Leones y civilizaciones

Si las visiones de lo que somos y tenemos que ser están tan alejadas entre sí otra como las esbozadas por Zapatero y Aznar, el encastillamiento de cada uno en su concepción tribal puede hacer desaparecer el espacio para la política en España. Y se deja el campo a merced de los que quieren constituir sus naciones.

Le faltaba a nuestro presidente una flor sobre la oreja y una cinta sobre la frente para darle mayor credibilidad a su discurso en la ONU sobre el choque a evitar entre las dos civilizaciones, la cristiana y la musulmana, y verse horas después, replicando a la oposición en la Carrera de San Jerónimo, en ese antiguo convento acomodado tras la desamortización como Congreso de los Diputados. El problema es que el símbolo de la soberanía de este lugar lo constituyen dos leones, la cara fiera de la soberanía, forjados con el bronce de los cañones arrebatados a la otra civilización en una de las muchas guerras que tuvimos en Marruecos. Lo coherente sería cambiar los leones por una mariposa y una flor en un soporte menos bélico, en trenzado de mimbre por ejemplo.

Y el otro, en su curso universitario, se disfraza de guerrero del antifaz ante los alumnos estadounidenses. Por avalada que esté por Pierre Vilar -francés y marxista tenía que ser- la tesis de la creación de España a partir de la Reconquista, y su prolongación en la conquista de América, no deja de tener en estos momentos un cierto aroma conservador. Si bien podría ser cierta, traerla a colación no es muy oportuno, se puede molestar mucho personal. Máxime cuando aquel paladín de aroma tan cristianísimo no dudó en traer a miles de voluntarios moros, al precio de un pan y una cantara de aceite diarios y doscientas pesetas al mes, para hacer de España el centinela de Occidente frente a la amenaza de las hordas marxistas. Somos lo que somos con nuestras contradicciones, por lo que ponerse esencialistas no nos va a traer más que los problemas que generó a la larga el regeneracionismo previo y posterior al 98.

Ambas posturas, cada vez más alejadas -hasta llegar a lo cómico si uno lo mira con guasa- tiene su impacto dramático en la ciudadanía. Porque si las visiones de lo que somos y tenemos que ser están tan alejadas la una de la otra, el encastillamiento de cada uno en su concepción tribal puede que haga desaparecer el espacio para la política en España. A los ciudadanos nos tirarán tanto de un brazo y del otro que acabaremos con la forma alargada de un espagueti, tal es la distancia que hay entre los dos discursos principales. Y eso es malo, porque van camino de hacernos dos Españas, y ya se sabe que cuando hay dos no hay ninguna y se deja el campo a merced de los que quieren constituir sus naciones ante este suflé blandito dispuestos a comérselo con cucharadas soperas.

Y mientras la distancia entre el castillo de Guzmán el Bueno y la isla de Wrigth se hace cada vez mayor, Ibarretxe vuelve a la carga dispuesto a constituir un Estado, aunque sea asociado. Ibarretxe sigue a piñón fijo, señalando las flores de una paz que no puede traer y sacando réditos del amago de saltar por encima de la legalidad. Tras haber desvelado su plan, ahora toca esgrimir la madre de todos de los referéndums que por fin permita a los vascos, según su criterio, decidir.

El desafío se plantea en el momento en que el Gobierno español tiene todos los frentes abiertos, desde la crisis de la construcción naval a la reforma constitucional, pasando por la mala relación con EE UU. Eso sin recordar lo que le puede venir con la Iglesia católica. En la película de John Ford Cuna de Héroes, tras ganarle la apuesta en un partido de rugby entre los cadetes de West Point y una parroquia de barrio, el padre del protagonista le aconsejaba a su hijo, ambos irlandeses, que nunca se debe de apostar contra la Santa Madre Iglesia. Y, si no, que se lo pregunten a Jaruzelski.

Ya que no París, siempre nos quedará la guasa y nadie podrá quitarle a todo político su derecho de meter la pata. En El Príncipe Maquiavelo, en un ejemplo fugaz, descubre la imposibilidad de cualquier príncipe occidental de ocupar Rusia, por su dimensión. Posteriores ediciones añadieron los comentarios de Napoleón, que ante el ejemplo citado se le ocurrió apuntar que a él eso no le pasaría, el problema es que si le pasó. Pero luego lo leyó Hitler, con los comentarios de Napoleón incorporados, y también opinó que a él no le ocurriría. Y el que dice Rusia dice cualquier otra cosa, porque todo lo que está pasando parece que ya pasó.

Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 30/9/2004