La solución en Madrid

EDUARDO TEO URIARTE – 13/10/15

Eduardo Uriarte Romero
Eduardo Uriarte Romero

· Todo era una farsa, todo era ilegal, pero a muchos la preocupación nos sobrecogía ante el resultado que podían deparar las elecciones del 27 S en Cataluña. El hecho de que saliese de sus catacumbas tanto votante elevando la participación electoral da prueba de que dicha preocupación no era exclusiva de unos pocos. Y gracias a los que salieron a votar venciendo la presión ambiental que el nacionalismo ejerce respiramos algo tranquilos de momento.

Tal proceso de movilización y agitación nacionalista, encaminado a unas elecciones plebiscitarias, no se puede repetir en un país que se considera serio. No se debe consentir que con todo tipo de ventajas, con los recursos de todos los españoles, unilateralmente desde la Generalitat, el secesionismo catalán plante cara al Estado. No se puede volver a profundizar la crisis interna de ese Estado mediante la idiotez (desatención irresponsable de la política) de un izquierdismo en boga que identifica defensa de la legalidad con inmovilismo, y mediante el alborozo y alegría de unos medios de comunicación ante el espectáculo insólito que se ofrecía. Unos intentando capitalizar la crisis electoralmente, los otros, los medios, capitalizándola comercialmente.

Tampoco se puede permitir que el Gobierno haya mantenido una actitud tan pasiva dejando en manos de una ciudadanía muy desamparada la defensa del sistema. El resultado de tales disparates es que se llegara a dar un referendo de autodeterminación ilegal, ante la presión fáctica del nacionalismo y de la irresponsabilidad de los viejos partidos y del Gobierno, cuando en ningún país europeo hubiera sido aceptado por su carencia de garantías y marco legislativo para realizarlo. Tal esperpento, tal agresión a la convivencia, tal cúmulo de contradicciones internas, no se debieran repetir.

Que haya sucedido tiene que ver mucho con la osadía y temeridad del nacionalismo catalán, pero tanto o más con la debilidad política de un sistema que, por la pasividad de la derecha gobernante y de la actual demagogia socialista, clama por su regeneración. En momentos pasados de nuestra democracia esto no hubiera sucedido, no porque el nacionalismo catalán no estuviera al acecho para hacerlo, como lo estuvo el nacionalismo vasco, sino porque existía un núcleo constitucional, formado por el PSOE y la derecha, que daba estabilidad y fortaleza al sistema. ¡A Felipe le hubieran ido con estas!, entre otras razones porque tenía a un Fraga detrás. Ibarretxe se fue con la música a otra parte, y el PNV aprendió inmediatamente la lección, porque la respuesta que se dio al secesionismo vasco fue la de un bloque constitucional, conjunta, que aún entonces se sostenía aunque existieran ya síntomas importantes que anunciaban su liquidación. La solución del problema planteado por el nacionalismo catalán evidentemente está en la capacidad de diálogo y negociación, pero no con los nacionalistas, sino entre los que conformaron el núcleo constitucional con el fin de reconstruirlo. Sin este paso previo no existe solución.

El temerario paso hacia la secesión dado por el nacionalismo catalán, incluida su acomodada burguesía, es el síntoma más palpable de la debilidad, si no agonía, de un bipartidismo que arriesga llevarse con su fracaso todo el sistema.  Está visto, que ni aún con mayoría absoluta, aunque la haya desperdiciado Rajoy, si no existe un núcleo constitucional el sistema es muy débil, hasta el punto de que regiones sin reconocimiento alguno internacional ni amparo europeo osan por la temeraria aventura de la secesión.

Debilidad que se fue fraguando desde el momento en que los dos grandes partidos empezaron a usar cuestiones de estado como arma de erosión al adversario. Cuando  empezó a valer todo en la pugna entre el PSOE y el PP el sistema empezó a tambalearse, y fue definitivamente volado por Zapatero con la Ley de la Memoria Histórica, cargándose el encuentro de la Transición, la base originaria de nuestra convivencia política. Tras estas agresiones y voladuras, a la vez que se daban los acercamientos a los nacionalismos con el fin de alcanzar la Moncloa,  es muy difícil que los dos actores principales de nuestro sistema, PSOE y PP, puedan consensuar reformas que lo reconstruyan. Sólo la aparición en el juego  de un mediador ajeno a los dos viejos partido, como Ciudadanos, puede forzar a fraguar acuerdos, apartando a los partidos tradicionales de la dinámica destructiva en la que se empecinaron desde hace años. Pero ello depende del resultado que esta nueva formación obtenga en las elecciones generales.

