Juan Carlos Viloria-El Correo

  • Una de tipo mediático, por lógica, debería hacer frente al poder desde el humor

No deja de ser chocante que un programa financiado por la televisión pública, es decir, por el Gobierno de turno, se presente ante los espectadores con el desafiante encabezamiento de ‘La revuelta’. Según el diccionario, equivale a revolución, motín, disturbio, riña, reyerta, pendencia. Revuelta ¿contra quién? ¿Contra qué? Contra el poder desde luego que no porque es quien paga. ¿Contra la oposición? Cualquiera sabe. En todo caso, estamos hablando de entretenimiento, de humor. Puede ser que la revuelta anunciada no sea ni una revolución, ni una subversión política, sino algo más ‘light’. Una revuelta formal. De modas. De costumbres. Un poco provocadora, pero no mucho. Una revuelta que se concreta, por ejemplo, en preguntar a los invitados sobre sexo y dinero no es revuelta, es algo agitador pero un poco cutre. Nada más. Una revuelta mediática, en buena lógica, debería hacer frente al poder a través del humor o la sátira. Debería ridiculizar las jerarquías, las corruptelas, la hipocresía, el abuso. Entre 1995 y 2008 en España se emitió, primero a través de Canal+ y más tarde en Cuatro, el programa ‘Las noticias del guiñol’. Una muestra de humor corrosivo en el que se mortificaba, ridiculizaba, satirizaba, a la clase política, preferentemente a la derecha. Aznar y Botella fueron algunos de sus personajes preferidos.

‘La revuelta’ tiene material de sobra con los Puigdemont, Llach, Koldos, Ábalos, Tellados, Cayetanas y Begoñas para zaherir a la clase política y despojar al poder de la solemnidad y el culto. Un programa como ‘La revuelta’ se entiende mejor por lo que no dice que por lo que exhibe. Porque un programa de entretenimiento, quieras que no, reproduce la ideología y las pautas de quien le paga. Sobre todo, si el que paga es el Gobierno. El entretenimiento ya desplaza a la información política y de actualidad en la conformación de la opinión pública. Tiene más audiencia y envuelve sus mensajes en códigos de humor o sátira, mucho más cómodos de asimilar que la ideología pura y dura. De la misma manera en que los viejos marxistas decían que el cine americano reproducía las lógicas dominantes de la cultura capitalista, hoy no se puede ignorar que el humor, el entretenimiento, el cine, son también instrumentos de penetración política.

En los años de la Transición nos abrasaban a proyecciones de cine leninista como ‘El acorazado Potemkim’ o ‘Alexander Nevski’, del cineasta ruso Eisenstein, en un ingenuo intento de compensar la avalancha de cine americano-capitalista. A día de hoy todo indica que el poder político entiende que las plataformas tecnológicas que no controla son productos que transmiten ideología de la derecha y la ultraderecha. De ahí el intento de neutralizar y contrapesar.