Rubén Amón-El Confidencial

Pedro Sánchez aspira a convertir la gestión de la crisis catalana en el estímulo de su victoria

Hubiera sido una decisión aberrante proclamar la sentencia de todas las sentencias en vísperas del 12 de octubre. Sostendrían los rapsodas del soberanismo que el Estado opresor celebraba las condenas de los sediciosos con un desfile militar al que podrían haberse incorporado rezagados y encadenados los herejes del ‘procés’, a semejanza de un auto de fe.

Ha evitado el Supremo el equívoco, pero tampoco podía retrasar más tiempo la sentencia una vez redactada y unánimemente consensuada. El escarmiento a Junqueras y los demás malhechores reviste un impacto difícil de calcular en las elecciones del 10-N, pero la influencia no es responsabilidad de los jueces. Es la provisionalidad de la agenda política la que distorsiona la separación de poderes. Tendría que haberse consumado ya una investidura en julio, pero Sánchez la ha trasladado a otoño porque aspira al sueño húmedo de una gran mayoría.

 Le desmienten los sondeos. Y amenazan su estrategia todas las variantes que podrían condicionar la holgura de la victoria: la irrupción contraproducente de Errejón, la crisis económica, el ritual necrófilo del caudillo y la sentencia del Tribunal Supremo.

¿Cuántos votantes de Ciudadanos, en cambio, regresarían ahora al social(posibil)ismo de Sánchez, tanto dentro como fuera de Cataluña?

La manera de gestionarla políticamente tanto representa una ventaja como un inconveniente, pero es el presidente del Gobierno quien ejerce de crupier y quien puede vanagloriarse de haber inducido el cambio de criterio de la Abogacía del Estado: de delito de rebelión, a delito de sedición. La sintonía de los jueces del Supremo al respecto concede a Sánchez la primera ventaja. Es mejor respetar una sentencia compartida que acatar un veredicto sujeto a discrepancias, de forma que el líder socialista nos hará pesar su clarividencia como rasgo preliminar de su escrúpulo institucional y de su pudor de estadista.

Será Sánchez más presidente, presidenciable y presidencialista que nunca. Y aplicará en primera persona el principio de autoridad y las medias extremas que puedan adoptarse —el 155, la ley de seguridad nacional— en caso de precipitarse un quilombo en las calles y en las instituciones de Cataluña. Pedro Sánchez el patriota ejercerá el paternalismo con las demás fuerzas constitucionalistas. Las tendrá sometidas a la lealtad y la responsabilidad de Estado que exige una eventual emergencia. Es él quien dirige la crisis. Quien define la agenda de Moncloa. Quien dispone del aparato de propaganda. Y quien inducirá sobre el electorado un ejercicio de amnesia para subordinar sus antiguas veleidades con el plurinacionalismo, los episodios de cortejo a Quim Torra y la empatía con ERC en las necesidades aritméticas de una mayoría parlamentaria.

Es la razón por la que los partidos soberanistas van a declararlo tóxico e ingrato. Un desencuentro que Sánchez pretende rentabilizar con el voto mesetario y que quiere cobrarse a expensas de Ciudadanos, aunque la táctica de Pedro el españolazo reviste dos problemas inquietantes: la reacción del PSC y los números que habilitan la investidura.

Sánchez necesitaba un estímulo para reanimar su campaña, un argumento para neutralizar la depresión de los sondeos

Para conseguirla, tendría que involucrar a los partidos constitucionalistas en una suerte de pacto de Estado que ahora se antoja remoto y desdibujado. Más concreta y específica es la reacción de Miquel Iceta. ¿Cuánto rechazo puede crear en el PSC un giro patriotero-autoritario? ¿Cuántos votantes pueden marcharse a los partidos de la ambigüedad (comunes, errejonismo, pablismo?) ¿Cuántos votantes de Ciudadanos, en cambio, regresarían ahora al social(posibil)ismo de Sánchez, tanto en Cataluña como fuera de Cataluña? ¿Cuánto va a capitalizar ERC los años de cárcel de Junqueras o cuánto expiará Puigdemont en las urnas su indecoroso destierro?

Las incógnitas definen una incertidumbre que involucra a millones de electores; que no existía hasta la sentencia del ‘procés’, y que adquiere ahora un valor determinante como si fuera el ‘aleph’ de la política española. Sánchez necesitaba un estímulo para reanimar su campaña, un argumento para neutralizar la depresión de los sondeos. Cataluña fue la tumba de Rajoy. Sánchez quiere convertirla, puestos a exhumar, en la superstición de su victoria.