La imposibilidad de entendimiento entre los dos viejos partidos, por grave que sean los retos a los que se tienen que enfrentar, resulta hoy evidente. Son bochornosas las interpelaciones parlamentarias de Sánchez a Rajoy en el pleno del Congreso, en las que tras manifestar un discurso propagandístico cuajado de demagogia, cuyas formas resultan de una agresividad tal que anulan el parlamentarismo, supone un comportamiento que invalida su repetida propuesta de reformas. ¿Reformas con quién?, ¿con Podemos?, porque es evidente que en ese clima no hay posibilidad de reformar nada con la derecha, sino de hundir el buque. Cualquier reforma exige un cierto nivel de diálogo y es evidente que tras la demonización de la derecha realizada a conciencia por el PSOE no se llega a ese destino, más bien a la reedición de un frente popular de aciaga memoria. Sin Ciudadanos protagonizando la necesidad de la reflexión y el encuentro no hay posibilidad de una reforma que rehabilite el sistema político.

Porque el mismo origen de Ciudadanos, como lo fuera el de UPyD, estaba en movimientos cívicos que reclamaban a los dos grandes partidos los acuerdos de estado necesarios, el conformar un bloque constitucional, que dieran estabilidad al sistema. Pero salvo en el caso del pacto antiterrorista, la ley de partidos, y el apoyo del PP al PSE para apartar el soberanismo de Ibarretxe de la escena política, la deriva hacia el aprovechamiento de los retos de una forma partidista y electoral, especialmente por el PSOE, deja muy mal apuntalado el marco político. Incluso puede afirmarse, dejando a un lado la gran limitación política demostrada por la derecha, que el PSOE se ha convertido en parte del problema de la inestabilidad, incluido el secesionismo.

Como no se dieron los acuerdos de estado que cimentaran la Constitución, y los pocos existentes se sabotearon, no le quedó más remedio al movimiento cívico que saltar en forma de partido a la arena política. Ahora le toca a Ciudadanos forjar los grandes acuerdos políticos, las reformas, que fortalezcan la estabilidad política española, ya que desde el movimiento cívico no se consiguió la respuesta necesaria.

Reforma para qué.

Partiendo de la premisa de que una mala constitución, incluso su inexistencia, puede pasar inadvertida si existe un encuentro entre partidos que garantice la continuidad política y defienda la convivencia en común, es necesario esbozar alguna consideración sobre su reforma, quizás innecesaria si la deriva de los partidos no hubiera sido la de tierra quemada. Las constituciones democráticas no fracasan, fracasan los partidos, pero llegados a este punto, y teniendo en cuenta la simbología liberal y progresista que toda constitución ha tenido en nuestro pasado no estaría mal inaugurar una renovación política en España junto a la renovación de su Carta Magna.

El problema secesionista catalán, tras la tregua del nacionalismo vasco, y ciertos devaneos de radicalismo localista por parte de otros territorios, debieran permitir observar la hipótesis de que la descentralización de nuestro sistema, de naturaleza federal, promueve la fuga del mismo de los territorios autónomos. Porque la descentralización territorial española carece de la otra característica consustancial al federalismo (quizás no observada por la gran influencia ideológica que supone las visiones nacionalistas) consistente en la coparticipación en el sistema, la gobernabilidad del sistema desde el conjunto de sus diferentes partes. La creación de una segunda cámara de origen federal (Senado en Estado Unidos o Bundesrat en Alemania con sus competencias) que coparticipe en la gobernabilidad del país y en el control de su descentralización es necesario si se desea realmente una organización federal.

