La utilidad de la violencia: el caso vasco

Como precio por el fin de la amenaza terrorista, los nacionalistas pretenden que se forme una «mesa de partidos» extraparlamentaria, en la que se plantee una nueva organización política para el País Vasco que consagre su hegemonía e impida cualquier ingerencia del Estado de Derecho. Confiemos en la reacción de la sociedad vasca y española en defensa de los principios constitucionales.

“La domesticación es el proceso mediante el cual las especies depredadoras han conseguido que las especies presa acaten su voluntad dócilmente.” (Michael SWANWICK, Atrapados en la prehistoria)
La intimidación ha sido un procedimiento de control político a lo largo de toda la historia humana. Para influir sobre los colectivos sociales, quien aspire al poder debe prometer a los individuos lo que apetecen o amenazarles con lo que temen. El primer método presenta dos problemas básicos: uno, que dentro de los deseos hay una notable diversidad en cuanto se va más allá de las necesidades elementales de alimento, cobijo y seguridad; dos, que incluso los más crédulos desconfían de que las autoridades sean capaces de satisfacer las apetencias multitudinarias sin serias contrapartidas… o de que vayan a seguir intentándolo pasado el periodo electoral. Estas objeciones no entorpecen, por el contrario, el segundo procedimiento, o sea el basado en inspirar miedo. En el campo de lo terrorífico reina una confortable unanimidad. Todos los temores humanos se reducen fundamentalmente a uno, el de la muerte. Los sufrimientos y la falta de libertades alarman en mayor o menor grado, pero la privación de la vida concita acuerdo en el universal escalofrío. Quien se hace dueño verosímil de la administración de la muerte conseguirá así la obediencia más o menos renuente de la mayoría de la población. Pero además este tipo de amenaza resulta especialmente creíble: se duda de la eficacia o de la buena voluntad del benefactor pero rara vez de la capacidad ejecutiva del asesino. Cuando se tiene la fuerza, es mucho más fácil liquidar al prójimo que garantizar su contento… El tirano y el terrorista hablan un lenguaje que todos comprenden: diezmar, es decir ejecutar a uno de cada diez, significa en todas las lengua someter a nueve.
En concreto el terrorismo es un fenómeno de la sociedad de masas, como los campos de exterminio. Ataca preferentemente a los miembros de la “muchedumbre solitaria” de Riesmann, a cualquiera de los que se afanan y difuminan en las rutinas del gran hormiguero. Ayer buscaba ante todo acabar con los grandes prebostes, con los dueños del poder y de la riqueza, como para demostrar a los amos del mundo que por alta que sea su posición siempre están al alcance de alguien desesperado por la ausencia real o supuesta de justicia: de un vengador temerario de la igualdad humana conculcada. Aunque no faltan hoy tampoco los magnicidas, en general la moda de los atentados prefiere la cantidad a la calidad. A las democracias consumistas, en las que todo el mundo tiene voto y la opinión pública es el partido político mayoritario, se las amedrenta mejor golpeando a ciegas en supermercados, discotecas o rascacielos de oficinas. En tales casos, según ha explicado García Márquez, la primera bomba que produce víctimas anónimas despierta universal indignación contra los asesinos y apoyo a quienes prometen castigarlos con mayor rigor; la segunda o quizá la tercera ya empiezan a suscitar quejas contra los que deberían garantizar la seguridad y no lo logran (primero se duda de su celo, luego de su competencia, después de su legitimidad); a la sexta o séptima gran número de voces exige tomar en consideración las reivindicaciones de los terroristas y acusa al gobierno de ciega intransigencia…
Por supuesto, esta deriva nada tiene que ver con que los criminales actúen por unos u otros motivos. El procedimiento de intimidación asesina siempre es abominable, pero las democracias sólo pueden defenderse eficazmente contra él estudiando las causas ideológicas y sociales que lo originan en cada caso: en el buen entendido de que explicar las raíces de un movimiento terrorista no implica la obligación de aceptarlo comprensivamente ni de excusarlo, mucho menos todavía comenzar a ceder frente a él. Lo que resulta absurdo es convertir al terrorismo en algo único e idéntico en todas partes, un rostro superlativo de Mal que se manifiesta agrediendo de formas múltiples contra el Bien representado por los diversos gobiernos y sistemas político-sociales establecidos. Creer que sólo existe el Terrorismo es como creer que sólo hay que combatir contra la Enfermedad, sin discriminar si ésta procede de una infección o de un mal régimen higiénico, si afecta a los pulmones, al