La política, estúpido

EL CORREO 30/12/12
JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

Reivindicar la política frente a la economía significa dar cabida en el debate al concepto de alternativa y tener en cuenta la variante de la solidaridad.

Hace una veintena de años, cuando Bill Clinton se disponía a competir por la presidencia de Estados Unidos, su asesor electoral pronunció aquella famosa frase de «la economía, estúpido», para que quienes participaban en la campaña se centraran en lo que se juzgaba en aquel momento ineludible. El otro día, en su discurso de Navidad, el Rey Juan Carlos, al hilo de una reflexión sobre la complicada coyuntura que el país atraviesa, creyó, sin embargo, oportuno reivindicar que «no todo es economía». Algo ha cambiado, por tanto, en el transcurso de estas dos décadas para que las actitudes de estas dos destacadas personalidades públicas resulten tan contrastadas en relación con el mismo concepto, si es que del mismo concepto en realidad se trata.

El motivo más simple que a uno se le ocurre para explicar el cambio está, sin duda, en el hartazgo que nos ha producido a todos tener que escuchar día tras día, a lo largo de estos últimos cinco años, un discurso económico cuya inteligibilidad está fuera del alcance del común de los ciudadanos. Nada hay más irritante que escuchar todo el tiempo lo que uno no comprende.

De otro lado, tampoco resulta estimulante constatar que el discurso que se nos ha vendido estos años como el único posible en la nueva realidad global, además de ininteligible, se haya revelado vacío e inoperante. Para nada estamos mejor hoy, después de haberles dado la palabra a quienes decían saberlo todo y a todos nos tenían por tontos, que cuando su discurso supuestamente científico ocupaba un lugar menos destacado en el espacio público. Por el contrario, desde que la jerga pretenciosamente económica se ha adueñado del discurso político, las cosas han ido de mal en peor.

Y, en tercer lugar, ha venido a demostrarse –y quizá se encuentre en esto la auténtica razón del cambio– que el discurso que ha acaparado el espacio público no versa sobre lo que de verdad es la economía, sino que no pasa de ser una palabrería financiera que sólo quiere defender la rentabilidad del dinero ocioso y especulativo. En este sentido, aquello de «la economía, estúpido» y esto de «no todo es economía» quizá no representen actitudes tan contrastadas, sino que simplemente juegan con significados distintos del mismo concepto.

La economía, en su sentido etimológico de «gestión ordenada de la casa», sea ésta la familiar o la de toda la colectividad, ha ocupado siempre un lugar central en el espacio de la cosa pública. De ella no puede en absoluto desentenderse la política, como si entre ambas hubiera alguna incompatibilidad. Entre economía y política existe, por el contrario, tal relación de intimidad que se hace, por ejemplo, difícil de distinguir qué es ‘política económica’ y qué ‘economía política’. Sin embargo, cuando se afirma que «no todo es economía» y se reivindica, al mismo tiempo, la función que frente a ella debe ejercer la política, está queriéndose establecer entre las dos una relación que, por íntima e indisoluble que sea, no deja de tener un carácter jerárquico, en el sentido de que la política prevalece sobre la economía y la economía se somete a la política.

Es la política, en efecto, la que tiene la responsabilidad de regular la actividad económica y ordenarla hacia el bien común. En tal sentido, el «no todo es economía» viene a expresar, en el difícil momento en que nos encontramos, una especie de rebelión contra la tergiversación que se ha producido estos años en la relación entre ambas categorías, quedando la política supeditada a los intereses de la economía.

Reivindicar la política ‘frente a’ la economía equivale a dar cabida en el debate, frente al despotismo del ‘esto es lo que hay’ y del ‘lo tomas o lo dejas’, al concepto de alternativa y, frente a la tiranía de la eficacia a ultranza, a la variante de la solidaridad. Sin alternativa, se degrada directamente la democracia; sin solidaridad, se diluye la cohesión del sujeto político que la sustenta. Y, en estos años, tanto la una como la otra se han echado a faltar. La alternativa, porque ni el Gobierno la ha permitido por aplicar, en vez de la deliberación parlamentaria, el ‘ordeno y mando’ del decreto-ley ni la oposición la ha ejercido por limitarse a descalificar las medidas del Ejecutivo en vez de presentar las suyas propias. Y la solidaridad, porque se ha tratado de salvar la eficacia del sistema sin tener en la debida cuenta los intereses de los más vulnerables.

Por lo demás, cuando en el discurso navideño del Rey se hablaba de política, la referencia era a lo que se denomina «gran política» o «política con mayúsculas». Es, sin duda, la que en estos momentos se necesita. Tanto en el ámbito europeo como en el español, los problemas que cada nuevo día se nos plantean han dejado obsoletos los instrumentos con que el anterior contábamos para resolverlos.

La política no puede ser ya la aplicación de rutinas heredadas. Como dice Ulrich Beck, «hay momentos indicados para la pequeña política, para que se cumplan las reglas, y momentos para la gran política, para cambiar las reglas» (‘Una Europa alemana’, página 32). No sé si era esto en lo que el Rey pensaba cuando animó a «la política con mayúsculas», pero esto es sin duda lo que significa hacer «gran política» en los tiempos que corren.