Lecciones sobre dignidad

Ángeles Escrivá, EL MUNDO, 18/8/12

El etarra Uribetxeberria Bolinaga se descolgó el jueves con una declaración cínica y taimada a partes iguales. Algo rebuscado pero perfectamente posible teniendo en cuenta quién es el personaje. Debió de ponerse el dorso de la mano en la frente y mirando a lontananza les dijo a los suyos, al borde del melodrama, como sólo saben hacerlo los etarras : «Salga como salga del hospital», que nadie haga locuras, porque «sólo pido dignidad».

Pero no fue ésta sólo una intervención al borde de la parodia. Fue algo más. Bolinaga, –Bol, según la sílaba gracias a la cual la Guardia Civil dio con él– estaba pretendiendo equipararse, perversamente, con Ortega Lara, la persona a la que éste sujeto secuestró, torturó, sometió al frío y al hambre durante 532 días en un ataúd de tierra de menos de cuatro metros del que no salió ni un solo minuto y a la que había condenado a morir. Y que fue rescatado consumido, con el mismo aspecto que presentaban los supervivientes de los campos de concentración, como no podía ser de otro modo después de superar una prueba que hasta el más corajudo hubiera fallado tras sufrirla un par de meses.

El jueves Bolinaga se hizo pues la víctima queriendo hacer pasar los estragos del cáncer por la consecuencia de las torturas y pretendió comparar aquel enterramiento, metáfora de la más genuína esencia de ETA, con el sistema penitenciario de un Estado democrático. En la misma línea político-argumental de EH Bildu. Aunque tuvo buen cuidado en solapar todo eso bajo un aura pacificadora con la que quiso garantizarse su salida, no fuese que la administración penitenciaria decidiese no soltarle por un desahogo. Está claro que le dio resultado.

Días antes de ser liberado, Orte- ga Lara, que llevaba ya casi dos años sobreviviendo sin luz, haciendo sus necesidades en una bolsa, sin poder lavarse, casi sin comer, durmiendo sobre unos plásticos en el suelo, sin saber nada de sus seres queridos y consciente de que en cualquier momento unos tipos que no tenían dimensión moral alguna podían entrar y pegarle un tiro, empezó a experimentar un extraño e injusto sentimiento de culpa por lo que le había ocurrido.

Desde el principio de su cautiverio había decidido hacer algún tipo de ejercicio y establecer alguna rutina diaria. Hombre religioso, convirtió sus rezos a María Auxiliadora en su soporte moral e, inevitablemente, encontró reconfortante acordarse, hasta el más mínimo detalle, de las cosas que había hecho con su familia. «Meditaba sobre las cosas que había hecho bien, sobre otras cosas en las que me había equivocado y que me habría gustado poder corregir. Al final, siempre llegaba a la conclusión de que, al menos, había disfrutado de unos años de felicidad que otras personas nunca tuvieron. Podía considerarme afortunado por lo que había vivido», recordó una vez fuera.

Pero la fortaleza inicial se fue transformando en frustración. La «soledad, el dolor físico y mental, el tiempo transcurrido minaron mi resistencia hasta el punto en el que deseas desaparecer antes de convertirte en un guiñapo irreconocible… Busqué la serenidad de ánimo y la paz necesarias para asumir el final… Era por tanto el momento de irse en silencio y con la dignidad de persona intacta». Sin bajezas, sin subterfugios, como hombre con conciencia, sin mezquindades ni venganzas.

El intento de comparar de Bolinaga resulta tan impúdico que duele mezclar en el papel su nombre y el de Ortega Lara. La dignidad no es algo que la salida de una prisión confiera. Hay reclusos que han muerto en la cárcel, enfermos, sin perder una pizca de dignidad. El Estado no tiene ninguna obligación legal de concederle el tercer grado a Uribetxeberria porque los artículos que le afectan incluyen un «podrá» que le confiere la potestad de hacer lo que crea, sobre todo porque tiene las instalaciones médicas adecuadas. Cuando uno comete un delito tan monstruoso como el suyo y a sabe a lo que se arriesga. Aun así, el Estado de Derecho, por los motivos que sean –entre los que se incluyen los cálculos políticos del Gobierno–, y con los que no todo el mundo está de acuerdo, le ha concedido la compasión que ni él ni los suyos nunca tuvieron.

Sale llorando, acusando, con la misma ira con la que entró. Es imposible que muera con algún tipo de dignidad. Y no tiene nada que ver con dónde lo haga ni como consecuencia de qué.

Ángeles Escrivá, EL MUNDO, 18/8/12