hígado o a la vista. Siempre es malo estar enfermo, pero nadie se cura si se aplica en todos los casos la misma terapia de choque. Por mucho que uno esté convencido de que el procedimiento criminal que toma a la población civil como rehén para atacar a sus gobernantes es invariablemente infausto, despreciable y agrava los defectos reales que pretende combatir, es imposible aceptar que el término “terrorismo” pueda aplicarse de modo explicativamente unívoco y sin mayores averiguaciones en Palestina y en Córcega, en Chechenia y en Colombia, en Nueva York, en Irak, en Madrid, Londres o en el País Vasco. Hay terrorismos que se inspiran en la arrogancia fanática y otros que se aprovechan de la desesperación famélica; unos se rebelan contra leyes que los marginan y otros sacan partido oportunista de leyes que les conceden no sólo garantías sino incluso privilegios; en algunos lugares provienen de agravios históricos auténticos que algunos se niegan a olvidar mientras que los hay que aspiran a reeditar odios teológicos o étnicos atávicos para encubrir demasiado actuales ambiciones de poder. Etc, etc…
Violencia instrumental y violencia expresiva
Quizá la taxonomía más elemental pero no por ello la más desdeñable aconseje clasificar la violencia terrorista en dos grandes grupos: instrumental y expresiva. La primera responde a demandas más o menos concretas, a reivindicaciones políticas, incluso a exigencias económicas de corte mafioso; la segunda no utiliza el terror como medio sino como un fin en si mismo, por el que aspira a demostrar de modo tan espectacular como sangriento la grandeza admirable de la propia causa: ¡que tiemblen quienes aún no les toman suficientemente en serio! La violencia instrumental admite en algunos casos transacciones y regateo entre lo que se concede y lo que se niega (si es que se considera prudente o posible pagar algún tipo de precio para recobrar la tranquilidad sobresaltada): a veces, tras alguna reforma, es posible incorporar a los propios terroristas a la vida legal y civilizada. Después de todo, los que recurren al terror como mera herramienta están por lo común deseosos de obtener lo buscado y quieren renunciar a los riesgos de la clandestinidad. En cambio, quienes utilizan la violencia para expresarse y autoafirmarse se convierten en verdaderos adictos a ella: son, ay, insobornables. No hay peor criminal que el criminal desinteresado, el que mata para que advenga el Reino de los Justos que ya está próximo y que él no verá. Entre estos activistas se da con frecuencia el asesino suicida, el que se inmola gustoso con sus víctimas con tal de que éstas alcancen un número suficientemente alto. Es difícil combatir contra ellos porque quien no teme a la muerte se vuelve efectivamente invulnerable, el arma más perfecta y letal que cabe imaginar para amedrentar a la multitud dentro de la que se disimula. También es cierto que en muchas ocasiones, tras el idealismo fanático del activista, se encuentran astutos burócratas que lo mueven como un peón para obtener ventajas que en principio no confiesan: el golpe terrorífico no es rentable para el suicida que lo lleva a cabo pero seguro que tras su barbaridad hay al acecho algún instigador que no piensa en inmolarse sino en cobrar. Lenin decía que el terrorismo nihilista de su época era “un puño sin brazo”; y no cabe duda de que él estaba dispuesto a dotarlo del brazo rector imprescindible para que resultase útil a sus intereses…
El caso vasco
En el País Vasco, el terrorismo de ETA tiene características propias y bastante pintorescas. Para comenzar, nació bajo la dictadura franquista y gozó por ello de un cierto aura “democrática” (el malentendido que convertía todo lo antifranquista en democrático ha tardado décadas en disiparse, si es que se ha disipado plenamente) pero ha llevado a cabo la gran mayoría de sus atentados durante el período posterior a la dictadura: de hecho, su hostigamiento fue uno de los elementos desestabilizadores más serios a lo largo de toda la transición (llegó a haber más de cien víctimas anuales), abocó al país a un golpe de estado, retrasando las reformas necesarias en la policía y el ejército heredados del franquismo. En una palabra, desempeñó el papel objetivamente más reaccionario que pueda imaginarse cara a la incipiente democracia: pese a ello, merced a los meandros intelectuales misteriosos de cierto izquierdismo hispánico y europeo, ha seguido siendo considerado durante mucho tiempo un movimiento “progresista”. Hay que ser imbécil para considerar “resistencia antifascista” lo mismo a quien se resiste a una dictadura que quien se resiste a la instauración de la democracia, pero de tales respetables imbéciles está el mundo lleno… a las pruebas me remito.
