sinn Fein se constituyeron en Dublín en Parlamento irlandés y proclamaron la independencia de Irlanda. Disueltos el Parlamento irlandés y el Sinn Fein por las autoridades británicas y detenidos (o exiliados) sus principales dirigentes, Michael Collins reorganizó en la clandestinidad el Ejército Republicano Irlandés (IRA). No habría ya barricadas al estilo del levantamiento de Pascua de 1916: Collins inventó el terrorismo nacionalista. Bajo su dirección, el IRA desencadenó a partir de principios de 1920 una violentísima campaña de atentados terroristas contra objetivos ingleses, a la que la policía anglo-irlandesa y las fuerzas auxiliares reclutadas (entre ex combatientes) para reforzarla -los llamados ‘Black and Tans’ (Negros y Marrones), por el color de sus uniformes- respondieron con una durísima política de represalias que incluyó atentados y asesinatos igualmente brutales. Irlanda vivió dos años de virtual guerra abierta. El 21 de noviembre de 1920, el IRA asesinó en Dublín, a sangre fría, en sus casas, a once oficiales del ejército inglés. Como venganza, los ‘Black and Tans’ abrieron fuego contra el público que asistía a un encuentro de fútbol gaélico y mataron a doce personas; poco después, incendiaron el ayuntamiento de la localidad de Cork, uno de los enclaves sinnfeinieristas. Sólo en 1920, el IRA dio muerte a ciento setenta y seis policías y a cincuenta y cuatro militares ingleses y a otros doscientos veintitrés policías y noventa y cuatro militares en los seis primeros meses de 1921. Entre enero de 1919 y julio de 1921, la organización irlandesa y sus simpatizantes sufrieron setecientas cincuenta y dos bajas mortales.

A la vista de la situación y de la creciente oposición de la opinión inglesa a la guerra y a los métodos de los auxiliares, el gobierno británico, presidido por Lloyd George, aprobó en diciembre de 1920 una Ley del gobierno de Irlanda que dividía la isla en dos regiones autónomas, el Ulster o Irlanda del Norte (seis condados) e Irlanda del Sur (veintiséis condados), cada una con su propio parlamento -el del Sur, copado literalmente por el Sinn Fein en las elecciones regionales que tuvieron lugar en mayo de 1921 -y bajo la autoridad de un Consejo de Irlanda. Luego, el gobierno fue atrayendo a los líderes irlandeses (De Valera, Griffith, Collins), primero hacia una tregua, que se acordó en julio de 1921, y posteriormente, a la firma de un acuerdo definitivo, que, merced a la habilidad negociadora de Lloyd George y al pragmatismo de la delegación irlandesa, encabezada por Michael Collins, se suscribió el 6 de diciembre de 1921: Irlanda del Sur se convertía en el estado libre de Irlanda, con categoría de dominio, equiparable a Canadá, dentro de la Comunidad británica de Naciones. Irlanda del Norte, donde en las elecciones de mayo de 1921 se habían impuesto los unionistas bajo el liderazgo de James Craig, quedaba como región autónoma dentro de Gran Bretaña. El acuerdo tuvo, sin embargo, contrapartidas. El parlamento de Dublín aceptó el tratado, pero una parte del Sinn Fein, encabezada por De Varela, la rechazó. Collins, elegido primer ministro de la nueva Irlanda, fue asesinado en agosto de 1922: la guerra civil entre las dos facciones del Sinn Fein se prolongó hasta la primavera de 1923.

En 1921, el secretario de Estado norteamericano, Robert Lansing, tenía, por tanto, ya buenas razones para decir, como dijo, que la autodeterminación era un principio «cargado con dinamita»: «Levantará -añadió- esperanzas que nunca podrán ser satisfechas. Costará, me temo, miles de vidas…».

1/3/2003