El Correo- INÉS GAVIRIA

Recordar los nombres y las historias de las víctimas del terrorismo no es solo un deber ético y político, sino también una manera de prevenir la radicalización violenta

El 7 de marzo de 1971 el FAC (Front d’Alliberament Catalá) asesinó en Barcelona al guardia civil Dionisio Medina Serrano. Dionisio se dirigía a su domicilio tras finalizar la jornada de trabajo cuando, al pasar junto a la Agencia de Recaudación de la Diputación Provincial de Barcelona, una explosión de gran potencia causó su muerte en el acto. Estaba casado y tenía una hija. Fue la primera víctima del terrorismo en Cataluña. Otras 113 han muerto desde entonces en la comunidad debido a la actividad criminal de nueve grupos terroristas de distinto origen e inspiración. Daesh, ETA, Terra Lliure, GRAPO y FRAP son algunos de ellos. Atentados como el de Hipercor (1987), el de la casa cuartel de la Guardia Civil de Vic (1991) o los de Daesh del 17 y 18 de agosto de 2017 figuran entre algunos de los más crueles que se han perpetrado en España. Estremece pensar cuántas vidas ha destrozado y cuánto dolor ha causado el terrorismo en Cataluña.

También es inquietante constatar que, a pesar de ser una de las regiones más afectadas por el terrorismo en España, las víctimas en Cataluña se quejan de haberse sentido abandonadas social e institucionalmente. Es una triste paradoja. El 26 de agosto del año pasado se celebró una gran manifestación antiterrorista en el centro de Barcelona con el objetivo de condenar los atentados de Las Ramblas y Cambrils. Sin embargo, la concentración quedó empañada por los mensajes nacionalistas. Faltaron gritos más claros de condena y deslegitimación del terrorismo. Abundaron, en cambio, abucheos al Rey Felipe VI y a Mariano Rajoy, se prodigaron las ‘esteladas’ y la convocatoria acabó hipotecada por las aspiraciones del nacionalismo. Aquella marcha, que debería haber proporcionado a los catalanes un denominador común para su futuro, fue el anticipo del tramo más conflictivo del proceso independentista catalán, cuya culminación se produjo un mes más tarde con el referéndum del 1 de octubre. En ese escenario de división y de enfrentamiento faltó la unidad necesaria para que las víctimas del terrorismo se sintiesen respaldadas. Los ecos de los atentados se difuminaron rápidamente, excepto para las víctimas.

El convulso clima político que se vive en Cataluña se ha convertido en una sombra que acompaña a muchos de los actos institucionales en memoria de las víctimas del terrorismo. El 19 de junio de 2017, en el 30º aniversario del atentado de Hipercor, el entonces presidente catalán Carles Puigdemont animó a los miembros de la Comisión Jurídica Asesora de la Generalitat a «persistir» en el proceso soberanista catalán, citando incluso el ejemplo de la «persistencia» que había habido en el combate contra ETA. Este año, el presidente de la Generalitat, Quim Torra, y el del Parlament, Roger Torrent, han eludido el acto del 31º aniversario en conmemoración las víctimas de Hipercor para acudir a actos políticos de carácter independentista que también había ese día en la capital catalana.

En el marco del primer aniversario de los atentados de Barcelona y Cambrils, la atmósfera que se respira en Cataluña no parece que vaya a reconfortar a las víctimas. El debate público en torno al desplante de Quim Torra al Rey Felipe VI ha relegado a un segundo plano otras cuestiones relevantes que también están saliendo a la luz estos días: el análisis de los ataques y las razones que dieron lugar a ellos, los errores que se cometieron al prevenirlos o al gestionarlos y las posibles medidas para evitarlos en el futuro. Es significativo que algunas víctimas hayan decidido desmarcarse de la ceremonia diseñada por el Ayuntamiento de Barcelona para la mañana del 17 de agosto. Resulta muy necesaria una reflexión colectiva sobre por qué algunas víctimas prefieren no ser homenajeadas. Tal vez teman volver a ser las grandes olvidadas de un acto convocado en su nombre.

Países como Francia, Reino Unido o Alemania, cuando han sido golpeados por el terrorismo yihadista, han sabido contagiar su solidaridad con las víctimas y demostrar cohesión y concordia por encima de cualquier diferencia. En España se han visto algunas actitudes sensatas en el marco del aniversario de los atentados, como el llamamiento de Sociedad Civil Catalana para que el homenaje se realice en silencio y sin símbolos políticos, o que incluso Òmnium Cultural haya evitado pronunciarse sobre la polémica de Quim Torra con el Rey. Sin embargo, parece que a algunos representantes políticos les queda mucho camino por recorrer para estar a la altura de las circunstancias. La unidad, la seguridad de todos los ciudadanos y el apoyo a las víctimas en los momentos más adversos deberían ser la prioridad, por encima de cualquier rivalidad y antagonismo político. En un país tan castigado por el terrorismo de distintos signos como es España, ésta es una lección muy importante que todavía nos queda por aprender.

El terrorismo sabe aprovechar cualquier atisbo de debilidad democrática: una sociedad desunida es un terreno propicio para extender más y mejor su amenaza. No es casual que Cataluña sea la región más vulnerable a la radicalización yihadista en España. En la batalla contra el terrorismo –que no es solo policial, sino también ideológica– es fundamental proteger y apoyar a las víctimas. Recordar sus nombres y sus historias no es solo un deber ético y político, sino también una manera de prevenir la radicalización violenta. Las víctimas son una pieza estructural fundamental de la lucha contra el terrorismo porque contrarrestan el discurso de odio que propagan los asesinos. Historias como la de Pau Pérez Villán –asesinado en Barcelona el 17 de agosto de 2017–, a quien sus allegados describen como «una persona muy activa, solidaria y muy integrada en la vida asociativa de Villafranca (su localidad)», deben ser recordadas. Ojalá este 17 de agosto no se convierta en otro episodio indigno para las víctimas del terrorismo en Cataluña.