Pero ¿acaso es que la incipiente democracia española había excluído a los nacionalistas vascos en su nuevo diseño constitucional o se había cebado vengativamente en los etarras que lucharon contra el franquismo? Todo lo contrario. Las exigencia políticas de los nacionalistas vascos –que, a diferencia de sus homólogos catalanes y en la más plena tradición antiliberal de su fundador Sabino Arana, se posicionaron contra el texto constitucional- fueron recogidas con generosidad (según algunas personas prudentes excesiva) en el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Vasca, a partir del cual los tres territorios históricos que la constituyen quedaban denominados “Euskadi” según criterio nacionalista, tenían como bandera la diseñada por Sabino Arana y como himno el buscado por el PNV, disfrutando de su propio parlamento autónomo y pleno control de su fiscalidad. Amén de dos cadenas de televisión y radio propias, competencias educativas amplísimas y por supuesto reconocimiento del euskera como lengua oficial junto al castellano de la comunidad. Desde las primeras elecciones autonómicas, en algún caso por cesión benévola de los socialistas, el PNV ha ocupado la lehendakaritza o presidencia del ejecutivo vasco, hasta el día de hoy. En lo tocante a los etarras, en el año 77 (es decir, el año antes de aprobarse la vigente Constitución) se proclamó una amnistía para todos los delitos de motivación política aunque incluyesen delitos de sangre (entre ellos, el asesinato del vicepresidente del gobierno franquista, almirante Carrero Blanco), lo que permitía la incorporación a la normalidad democrática de todos los antiguos terroristas. Muchos aprovecharon esta oportunidad, creo que única en la historia reciente europea, y abandonaron las armas, pasando a defender sus ideas políticas en el foro parlamentario. Y los demás… los demás reorganizaron ETA según pautas aún mas estrictamente mafiosas y siguieron atentando, extorsionando e intimidando con mayor denuedo aún que en tiempos de Franco.
Para imponer su dominio de terror sobre la población, los etarras en un principio se centraron en atentar contra militares y fuerzas de seguridad, pero luego ampliaron su menú potencial de víctimas a parlamentarios no nacionalistas, concejales, profesores, periodistas, empresarios (cuando se negaron a pagar el “impuesto revolucionario” que les exigen constantemente), médicos, cocineros y cualquier otro tipo de personas que les resultaran fácilmente eliminables, sin excluir mujeres embarazadas, niños y jubilados. Y ello tanto en el País Vasco como en el resto de España. No retrocedieron ni siquiera ante poner una bomba en unos grandes almacenes de un distrito obrero de Barcelona o enviar un coche-bomba al patio de una casa cuartel de la Guardia Civil en el que estaban jugando los hijos pequeños de los agentes. Los únicos que hasta hoy no han sido agredidos son los curas (aunque últimamente alguno se ha visto amenazado por no compartir el habitual tono nacionalista de los pronunciamientos oficiales de la Iglesia Vasca) y los propios políticos nacionalistas (aunque sí los miembros de la policía autónoma vasca, la Ertzaintza, y sus superiores).
