Libertad

ABC 18/02/15
DAVID GISTAU

· Este es un lugar en el que el periodismo no debe elegir entre depender de un ministerio o ser hostilizado

LA información de ABC sobre las amenazas venezolanas a empresas españolas para que éstas influyan en nuestros medios de comunicación tiene en realidad un gran valor expiatorio. Uno imagina a un espadón caribeño ajustado al cliché del Tirano Banderas amedrentando sin recato el principio de la libertad de prensa y ve confirmado el supuesto de vivir en un mundo por el que circulan sin represión ni interferencias estatales ciertos valores superiores de los que depende el sistema de contrapesos democrático. ¿De verdad es así? Hombre, comparado con Venezuela, éste es un lugar en el que el periodismo no debe elegir entre depender de un ministerio o ser hostilizado e incluso privado del papel necesario para imprimir. De hecho, es la comparación con Venezuela lo que permite a García-Margallo engolar la voz y pretenderse un campeón protector de la libertad de expresión, como si ésta fuera una gracia concedida por un gobierno en concreto con el que nos obliga la gratitud. Todo adquiere un aspecto peor si la comparación no se hace con Venezuela, sino con los ideales retóricos en los que se basa nuestra creencia de ser mejores.

Presionar a las empresas para que éstas influyan en los medios es precisamente lo que se propuso el Gobierno de Mariano Rajoy cuando trató de imponer un mecanismo de control estatal de las inversiones en publicidad. La presión a las empresas formó parte de complejos planes urdidos por el gobierno para establecer lazos de dependencia con periódicos que quedaban incapacitados para la crítica o directamente para acabar con las carreras de directores de periódico que eran vistos como una distorsión del proyecto general de amansamiento de los medios. Pregunten a Pedro J. Ramírez y a algunos otros purgados de menor relieve social cómo les han sentado las declaraciones de García-Margallo acerca del escrupuloso respeto por la libertad que permite al Gobierno dar lecciones a Venezuela.

Al final, la libertad de un periodista siempre dependerá de la resistencia del director o el editor cuando le suene el teléfono. No existen los gobiernos dispuestos a renunciar al control. Existen grados de grosería en la intromisión, y en ese sentido es verdad que los gobiernos colindantes con el totalitarismo o llenos de falsas coartadas patrióticas son más agresivos, mientras que los democráticos están obligados a la sutileza represora. Pero la libertad de la que hablamos no la concede García-Margallo, ni la vicepresidencia, ni la secretaría de Estado de Comunicación. La defiende el medio si tiene coraje para ello y si una cierta independencia económica lo salva de esa mendicidad suplicante de subvenciones y de campañas de publicidad institucional. Ello otorga un valor inaudito al euro y pico que paga el lector. Es ese euro, y no un ministro, el que nos hace libres. Libres para enojar lo mismo al ministro que al espadón cuando procede, pues la libertad de prensa con la que nadie se enfada es sólo un lugar común al servicio del narcisismo.