Levitando

Éstos vienen pretenciosamente pegando fuerte. Nos dirán que todo lo hicimos mal, que ellos sí que lo resuelven. Que nos doblegamos demasiado pronto, que somos unos traidores: a Euskadi, a la República, a la revolución, al Quinto Regimiento y a la décima utopía. Y seguro que tienen razón. Después de tantos años aprendiendo cómo se hacen las cosas bien…

Una de las pruebas de que hace tiempo entraste en la senectud es que no entiendes nada y, lo que es peor, que nadie parece entenderte a ti. Que eres un prototipo de los que describe Félix de Azua -pues él también desconoce el entorno en que empieza a vivir y es muy sensible a lo que nos pasa-, que demuestra con todo realismo y crueldad que estamos fuera de órbita al indicar que los escritores hoy de adoración son los que en su día repudiamos nosotros, y los deseos actuales de la gente, dispuestas a triunfar mágicamente en la vida mediante Gran Hermano u Operación Triunfo, denuncia, nos escandalizan. Vivimos fuera de la corriente, siendo, pues, unos incorrectos. Nostálgicos de nuestras viejas batallitas y de nuestros muchos errores, de los que jamás pediremos perdón, porque otros los van a cometer más gordos -de eso estamos testarudamente convencidos, a la vez que agradecidos a nuestros enemigos porque no nos dejaran ganar-, esperando nuestra hora entreteniéndonos, cual fantasmas de tragedia, yendo levitando de estancia en estancia. Si osas bajar al suelo te arrean un estacazo o una descarga eléctrica para acostumbrarte como a los perros de Pavlov y no te andes con tonterías. Sólo nos queda morir prematuramente o recibir descargas.

Quizás nos hayan metido demasiado pronto en la vejez, que puede ser una queja que se ha repetido desde los orígenes de la Humanidad y resulte muy poco original. Éstos que vienen llegan pretenciosamente pegando fuerte, cual los yuppies de Manhattan (perdonen esta comparación, pero vengo de allí y me ha dejado aquello muy impresionado, que lo mío es el Lunes de Gernika y no mucho más). Yuppies que siempre van detrás de un café, los auriculares puestos oyendo las cotizaciones de Bolsa, con una bolsa, la otra, ésta de papel y más modesta, bajo el brazo con un miserable bocadillo por toda comida comprado en el chino de la esquina. Menos de dos dólares, ¡tacaño!, pero dispuesto el yuppie a matar por el triunfo, y que caiga hasta el apuntador. Un triunfo que, al contrario que el que nosotros deseábamos cuando podíamos algo desear, no es colectivo; éste es más individualista que el de la vedette bajando la escalinata.

El yuppie neoyorquino que se parece a los de aquí -al fin y al cabo, el metro cuadrado de la Gran Manzana está al mismo precio que el del garaje para residentes que dentro de poco vendrá el alcalde a inaugurar al lado de mi casa, y hasta se atreverá a decir que es una obra social- no se parece en nada a lo que fuimos. Es evidente que nosotros nada tenemos que ver con vedettes; eso Millán Astray, que era varias generaciones anterior y no recibió el jarabe de la pureza del nacionalcatolicismo y que anduvo con la más famosa, ni con los yuppies, que son los de ahora, y compran asqueroso café en establecimientos de franquicia americana donde ni siquiera venden cerveza.

Tomando el sol sentados en la plaza del pueblo con las manos apoyadas sobre la cachaba, soñando que aparezca la señora de buen ver y le podamos, es todo un sano entretenimiento, enseñar cómo se utiliza la Visa para pagar la gasolina, vemos pasar los días. ¡Es la última ilusión! Que nos la respeten; al menos ésta es inocente. Pero me temo que no. Nos dirán que nada de fantasías seniles, que todo lo que hicimos lo hicimos mal, que ellos si que lo resuelven. Que nos doblegamos demasiado pronto, que por eso casi, o sin casi, somos unos traidores. Traidores a Euskadi, a la República, a la revolución, al Quinto Regimiento y a la décima utopía según se dobla a la izquierda. Entonemos todos a coro «oh Che camino, patria o muerte es mi destino» del libro de cánticos situado en el reclinatorio.

Y seguro que tienen razón. Después de pasarse tantos años aprendiendo cómo se hacen las cosas bien nos tienen que dar sopas con honda. Porque, claro, qué sabíamos nosotros, qué libros podíamos leer que no fueran los de la JOC, la Juventud Obrera Católica, que no sufrían tanta censura. Qué sabíamos nosotros, cuyo único modelo era el de nuestros vencedores. Nosotros no sabíamos nada. Sólo que la libertad se conquista y no se coge de un supermercado.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 21/2/2007