No sólo de descentralización vive el federalismo, sin coparticipación, corresponsabilidad y lealtad de sus partes con el sistema éste tiende a la confederación y desde ésta a la secesión. Y tal como está organizada nuestra descentralización hemos dispuesto un sistema centrífugo,  virtualidad que ya adivinaron algunos nacionalistas cuando observaron la preferencia de UCD en la Transición por una descentralización de raíz tradicionalista sobre la federal. Pero en la actualidad, sin papel de la Corona en este puzzle autonómico como lo tuviera en el Antiguo Régimen, sin el conocimiento de los recursos que unas u otra autonomías disfrutan, con la creación o potenciación de élites  locales al socaire de la administración autonómica, dicho modelo tenía que acabar alentando la secesión. No tenía límite la descentralización, por eso no es adecuado el calificar en estricto sentido nuestra organización territorial como federal porque carece de una de las patas que le es fundamental.

Así como la reforma del Título Octavo de la Constitución es necesaria no es menor la búsqueda de una ley electoral más proporcional, donde cada voto tienda a valer lo mismo, delegando en el Senado la representación territorial y no, como ahora, cediéndola parcialmente también en el Congreso para disfrute de formaciones nacionalistas o regionalistas. Es necesario potenciar los partidos nacionales en su presencia en el Congreso, dotando de una cierta representatividad a los millones de votos que se pierden de los partidos nacionales minoritarios, y limitar la excesiva influencia que en el Congreso poseen los nacionalismos. Esa influencia debiera orientarse al Senado.

Pero probablemente lo que más urge es dar salida democrática, bajo control del Estado, a las posibles reivindicaciones secesionistas, evitando maniobras escandalosas como la recientemente vivida en Cataluña. Como indica el profesor López Basaguren, la pasividad sin respuesta de los gobiernos centrales ante las reivindicaciones separatistas no han hecho más que fortalecerlas con el tiempo, por lo que es preciso tomar el reto por los cuernos y encauzarlo con garantías legales y democráticas por el que tiene competencia para ello, que es el Estado. Sin embargo, para nadie que disponga de una cierta cultura europea republicana no le deja impasible, no le produce una cierta repugnancia,  el hecho de dar posibilidad legal de secesión a un territorio cuando sabemos que desde sus orígenes la democracia surgió para unir a los humanos por encima de sus tribus, que el internacionalismo era la gran utopía proletaria, y que el universalismo era la vocación de la revolución francesa. Sin embargo, no se puede responder con principios, o con pasividad, a lo que es una reivindicación popular por perjudicial que sea. Democracia obliga.

Es cierto que la solución canadiense al problema de secesión del Québec se plantea en un contexto político muy diferente al del continente europeo, pues el sistema canadiense fundamentalmente es, por herencia británica, deliberativo. Ello no contradice que posea una constitución (que como todas garantiza la unidad de la nación) que ha tenido que ser suspendida en su momento temporalmente para dar pie a la Ley de La Claridad, ley que  inicia el procedimiento para conocer si los quebequenses están a favor o en contra de la secesión. La puesta en marcha de tal iniciativa, no sin una seria pugna interna en el partido promotor, el liberal, ha tenido la capacidad de desactivar un movimiento nacionalista que parecía monopolizar eternamente  la situación política canadiense. Bastó que fuera el Estado el que dirigiera y pactara las condiciones plebiscitarias de la posible separación.

Por ello sería positivo que desde una disposición adicional en la reformada Constitución española se enunciara una ley semejante a la Ley de la Claridad canadiense, mediante la cual, con garantía suficiente, se pueda tratar la problemática de la secesión de un territorio si esta se promueve. Lo que no puede repetirse es una situación de facto, bajo la excusa de inexistencia de otro procedimiento, en la que se llama a participar a una parte de la nación a un referéndum para la secesión. Esta posibilidad debe se encauzada mediante la ley. Y, no por el contrario, fomentar aspectos punitivos de lo existente, que dudamos que vayan a aplicarse.

Pero, volviendo al principio, las soluciones no están en una negociación con el nacionalismo catalán sino en la negociación entre los partidos que aún sigan creyendo en la nación y en la Constitución española. Es decir, en Madrid.

Eduardo Uriarte.