Leopoldo López a los españoles: «Abran los ojos»

EL MUNDO – 25/02/16

· La portavoz de Libres e iguales Visita la venezuela chavista de la mano de Lilian Tintori, mujer de Leopoldo López. Éste es el relato de su experiencia.

Oigo música. De guitarra. Es un cuatro venezolano y está tocando Alma llanera. De pronto, calla la música y se oye un grito: «¡Cayetana, amiga!» Un brazo saluda por los barrotes.

– ¡Leopoldo. Leo. Te estamos esperando. Te esperamos! ¡Vas a salir muy pronto! Te esperamos. ¡Libertad, libertad, libertad!

– ¡Gracias. Gracias por venir. Por tu apoyo! ¡Saludos a los amigos! ¡Fuerza y libertad!

Y de nuevo, Alma llanera.

La cárcel militar en la que Leopoldo López lleva dos años encerrado está en lo alto de una colina. Es un bloque de hormigón con varios módulos cuyas paredes fueron blancas. Hay una alambrada que se enreda entre la maleza y la basura, tierra reseca que da flaco alimento a algunos árboles desgarbados y, abajo, el laberinto de casuchas y chamizos al que llaman barrio. Favela, diría un carioca. Villa miseria, una porteña.

Desde Caracas hasta Ramo Verde se tarda hora y media en coche. A veces hasta tres. Curvas, obras abandonadas, chabolas, uralitas, esqueletos de promesas habitacionales incumplidas. La prisión de Ramo Verde es un infierno y Venezuela, un paraíso en ruinas.

El coche se ha quedado a unos metros de la verja de la cárcel. El camino a pie es pesaroso porque vamos cargando tres grandes bolsas con comida para Leopoldo. Varios miembros de la guardia nacional bolivariana vigilan la entrada. Llevan armas largas, chalecos negros y uniformes polvorientos. Dos son hombres jóvenes. La tercera, una chica, sentada sobre un muro, va comiendo un bocadillo. Lleva en el pelo una horquilla de mariposa.

Lilian Tintori saluda amablemente a los militares: «Buenos días, hemos venido a ver a Leopoldo». Los militares asienten con la cabeza y luego me interrogan con la mirada. «Es una vieja amiga de Leopoldo. Española», dice Lilian. Me piden el pasaporte. Lo revisan. Me ordenan que espere. Es media mañana y sopla un aire suave y somnoliento.

Lilian aprovecha para enseñarme la ubicación exacta de la celda. «Mira, ¿ves ese módulo? El de la derecha, separado del bloque principal. Bien. Ahora, ¿ves el último piso? La segunda ventana empezando por la derecha, retranqueada. Ésa es. Ahí está. Solo. Aislado. El único preso de todo el módulo». Identifico el hueco negro. Imagino el interior. Sórdido. Recuerdo las fotos de Leopoldo agarrado a los barrotes, como un pájaro. Y el vídeo en el que anunció su huelga de hambre para forzar que Maduro convocara elecciones. Desde el tragaluz de la celda, a más de dos metros del suelo, se ve el valle, neblinoso. Y, en primer plano, las ramas desencajadas de un eucalipto donde habita una amigable familia de gavilanes.

Leopoldo está aislado pero no solo. Los vecinos de Ramo Verde lo consideran suyo. La pasada Nochebuena, desde el fondo de su calabozo, escuchó gritos felicitándole la Navidad. Volvió a ocurrir en Nochevieja. Y también en la histórica noche electoral del pasado 6 de diciembre. Se enteró de la victoria de la oposición democrática por la ovación de los desheredados. Un guardia, que lleva hierro en los dientes y mala intención en la mirada, trae mi pasaporte en la mano. Sonríe: «Lo siento. No puede entrar». Insistimos. Pero contesta que han hecho las averiguaciones pertinentes. Lilian coge las bolsas de comida y entra sola en la cárcel.

Me quedo un rato junto a la verja hasta que me piden que me aleje. Al rato, otro militar dice que Lilian saldrá por la entrada principal de la cárcel. Hay que rodear Ramo Verde y atravesar un laberinto de miseria. Una furgoneta cargada de guardias bolivarianos se abre paso a bocinazos entre un remolino de espectros sin destino aparente. Sobre la pared de un mercado vacío de productos y abarrotado de mujeres hay una gran pintada con el rostro de Leopoldo bajo el lema «Libertad Ya».

Hay que esperar. El conductor y el escolta de Lilian dormitan en el coche. Pasa una hora. Luego otra. Por fin aparece un guardia: «La esposa del número 50 saldrá por la otra puerta». El escolta murmura una protesta. Pero desganada. Está acostumbrado a esta estúpida forma chavista de incordiar. Desandamos. Esquivamos el mismo perro muerto. Hay más pintadas en los muros con la cara de Leopoldo. Y una tachada con la palabra «asesino».

