La Propuesta

Aquí hay un Pueblo milenario guiado por profetas que anuncian la Salvación, con tal de que el pueblo muestre una decidida voluntad de ser salvado.

No le gusta que diga la gente que tiene un plan, el plan que para siempre llevará su nombre; lo que le gusta es hablar de la Propuesta, escrita así, con mayúscula, no se sabe bien por qué, quizá porque quiera elevar su estatura simbólica, convertirla en un mito, en un nuevo relato de salvación: si la Propuesta se cumple, si todos vienen a adorarla y rendirle pleitesía, si la celebran, Euskal Herria será salvo. Por eso, como ocurre con todos los mitos, su creador lo recita, en una fecha determinada, en ocasión solemne y con periodicidad anual, para que se renueve cada año la promesa que lleva en su entraña este relato de salvación, que es, también como en todo mito, un nuevo comienzo y a su vez un avance en el camino. Un año llevamos, dice el celebrante, en funciones de gran sacerdote, «recorriendo el camino de la esperanza». Y sin embargo, a pesar del largo trecho recorrido, la Propuesta es de nuevo un punto de partida a la par que una promesa. Inventada en septiembre de 2002, renovada en septiembre de 2003, se debatirá en septiembre de 2004, siempre ante la representación del Pueblo elegido.

Porque, como todo mito, también la Propuesta habla de y se dirige a un pueblo elegido, en la ocasión el Pueblo Vasco, sujeto inmemorial, que se diría eterno, aunque de límites territoriales precisos: habita cinco territorios, divididos entre dos Estados. ¿No son pueblo vasco, entonces, los vascos diseminados por el ancho mundo? Lo son, pero como diáspora, otra palabra de mítico sentido, cargada como viene de una esperanza milenaria: refundir lo disperso en la misma tierra prometida, la que mana leche y miel. Pueblo Vasco o Euskal Herria, dotado de una voluntad de ser a la que corresponde una capacidad de decidir. Sólo hace falta que vea el camino, que decida emprenderlo y que persista en su voluntad de llegar a la meta, superando todos los obstáculos que las fuerzas malignas oponen a su paso. En 2002 el mito se recitó como luz a la salida del túnel; en 2003 se recita como «cauce central», corriente imparable, que derrumbará todos los muros.

El lehendakari, como Moisés, ha visto también la zarza ardiendo y ha bajado del monte si no con diez mandamientos, sí con diez -exactamente diez- «consideraciones» de las que hace partícipe a su Pueblo Vasco y a todos los que deben limpiar de obstáculos el camino. No es posible repetirlas aquí por menudo, pero hay una que brilla con luz propia, pues interpela a lo más profundo de su Pueblo: «No hay dificultades jurídicas que no puedan superarse si existe voluntad política». Una máxima que conocen bien todos los visionarios, los que entienden la política como misión y causa de un pueblo llamado a grandes destinos, todos los nacionalismos e imperialismos que en nuestro mundo han sido. Basta la voluntad para arramblar con las «dificultades jurídicas». ¿No es eso lo que ha pregonado el mal llamado neoconservadurismo -en realidad, un totalitarismo imperial- de los Kagan y Wolfowitz, los Rumsfeld y Cheney, del Project for a New American Century que ha provocado la guerra de Irak? ¿No es eso, exactamente eso, lo que hay detrás de Mi lucha, de Hitler? ¿Qué valen, en efecto, las «dificultades jurídicas» ante la decidida voluntad de un Pueblo eterno que ha visto por fin el camino de su salvación? Nada, no valen nada.

Es una lastimosa pérdida de tiempo debatir si la Propuesta cabe o no dentro de la Constitución; si habría que reformar esto o lo otro para que cupiera en ella de modo que, sin irreparable quebranto del Estado, se satisficieran las aspiraciones de unos ciudadanos. La cuestión no se refiere a ciudadanos que defienden unos derechos o que aspiran a verlos reconocidos en un texto constitucional. La cuestión es que aquí hay un Pueblo milenario guiado por profetas que anuncian la Salvación, con tal de que el pueblo muestre una decidida voluntad de ser salvado. Mientras esa voluntad no alcance al pueblo todo entero, mientras los creyentes no erosionen, día a día, las voluntades de los descarriados que no celebran sus ritos ni sueñan con su tierra prometida, el lehendakari recitará una y otra vez el mito de la Propuesta, siempre renovando la esperanza por el camino recorrido, siempre más cerca de la tierra prometida, sacando cada año la cuenta de los obstáculos derribados por la fuerza del gran cauce central al que espera, con la esperanza que da la fe de los elegidos, que algún día venga a abrevar todo el rebaño.

Santos Juliá, EL PAÍS, 5/10/2003