La trituradora

Joseba Arregi, EL CORREO, 8/6/12

Todo junto y sin separación es igual a anulación de la memoria. Y el único resultado de una papilla como la que estamos preparando en la sociedad y en la política vasca para no molestar a los nacionalistas es una diarrea

Hay ocasiones en las que una palabra, una imagen se impone aunque sus contenidos no estén suficientemente claros desde el principio. Diríase que el secreto de la escritura radica precisamente en la capacidad de dar forma, de articular la fuerza que posee antes de la articulación y de la formulación la palabra, la imagen misma.

Hace algunas semanas que la idea, la imagen de la trituradora campea a sus anchas en los vericuetos de mis neuronas. Y dado que vivimos momentos de crisis político-económico-financiera, la tentación de aplicar la imagen de la trituradora a esta situación es muy fuerte. Casi todos los mensajes que recibe uno de los responsables políticos y de los comentaristas con bula parecen pasados por la trituradora: no queda nada de una idea fundamental, no queda nada de valores básicos, no aparece nada de una dirección hacia el futuro, no aparece ningún llamamiento a sacrificios basados en algo a conquistar, no se percibe nada que realmente merezca la pena, todo parece pasado por la trituradora que ha convertido todo, ideales, valores, futuro, sacrificios, fines, en papilla.

Pero, a pesar de la brutalidad de la crisis, la imagen me pide limitarme a la política vasca, a lo que sucede en Euskadi, un lugar en el que la crisis también golpea a pesar de los mecanismos institucionalizados de ocultamiento hacen creer que con menos fuerza que en otras partes, pero en la que tenemos otras crisis igualmente graves, o de una dimensión moral mucho mayor si quisiéramos verla, cosa que no queremos, y que constituye una primera concreción y articulación de la imagen de la trituradora.

Porque nuestra crisis propia, lo que más nos diferencia de otros, es la presencia durante tantos años de la violencia terrorista de ETA, la actuación de la población ante esa presencia, y lo que ahora tratamos de hacer con la herencia de todo ello: pasarlo por la trituradora, destrozarlo hasta la desfiguración, ahogarlo en una verborrea en la que, al final, todo está revuelto como en la mejor, o peor, papilla, en la que no se puede diferenciar ninguno de sus ingredientes.

La izquierda abertzale, en comunión de intereses con ETA, trata de definir el debate ocupando las palabras e imponiéndolas, con la ayuda inestimable de los profesionales de la comunicación, al conjunto de la sociedad. Los partidos políticos tratan de restaurar el valor de esas palabras dándoles su significado propio, pero quedan presos en general de la intención de quien las ha definido primero, y van siempre por detrás. Los comunicadores añaden posibilidades de definición que toman elementos de unos y de otros, y al final nadie sabe de lo que estamos hablando.

ETA y la izquierda nacionalista nos han obligado a hablar de los presos, y de lo que los presos deben o dejan de deber a no se sabe quién. Nos han impuesto la idea de que la memoria tiene que ser de todo, del franquismo –porque justifica su nacimiento y su ser–, de los GAL y de los abusos policiales –maldita la hora en la que a alguien se le ocurrió denominarlo violencia de motivación política, lo que descarga la conciencia, si la tienen, de los miembros de ETA y de Batasuna– y de la violencia de ETA, porque algo tienen que poner de su parte, pero sin que se note.

Porque todo junto se mezcla, se anula mutuamente, se explica o legitima en complicadas y complejas idas y venidas de justificación mutua, todo es lo mismo, aunque no se equipara, y la necesidad misma de introducir esta palabra significa que todo está turbio, confuso. Nada tiene significado en sí mismo, todo significado está esterilizado por la referencia mutua. Y todo porque es necesario conseguir la legitimación de los que, desde una posición de nacionalismo radical, no son capaces de condenar la historia de terror de ETA en cuanto tal, porque son ellos los que nos dan legitimación democrática a los demás.

¿Cuesta tanto trabajar la memoria de la Guerra Civil por su cuenta, incluyendo en ese trabajo que también fue civil en Euskadi, que no fue una guerra de buenos vascos contra malos españoles? ¿Cuesta tanto trabajar la memoria del franquismo por su cuenta, recordando lo que decía quien fuera arzobispo de París, cardenal Lustiger, con su frase de que los franceses nunca agradecerían lo suficiente a De Gaulle haberles hecho creíble la mentira de la Resistencia? ¿Y cuesta tanto dedicarle el trabajo necesario a la violencia terrorista de ETA, a sus víctimas primarias, los asesinados, a su silencio obligado a sangre y fuego, y a las consecuencias en las víctimas de los parientes y amigos de esas víctimas primarias, sin olvidar el daño al bien público principal de la vida en común, la libertad para vivir en paz?

No. Todo tiene que entrar en la trituradora, en el exprimidor para reducirlo en su significado a la nada, y producir una papilla en la que no se distingue nada de lo que inicialmente eran elementos separados. No hay memoria ni conocimiento sin discernimiento. Todo junto y sin separación es igual a anulación de la memoria y del desconocimiento. Y el único resultado de una papilla como la que estamos preparando en la sociedad y en la política vasca para no molestar a los nacionalistas es una diarrea, que en este caso es una diarrea moral que no tiene remedio.

Nunca he deseado tanto como en los últimos meses estar en condiciones de disponer de una gran cantidad de dinero para ponerlo en manos de asociaciones y fundaciones de víctimas del terrorismo para que pudieran poner en marcha, por su cuenta, un centro de la memoria de la violencia y el terror de ETA y de la memoria de los asesinados por ETA, para ofrecerlo a la sociedad vasca como el último servicio de los que fueron acallados para siempre.

Joseba Arregi, EL CORREO, 8/6/12