El perfil rubio y radiante de Lilian ya espera junto a la verja. Me hace señales con la mano. «Ven. Ven». Es entonces cuando escucho a Leopoldo que toca Alma llanera con su guitarra. Su invocación. Lilian me abraza, emocionada. «¡Amiga! Qué felicidad que hayas venido. Eres de las poquísimas personas fuera de la familia que han logrado verle y hablar con él!» Me lo confirman luego sus amigos, atónitos. Llevan más de año y medio sin ver a Leopoldo. Alguno pudo cruzar con él alguna palabra en la farsa de juicio al que fue sometido. El resto ni eso.

Los gritos de ánimo han excitado a Leopoldo, que nos dedica otra canción venezolana. Los guardias se irritan. Avanzan. Conminan: «Señoras, deben marcharse. Márchense. Márchense ya. Tenemos órdenes. Son órdenes.» No nos movemos. «¡Fuerza, fuerza, Leo, ánimo! ¡Amnistía, Libertad!». Mantenemos un rato la mirada clavada en el agujero negro de la celda. El brazo ya no aparece.

El viaje de regreso a Caracas es pura alegría y emoción. Lilian brilla, llena de fuerza y esperanza. Como siempre, su encuentro con Leopoldo ha sido íntegramente grabado. Esta vez el acoso ha consistido en perseguirle con la cámara a unos centímetros de la cara. Pero está acostumbrada.

Lilian le ha contado a Leopoldo todos los detalles de esta febril y memorable semana de febrero: la aprobación del primer trámite de la Ley de Amnistía; el gasolinazo de Maduro; la visita de los Premios Nobel de la Paz; el éxito del Foro por la Libertad. Evalúan la situación. Preparan estrategias. Hablan del futuro de Venezuela. Y también, porque les importa, porque es relevante y porque yo le había pedido su opinión y su consejo, del presente político de España.

Leopoldo López sabe cómo anida, crece y se consolida el populismo. Su capacidad para seducir desde la utopía y de destruir con el rencor. Para socavar las democracias desde la democracia. Para apoderarse de las instituciones hasta convertirlas en títeres muertos. Para arrasar con las clases medias y diseminar la miseria. Leopoldo López sabe del grave error de subestimar a los demagogos, salvapatrias y adanistas. Y ha defendido una y otra vez la necesidad, vital, de hacerles frente sin titubeos ni cálculos tácticos, con convicción democrática y valentía política, desde el primer momento y hasta las últimas consecuencias. No es sólo un preso político. Es también el máximo referente contemporáneo de la lucha contra el populismo. Es un héroe democrático y un hombre que merece el premio Nobel de la Paz.

Aún en el coche, Lilian me transmite el mensaje de Leopoldo López a los españoles: «Abran los ojos. Estén alerta. No se dejen engañar. Eviten un gobierno de los que prometen el paraíso, porque luego devastan el país. Aprendan de la lección venezolana. Nosotros tuvimos un ejecutivo que lo prometió todo, que no cumplió nada y que ha destruido Venezuela».

2. EMERGENCIA HUMANITARIA

La cola da la vuelta al supermercado y se pierde en la distancia, sobre una acera rota. Hombres en edad de trabajar, ancianos doblegados, enfermos, mujeres que cargan bebés a los que protegen del sol con trapos sucios y algún paraguas. «No hagas fotos; te pueden detener». Patricia Rodríguez, periodista, puntal del heroico diario El Nacional y promotora de la iniciativa Reporte Ya, me lleva a ver el socialismo y la muerte.

Un hombre mayor ha perdido la cuenta de las horas. «Dicen que va a haber jabón y que más tarde llegarán el aceite y el azúcar». La cola no se mueve. El primero de la fila también es un hombre: «Llegué a las 3 de la mañana». Ya pasan de las 10. Una mujer interrumpe: «Yo también llegué entonces. Horas peligrosas. Horas de malandros». Caracas es ya la ciudad más violenta del planeta.

Hacer cola se ha convertido en un arriesgado ejercicio de supervivencia. No hay otra forma de comprar alimentos básicos y artículos de primera necesidad –azúcar, aceite, harina, leche, arroz, papel higiénico…– a los precios fijados por el Gobierno en respuesta a la catástrofe económica provocada por sus propias políticas. Los productos no regulados, prácticamente todos importados, yacen en los estanterías, caducados o a punto de caducar.

