La vigilia

ABC 26/03/14
DAVID GISTAU

· La emoción ha podado la memoria, le ha dado una forma idealizada, y de ahí ha emergido un arquetipo destilado y perfecto, sobrehumano

PASADA la medianoche, en los Pasos Perdidos había un intenso olor a flores. En la estancia contigua, entre todas las que fueron usadas por la mañana, estaba la butaca como de tacón alto que le han construido al Rey para aliviar sus molestias cuando debe permanecer sentado. Casi le hago una fotografía, como a la silla de Carlos, conservada en Yuste, que fue diseñada para mitigar los dolores provocados por la gota. El atrezo de la historia. Algunos periodistas rezagados nos dejamos guiar por Ignacio González Galán hasta las tripas del Parlamento para practicar turismo adolfista en los santos lugares. Los impactos de bala en el Hemiciclo, que estaba vacío e inspiraba una malévola tentación de usurpar el escaño presidencial y empezar a destituir ministros. La mesa con la que los golpistas se proponían encender un fuego si les cortaban la luz. El punto exacto en el que Gutiérrez Mellado soportó los empellones sin inmutarse ni cuando el primer disparo sonó junto a su oreja. El cuarto, destinado a las taquígrafas, en el que se encerraron Tejero y Suárez para mantener su célebre discusión.

De la calle llegaba la noticia de que la cola no remitía, sino que necesitaría toda la noche para consumirse. Por eso, los ujieres apremiaban a los visitantes, que a veces no tenían tiempo ni de persignarse. La familia de Suárez, incluidos los más pequeños, había decidido permanecer allí pese al agotamiento mientras quedara una persona por pasar. Suárez Illana contó que suele dar a leer a sus hijos los discursos de su padre, ya que la enfermedad impidió que aprendieran de él. También permaneció el torero Padilla, emocionante en su amistad, en su querer estar. Por su parte, el presidente Posada movilizó el Parlamento para la vigilia: «Si los ciudadanos aguantan, el Congreso aguanta». Celia Villalobos, apostada en la puerta, saludó personalmente a cada uno de los que entraron. Debió de terminar con brazo de tenista: entre veinte y treinta saludos por minuto.

A la gente que entraba se le encendía el rostro. Por la solemnidad, por la belleza del salón, por las flores, por la luz tamizada, algo espectral, por el féretro. Había una emoción contagiada por ósmosis que alentaba penas propias de quien ha perdido un afecto personal. Adolfo Suárez consagraba su deificación, como el Divus Iulius que salió de la pira funeraria de César en el Foro. Miles de españoles, embriagados por esa misma emoción que nos obliga a comprar todos los discos del cantante recién fallecido, han decidido trascender su desencanto, su hastío, creando la figura de un ser taumatúrgico, cuya vigilancia abrumará la política cotidiana durante mucho tiempo. La emoción ha podado la memoria, le ha dado una forma idealizada, y de ahí ha emergido un arquetipo destilado y perfecto, sobrehumano. Un sanador de multitudes por imposición de manos. «Queremos políticos así», dicen, como en una espera mesiánica recién inaugurada. «Queremos que la política de ahora sea como la de entonces», dicen, sin reparar siquiera en que la política parlamentaria de entonces era aún más agresiva que la de ahora y estaba más envenenada de intrigas e invectivas.

Por la mañana, cuando el féretro estaba ya depositado sobre el arcón, y sonó el himno, uno pensó que estos días suaristas habrán servido, además de para vindicar a una generación, para devolver sentido de pertenencia al país en una época en la que todos los españoles, mortificados, parecían buscar un plan de fuga. Quedarse. Creer. Hacerlo de nuevo, como si también para nosotros el futuro estuviera por delante.