La victoria de la dignidad

ABC 04/10/16
RAMÓN PÉREZ-MAURA

· No hará falta explayarse respecto a dónde ha quedado el antaño inmaculado prestigio de la Corona española ante un pueblo que votó en contra de lo que el Rey Juan Carlos fue a hacer allí. ¿Nadie va a asumir la responsabilidad de haber involucrado a la Monarquía en tamaña sinrazón?

EXISTEN pocas estupideces mayores que la de hacerse trampas al solitario. Y medio Occidente se empeñó en hacérselas durante las últimas cinco semanas a pesar de la evidencia de que el presidente Juan Manuel Santos mentía al mundo al hablarle de un acuerdo de paz para Colombia en el que las FARC pedían perdón, lo que no han hecho en ningún momento. Lo han «ofrecido», que es lo contrario de «pedir». Un acuerdo que supuestamente implicaba la vuelta a la guerra si triunfaba el «no» en el plebiscito del pasado domingo. Como estamos viendo, todo era una infamia.

En un diario madrileño que ha recibido cientos de miles de euros de una fundación de la familia Santos por promover el «sí» en el plebiscito –con la objetividad que eso aporta a su información–, un periodista decía el pasado 25 de septiembre que si los colombianos «votan que “no”, cuatro años de negociaciones se irán a la basura y de vuelta a los asesinatos y los secuestros, al terror y a los enfrentamientos militares». Pues bien, como era perfectamente previsible, los jefes terroristas de las FARC que están en Cuba sorbiendo roncito y fumando exquisitos habanos ya han dejado claro después de la victoria del «no» que no piensan volver a la selva, donde se vive fatal. Ellos casi mejor se quedan en Cuba y a ver si encuentran otra forma de sacarle algo a los colombianos de bien.

Santos pactó una paz en la que los asesinos con crímenes de lesa humanidad se iban a librar de cumplir un solo día de cárcel, iban a poder conservar las ingentes cantidades de dinero acumuladas por el que es, hoy, el segundo mayor cartel mundial del narcotráfico, e iban a conseguir, sin disputarlas, diez curules en el Parlamento colombiano y otras 16 asignadas a regiones en las que su control es absoluto. 26 escaños reservados directamente para las FARC. Y nos contaron que eso era una concesión necesaria y buena porque no iban a matar más. También se nos explicó que las 279 páginas del acuerdo de La Habana, pergeñado por el comunista madrileño Enrique Santiago, con despacho en el muy obrero barrio de Salamanca, se incorporaban a la Constitución colombiana sin posibilidad de ser enmendadas jamás. Para encontrar un caso semejante tuve que irme a la Constitución de Arabia Saudí, en la que se integra en su totalidad el Corán y éste –como cabe suponer– tampoco es enmendable. El acuerdo de La Habana tenía idéntica sacralidad.

Al grito espurio de «¡paz o guerra!», Santos vendió humo por todo el mundo y casi todos se lo fueron comprando. Sirva como ejemplo España, cuyo ministro de Asuntos Exteriores cayó rendido ante el presidente colombiano. Consiguió primero que el Congreso de los Diputados completara una de sus más aciagas jornadas el 31 de agosto, cuando no sólo no eligió presidente del Gobierno, sino que además respaldó por unanimidad el engendro de acuerdo que jamás hubiéramos aceptado en España. Como preguntó Andrés Pastrana a Felipe González: «¿Tú aceptarías que la ETA nombrase la mitad de los jueces del tribunal que te va a juzgar?». Pues eso iba a pasar en Colombia a todos los presidentes que lucharon limpiamente, con la ley en la mano, contra los terroristas de las FARC. Y el Congreso de los Diputados lo respaldó ¡por aclamación!

Y una vez que Santa Cruz tomó impulso, ya no pudo contenerse y se empeñó en que la Corona española quedara también manchada con este episodio deplorable. Y fue Don Juan Carlos el escogido para ir a una ceremonia presidida por ese hombre de bien y estadista ejemplar, Raúl Castro, que tuvo sentado a su derecha al presidente Santos y a su izquierda al terrorista Timochenko. Y en la foto, entre Castro y Timochenko, un poco más atrás, cual monaguillo, el Rey Juan Carlos. Por primera vez el Rey de España (todo lo emérito que se quiera) era enviado a participar en un acto electoral. Aquel montaje seis días antes de que los colombianos fuéramos a las urnas era un acto de campaña para recabar votos para el «sí». Había otros jefes de Estado, es cierto. Pero todos ellos son políticos que se han pasado la vida haciendo campañas electorales. El Rey de España no la ha hecho nunca. Hasta que Margallo le puso a hacerla la semana pasada. No hará falta explayarse respecto a dónde ha quedado el antaño inmaculado prestigio de la Corona española ante un pueblo que votó en contra de lo que el Rey Juan Carlos fue a hacer allí. ¿Nadie va a asumir la responsabilidad de haber involucrado a la Monarquía en tamaña sinrazón?

Este plebiscito ha servido para demostrar uno de los graves defectos de la democracia colombiana. La opción del «no» que ganó con el 50,21 por ciento de los votos, y poco más de 60.000 sufragios sobre el «sí», no contó con casi ningún respaldo mediático. Sólo el grupo RCN de radio y televisión ha tenido alguna de sus emisoras respaldando editorialmente esa postura. Lo que le ha costado al grupo Ardila una persecución más propia de una dictadura, por cierto. El resto de los medios han dado un apoyo unánime al «sí», respaldo generosamente compensado con una pauta publicitaria oficial desbordante. Y, aún con todo, los colombianos demostraron su madurez ignorando televisiones, radios y prensa escrita y votando con sus propios razonamientos.

El 22 de junio de 1998 publiqué en esta página un artículo titulado «La victoria de la dignidad» en el que contaba cómo Andrés Pastrana había sido elegido dos días antes presidente de Colombia en sustitución de un Ernesto Samper que le había derrotado cuatro años antes financiando su campaña con el dinero del Cartel de Cali. Durante cuatro años Pastrana sufrió invectivas inimaginables de Samper y su gente. Y el pueblo colombiano lo recompensó con la Presidencia. Dieciocho años después, el Andrés Pastrana que casi se dejó la vida intentando hacer la paz con las FARC supo que no podía aceptar esta falsa paz de Santos. Cuánto más fácil hubiera sido para él subirse al carro del «sí». Y sin duda hubiera sumado muchos más de 60.000 votos a esa opción. Pero con su antaño enemigo político Álvaro Uribe, con su ordenador personal y tres amigos se lanzó a hacer una campaña por el «no», en la que no le seguía ni la dirección de su Partido Conservador. Una campaña contra la rendición ante el gran cartel de la droga que son las FARC. Y una vez más, ha logrado la victoria de la dignidad.