La persecución de la oposición democrática
Pero como resulta que desde hace un cuarto de siglo los que gobiernan Euskadi son los nacionalistas, se da la paradoja de que el terrorismo en el País Vasco debe ser el único en un país democrático que atenta contra los gobernados y no contra los gobernantes. Son los ciudadanos y la oposición los que tienen mucho que temer, no los que efectivamente mandan: ocupar un puesto gubernamental no le convierte a uno en el País Vasco en blanco de los asesinos sino que más bien constituye un seguro de vida… En cuanto vemos por la calle de nuestras ciudades a alguien protegido por escolta policial, ya podemos estar seguros de que –a diferencia de en otros lugares- aquí no ostenta ningún cargo público. También se da otra diferencia relevante con situaciones de enfrentamiento armado entre comunidades diferentes, como por ejemplo es el caso de Irlanda (con el que ha sido frecuentemente comparado): en el País Vasco (salvo el episodio de terrorismo parapolicial de los GAL, por el que fueron juzgados y condenados varios funcionarios e incluso un ex ministro del Interior) sólo mata uno de los supuestos “bandos” en litigio. Y es que en realidad los nacionalistas y quienes no lo son –los llamados “españolistas”, es decir, los partidarios de la España constitucional-nunca han formado dos entidades sociales bien definidas y secularmente enfrentadas (como los católicos irlandeses y los protestantes británicos), sino todo lo más dos gajos de una naranja en la que hay también otras porciones que toman elementos de una y otra. Las posturas diversas frente a la identidad nacional han coexistido frecuentemente incluso dentro de una misma familia.
Tal es precisamente el mayor delito de la violencia terrorista: haber contribuido perversamente a “fabricar” dos comunidades opuestas no tanto por sus ideas sino por su seguridad civil en lo cotidiano. La de los amenazados de muerte y la de quienes son aceptados como “vascos viables” siempre que no colaboren ni apoyen a los otros, los apestados. Por eso la situación vasca no se parece realmente a la irlandesa sino más bien a la de la Alemania nazi. Según la fórmula acuñada por Ulrich Beck, podemos decir que la violencia del nacionalismo radical ha convertido “a los vecinos en judios”. El terrorismo se dedica a perseguir “extranjeros” e “invasores”, sí, pero extranjeros e invasores que han nacido, crecido, jugado y trabajado junto a los declarados “nativos”. La violencia no es la lucha entre facciones diferentes y opuestas, sino el modo más cruelmente inevitable de inventarlas. Lo ha formulado con agudeza Zygmunt Bauman (Intervista sull’identità, ed. Laterza): “Los aspirantes a víctimas no son temidos y odiados porque son diferentes, sino por no ser lo bastante diferentes, por el hecho de poder accesiblemente mezclarse entre la multitud. Es necesaria la violencia para convertirlos en espectacularmente, indudablemente, vistosamente diferentes”. Es la amenaza del terror la que zanja y separa diacríticamente dentro del rebaño a las ovejas sanas de las que padecen la sarna ideológica: y se recomienda a las demás no acercárseles ni social, ni política ni culturalmente para evitar el contagio. Los nazis hablaron de un “problema judío” (para el que instrumentaron una atroz “solución final”) pero la verdad es que los judíos no eran un problema y el único problema para los judíos resultaba ser la ideología nazi, empeñada en “problematizarlos” persecutoriamente. Del mismo modo, el mayor problema vasco y lo que dificulta cualquier solución para él que no sea necesariamente criminal o de rendición ante los criminales es que no hay tal “problema vasco” salvo en el planteamiento nacionalista radical.