Ahí están los espaguetis. Y el salario mínimo. El salario mínimo son 11.000 bolívares. Los espaguetis 3.455 bolívares. Una salsa de tomate, 11.349. Un kilo de carne, 1.800. Un simple yogur, 320. «¿Y esto quién lo paga?», pregunto estupefacta. «Los pocos privilegiados con dólares».

La diferencia de precios es abismal. El jabón importado cuesta 7.500 bolívares. El regulado, 32. De ahí las colas. De ahí la escasez. Y de ahí el racionamiento. Como en la fracasada Unión Soviética. Como en la peor Cuba. Las cajeras preparan bolsitas de plástico con el máximo permitido por el Gobierno. Tres paquetitos de jabón. Dos de azúcar. Y a la compra, sólo dos veces por semana, en función del último número de la cédula de identidad.

Dos policías salen del supermercado. Cada uno lleva en la mano su bolsita anudada con dos paquetes de azúcar. Están contentos. Sólo han tardado tres horas. «¿Y la gente cuándo trabaja?», insisto a Patricia. «Hay una deserción laboral del 40%». Una joven dirigente de Voluntad Popular, el partido de Leopoldo, explica más tarde: «Las colas no son sólo la consecuencia de una política económica delirante. Son también parte de una estrategia de sometimiento. No se puede estar a la vez en la cola y en la manifestación».

En una farmacia de la cadena más importante y mejor abastecida del país guardan cola unas 70 personas. Cuando llegan al mostrador las veo desplegar sus recetas y recitar todo tipo de productos y fármacos. Una letanía de la desolación: «No hay. No hay. No hay…». De pronto: «De esto sí tenemos». «Gracias, gracias». La mujer llora. En los hospitales públicos la situación es crítica. Las clínicas privadas empiezan a asumir sus funciones pero ni aún así. Me lo reconoce secamente el propietario de una de ellas: «Se nos están muriendo pacientes por falta de medicinas. Así de sencillo.»

El supermercado y la farmacia están en una zona céntrica de Caracas, de clase media acomodada. Duele imaginar lo que ocurre en el interior del país. Y lo que va a ocurrir. El chavismo ha arrasado con el tejido productivo y agrícola venezolano. Los agricultores denuncian que ya no tienen semillas para sembrar: «En pocos meses, no habrá comida. La gente pasará hambre. Hambre.» Tampoco van quedando reservas. Las previsiones para este año son una inflación récord del 720%, un déficit superior al 24% y una caída del PIB de entre el 8 y el 10%.

Venezuela, vieja potencia petrolera, es hoy una bomba de tiempo. Un país que va a necesitar –que necesita ya– ayuda humanitaria de la comunidad internacional. De la utopía populista sólo queda el rencor. Lo que ha fracasado no es el caudillo Chávez. Ni siquiera el burdo Maduro. Es un modelo político, económico y social. El modelo que populistas bananeros diseñaron e implementaron con siniestras complicidades extranjeras. Españolas.

3. LA ASAMBLEA DE LA TRANSICIÓN

La arquitectura de la Asamblea Nacional de Venezuela es un híbrido encantador, con sabor colonial y una inmensa cúpula dorada que evoca las ostentaciones infantiles del socialismo real. Tiene un patio grande, fresco y tropical. Lilian y yo hemos entramos cogidas fuertemente de la mano, mientras fuera un grupo grita consignas chavistas de choque. Ahora un ciclón de periodistas se la lleva en volandas. Por amor, por necesidad, porque encarna la épica y dice la verdad, Lilian se ha convertido en un icono político.

Se cumplen dos años del encarcelamiento de Leopoldo y la nueva Asamblea, ahora de mayoría opositora, valga el oxímoron, ha convocado una sesión solemne, con la presencia de varios premios Nobel de la Paz. Están el costarricense Oscar Arias, un hombre reservado y afable que se convertirá en el protagonista de la jornada con un discurso imponente. El polaco Lech Walesa, más símbolo que presente. Y la hija del sudafricano Desmond Tutu, la viva imagen de un abrazo. El nieto de Mandela, Ndaba, se ha descolgado la víspera. Él sabrá.

Muchos venezolanos llevan años sin poder pisar la Asamblea. Es el caso de Antonieta Mendoza, la madre de Leopoldo, una mujer elegante que ha asumido con valor y eficacia la ardua tarea de movilización mundial ante el atropello a los derechos humanos en Venezuela. «No venía aquí desde 1998», comenta emocionada.

También tenían vetado el acceso muchos periodistas críticos. «Sólo podíamos seguir los debates», me cuenta uno de ellos, «a través del canal de la Asamblea. Las intervenciones de los diputados de la oposición, o no se emitían o se emitían de forma que sólo se oyeran las pitadas y abucheos de los hooligans con los que Diosdado Cabello copaba la tribuna de invitados». A los parlamentarios más eficaces y combativos, como María Corina Machado, directamente le prohibían tomar la palabra. Y como tampoco así consiguieron acallarla, la inhabilitaron.

