JESÚS CASQUETE-El Correo

Lagun no es ninguna excepción en nuestro entorno geopolítico. En Alemania algo saben de prácticas intimidatorias

Una librería es de suyo mucho más que un establecimiento comercial, igual que un libro es más que un mero producto sujeto a mercadeo. Continente y contenido simbolizan espacios de libertad, de reflexión, de civilización, en fin, de cultura democrática. No todos los libros transmiten valores que vertebran la convivencia, ni tampoco todas las librerías se distinguen por colocar en sus estanterías libros que nos reten a pensar, pero se trata más bien de excepciones a la regla. Las librerías alimentan el espíritu crítico, la autonomía de pensamiento, el intercambio de argumentos, la tolerancia, todo lo cual constituye savia de democracia.

Los liberticidas de todo tiempo y orientación ideológica han puesto en su punto de mira a quienes escriben libros, a quienes los venden y al libro mismo. Frente a la carga simbólica del libro, recurren al expediente de la violencia para acogotar la libertad, para intimidar a quien alimenta la pluralidad. Algo de eso sabemos en el País Vasco. La librería donostiarra Lagun vendió libros prohibidos en plena dictadura y acogió reuniones antifranquistas en su trastienda. Se ganó una reputación de espacio de debate, más clandestino que público; circunstancias obligaban. Sufrió por ello multas administrativas, y su librera, Teresa Castells, penó cárcel. Con la democracia fueron grupúsculos de extrema derecha los que intentaron acallar a quienes pensaban de forma diferente y nutrían el librepensamiento de los demás. Paradojas (¿hilos de continuidad?) de la historia, los siguientes en tomar el testigo del acoso lo hicieron envueltos en otra visión integrista. La presencia de Lagun en «territorio nacional liberado», en pleno corazón de la Parte Vieja de la ciudad, constituía de por sí un sacrilegio atentatorio contra la religión de la patria. Que un puñado de infieles al frente de una librería hiciese allí las veces de enclave de cultura democrática les resultaba intolerable. Lagun no cerró; se trasladó. Y ahí sigue, ya sin su librera.

Lagun no es ninguna excepción en nuestro entorno geopolítico. En Alemania algo saben de prácticas intimidatorias contra librerías. Heinrich Heine lo vaticinó a principios del siglo XIX cuando escribió: «allí donde se queman libros, al final se acaba quemando también a seres humanos». Apenas un siglo después los nazis hicieron realidad la profecía. Se estrenaron abofeteando en la calle a «judíos descarados» y reventando mítines de socialdemócratas y comunistas en Múnich, y acabaron internando en campos de concentración a disidentes y gaseando a judíos en los campos de exterminio. Entre la incivilidad primigenia y la barbarie radical final medió la quema de libros; también ellos tenían las fijaciones claras.

Uno de los pilares hoy en día de Alemania como país y sociedad descansa en preservar la memoria de lo ocurrido en aquellos años infaustos en que las huestes pardas se abrieron camino en el país hasta enseñorearse de él y conducirlo a la catástrofe. Las políticas públicas de la memoria son necesarias, pero insuficientes para levantar diques solventes frente a los fantasmas del pasado, ahora como antes en forma de racismo y xenofobia. Por eso resultan tan necesarias las iniciativas ciudadanas guiadas por el imperativo cívico de atajar y afrontar la expansión de expresiones políticas que flirtean con el lado más oscuro de su pasado reciente como país.

Por eso la iniciativa de un grupo de librerías del barrio berlinés de Neukölln contra el populismo de derechas y el racismo resulta encomiable. Tras el éxito electoral del partido xenófobo Alternativa por Alemania (AfD), que obtuvo el 13,9% en el distrito de Neukölln en las elecciones en Berlín de 2016, un grupo de libreras y libreros puso en marcha una iniciativa que al cabo aglutinó a la mayoría de librerías locales. Ofrecieron sus espacios e infraestructura para reforzar el tejido asociativo local organizando lecturas y discusiones guiadas por un coraje cívico radicalmente constructivo: ¿cómo recuperar para la convivencia democrática a esos vecinos seducidos por los cantos de sirena patrióticos que ven en los inmigrantes una amenaza a su identidad nacional y a su bienestar?

Heinz Ostermann regenta una de esas librerías, Leporello. Está enclavada en una parte de Neukölln donde grupos neonazis campan por sus respetos. Leporello no es una librería política, ni su titular hace gala de una ideología concreta. Ostermann se define como un «demócrata comprometido», como un «humanista liberal». Suficiente para que hayan apedreado su escaparate en una ocasión y le hayan quemado dos coches. En su librería hasta las lecturas de libros infantiles precisan de protección policial. Ostermann ha sido galardonado por la Asociación de Libreros Alemanes (igual que Castells lo fue por sus homólogos españoles) y por el gobierno regional de Berlín por su labor en el fomento de la lectura.

La librería y el librero no han sido las únicas víctimas del matonismo pardo redivivo. Una pancarta de la comunidad evangélica que abogaba por un mundo de fronteras abiertas fue destrozada. Por si cupiera alguna duda de la autoría, en el entorno aparecieron esvásticas pintadas. Un mal día las ruedas del coche de la pastora responsable de la parroquia aparecieron pinchadas. Los vehículos de varios políticos locales de partidos de izquierda tampoco se han librado de las llamas. No hay noticias de los autores.

Una sociedad que necesita héroes por la libertad es una sociedad en la que el Estado, o ha abdicado de sus funciones de preservar el orden social, o se muestra incapaz de preservar el marco de convivencia. Por eso siempre urge acabar con la sensación de impunidad para que librerías como Lagun, Leporello, Die gute Seite o Raum B puedan seguir desempeñando su impagable función de difusores de una cultura democrática. A todas ellas, Mein Respekt!

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la UPV/EHU y miembro del Centro de Estudios Antisemitismo de Berlín