La utilidad de la violencia
Tras cada atentado terrorista, siempre hay buenas almas que han hablado de la “inutilidad” de la violencia. Pues bien, de la violencia puede decirse cualquier cosa menos que resulte inútil. Es por el contrario tan útil que no hay más remedio que prohibirla a los particulares (y conceder bajo estricta regulación su monopolio al Estado), porque si no todo el mundo estaría tentado de recurrir a ella. En el País Vasco, el terror sanguinario promovido por ETA y la parte de la sociedad civil que comparte su ideología totalitaria ha sido muy rentable: ha logrado, al menos en parte, domesticar a la sociedad, acallando las voces disidentes y convirtiendo en murmullo lo que debería ser un clamor de rebelión contra el régimen excluyente que pretenden imponer. Lo más vergonzoso de todo es que se ha llegado a convertir la rebelión de las víctimas en “provocación” y “crispación social”, aprovechando la manipulación de los medios por ciertos informadores e intelectuales supuestamente “progresistas”. Con la colaboración directa o indirecta, la pasividad al menos, del gobierno nacionalista (que siempre ha condenado la violencia pero ha procurado distinguir a los violentos como parte de los “suyos” y nunca ha renunciado a aprovechar las ventajas que la intimidación de la sociedad ofrece a sus ideas), el terrorismo etarra ha resultado rentable a muchos en el País Vasco. Merced a él han podido florecer plantas carnívoras como el llamado “plan Ibarretxe” y fenómenos de teratología política adyacentes, destinados a establecer quienes son vascos optimo iure y quienes son españoles o, aún peor, “españolistas”. Pero gracias precisamente a que en España existe un Estado de Derecho que protege a los ciudadanos vascos no nacionalistas y no permite que sean plenamente “judaizados”, gracias a medidas políticas como el pacto Anti-Terrorista entre PSOE y PP, gracias a la Ley de Partidos que impide el amparo de corporaciones políticas a la violencia (¡con financiamiento público!), gracias a la energía judicial de algunos magistrados que se niegan a dejarse atemorizar o sobornar con halagos o amenazas, gracias a la cada vez mayor eficacia policial y a la colaboración entre las fuerzas de seguridad españolas y francesas, la violencia predatoria y domesticadora está llegando a su probable fin. Paradójicamente, también Al Qaeda ha contribuido al final de ETA. Desde el atentado de Madrid del 11 de marzo del 2004, ETA ha renunciado a intentar atentados mortales (aunque ha continuado con actividades de extorsión a empresarios, etc…). El 22 de marzo de este año ha declarado un “alto el fuego permanente”, una muestra de su impotencia actual que intenta rentabilizar políticamente obteniendo la legalización de su brazo político Batasuna y otras concesiones.
El momento actual en España es especialmente delicado. Como precio a pagar por el fin de la amenaza terrorista, los nacionalistas (tanto los “moderados” como los “radicales”) intentan conseguir que se forme una “mesa de partidos” extraparlamentaria, en la que se encuentre la ilegalizada Batasuna (es decir, la propia ETA) y en la que se plantee una nueva organización política para el País Vasco que consagre la hegemonía nacionalista e impida cualquier ingerencia del Estado de Derecho español en esa parte del territorio nacional. Esperemos que la reacción de la sociedad vasca y española en defensa de los principios constitucionales y los derechos humanos en ellos inscritos no ceda ante esta imposición, que pretende conseguir como premio por el final de la violencia lo que no pudo lograr conquistar por medio de ella. El problema del País Vasco no es de “paz”, porque no ha habido ninguna guerra entre dos comunidades sino el intento de avasallamiento totalitario de unos ciudadanos por otros. Lo que hay que conseguir es la libertad para todos, sin coacciones y amenazas, es decir, la plena vigencia del orden constitucional más allá de la violencia. Después, cuando todos los grupos y opciones políticas puedan ser escuchados en igualdad de condiciones, se podrá pensar si una mayoría lo requiere en la modificación de la autonomía vasca a partir de las normas constitucionales, sea para ampliarla… o para restringirla. El alto el fuego de ETA es un primer paso hacia la normalización política pero aún no definitivo: aún falta mucho para que caiga felizmente el telón y comience en el País Vasco la auténtica normalidad democrática.

Fernando Savater, BASTAYA.ORG, 29/9/2006