Todo eso ha cambiado. Los flamantes diputados de la oposición abarrotan el hemiciclo y los pasillos. Los periodistas nacionales y extranjeros corren de un lado para otro, contrastando noticias y captando titulares. En la Asamblea se respira debate y apertura.

Y, sin embargo… Venezuela sigue siendo una dictadura. Una dictadura declinante contra la que una rotunda mayoría de ciudadanos se ha levantado electoral, constitucional y pacíficamente. Pero una dictadura. Hay 80 presos políticos, entre ellos el alcalde de la capital, Antonio Ledezma, un referente moral. Tres mil personas viven bajo medidas cautelares extremas dictadas por jueces de partido. La policía política continúa plenamente operativa. El acoso a los periodistas y editores es cotidiano e implacable. Y el Tribunal Supremo está entregado, cuerpo jurídico y alma política, a la tarea dictada por Maduro: someter a la Asamblea, desconocer la voluntad popular. El ejemplo es la Ley de Amnistía.

«De la libertad de Leopoldo López y de todos los presos políticos depende que Venezuela pueda volver a ser considerada una democracia». Las palabras de Oscar Arias arrancan la mayor ovación de la sesión. Diputados, invitados y hasta periodistas gritan en pie: «¡Libertad, libertad, libertad!». Miro a Lilian, Antonieta y Diana. A la hija de Antonio Ledezma. A tantos represaliados.

Reconciliación y populismo son antónimos. El populismo predica la revancha, promueve el odio, busca la polarización, levanta fronteras, extiende líneas rojas, y practica un rancio y destructivo «divide y vencerás». Su estrategia es la trinchera. Frente a la democracia, el populismo provoca el conflicto civil.

4. JÓVENES ADULTOS

«¿Qué va a estallar primero, la economía o el Gobierno?». La pregunta de Arias queda en el aire como un nubarrón. En Venezuela ya no se discute el if (si…) sino el how (cómo). Unos apuestan por presionar a Maduro para que renuncie. Otros apoyan la convocatoria de un referéndum revocatorio. Los terceros opinan que una Asamblea Nacional Constituyente es imprescindible para legitimar el sistema. Pero el factor determinante es el when (cuándo). Y esa decisión no es patrimonio de la política. ¿Cuánto tiempo aguantará el pueblo la triple losa de hambre, violencia y corrupción? Y si se produce un estallido social, ¿contra quién se dirigirá? ¿Contra Maduro, contra todo el chavismo o contra los políticos en general? ¿Y qué harían los poderes fácticos y cada una de sus tétricas facciones? Nadie sabe cómo va a pasar lo que va a pasar.

Ya es de noche en Caracas. Lilian se refugia con sus dos hijos en su casa. Un oasis alegre y aireado. Manuela juega con dos cachorritos, uno blanco y otro negro. Es una niña madura para su edad y sonriente. Pero su familia es consciente de que la experiencia de estos años –el hostigamiento y la vigilancia; las visitas a la cárcel; las largas giras internacionales de su madre– la marcará para siempre. También lo pienso cuando, ante un comentario sobre la detención de su padre, la oigo preguntar: «¿Qué significa esposas?». Y, sin embargo, qué fortuna la de aprender tan pronto y tan directamente el profundo sentido de las cosas.

Ante miles de jóvenes de la Universidad Metropolitana de Caracas, Oscar Arias sentenció: «El problema no son los falsos mesías sino las masas que acuden a recibirlos con aplausos». En Venezuela «nueva política» es sinónimo de valentía en defensa de la libertad. En Venezuela «cambio» significa el fin del adanismo y de las utopías, y el regreso al realismo y la responsabilidad. El equipo de Leopoldo, sus seguidores, los cuadros de Voluntad Popular, de Vente Venezuela, de Primero Justicia, de la Causa R, de todos los partidos y organizaciones sociales que se han unido contra la dictadura son, en su inmensa mayoría, jóvenes. Jóvenes adultos.

Que entienden que la democracia con adjetivos no es democracia y que democracia es mucho más que votar. Que saben que hay regímenes que ganan democráticamente y luego destruyen las democracias. Que advierten que los mecanismos antidemocráticos han evolucionado y hoy los autócratas se disfrazan de regeneradores. Que conocen demasiado bien la dictadura como para ser seducidos por el fuego fatuo de la demagogia. Que insisten en la necesidad de actuar a tiempo y de no callar jamás. Esa ciudadanía joven, moderna y comprometida con la democracia es la gran esperanza de Venezuela.