Listas electorales, ¿oligarquía o democracia?

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 23/03/15

Javier Tajadura Tejada
Javier Tajadura Tejada

· La superación de la crisis política actual exige restablecer el vínculo de confianza entre los representantes y los representados.

Los principales partidos políticos están preparando sus candidaturas para los diferentes comicios que tendrán lugar este año. Por lo que se refiere a las personas que van a encabezar las listas electorales, algunos partidos han establecido procedimientos democráticos competitivos para que sean los propios afiliados –o ciudadanos vinculados de una u otra forma al respectivo partido– los que decidan entre quienes quieren optar a ese primer puesto. En otros, por el contrario, esa designación se atribuye a la exclusiva voluntad de una sola persona (aunque formalmente prevean una designación a cargo de un órgano colegiado). Es lo que se entiende gráficamente como ‘el dedazo’. Pero por lo que se refiere al resto de los integrantes de las distintas candidaturas, casi todos los partidos atribuyen a un órgano formado por un reducido grupo de militantes la confección de las listas. El ejercicio de esta facultad confiere a ese órgano un poder formidable en la vida del partido y es una de las causas que explican el proceso de oligarquización creciente que los partidos políticos han experimentado.

Esta situación obedece a una decisión política adoptada en la Transición y que, si en su momento fue loable y tuvo pleno sentido, hoy resulta claramente disfuncional. En los inicios del régimen democrático era imprescindible consolidar la posición de los partidos políticos. La construcción de la democracia exigía contar con partidos fuertes que la sustentaran, y para ello se dotó a las cúpulas de los partidos de amplios poderes. Con el paso del tiempo, lo que inicialmente fue un acierto ha acabado por convertirse en un elemento distorsionador de la democracia representativa. Y en una de las causas explicativas de la actual desafección ciudadana hacia los partidos tradicionales.

La democracia representativa es una democracia de partidos y es la única posible. En el siglo XXI, no hay ni puede haber democracia sin partidos políticos. Los partidos son el instrumento fundamental para la participación política de los ciudadanos. Ahora bien, la democracia representativa, como ya pusiera de manifiesto en la Revolución Francesa uno de sus fundadores, el abate Sieyès, se fundamenta en la confianza. Concretamente, en la existencia de un vínculo de confianza entre el representante (elegido) y el representado (elector). Ese vínculo está muy erosionado en la España actual. Y ello porque el verdadero vínculo de los representantes políticos (locales, autonómicos o en las Cortes Generales) es el que los une a la cúpula del partido que los incluyó en la lista electoral, y además en una posición determinada.

Para un representante político lo realmente importante es contar con la confianza de la cúpula de su partido, del órgano que confecciona las listas. Lo decisivo es ser incluido en ellas. Con ello, en el caso de los grandes partidos se tiene ya garantizada en buena medida la elección. La opinión de los ciudadanos no es tenida en cuenta. Nos vemos obligados a votar una lista bloqueada, y ante la inclusión en la misma de personas que no nos suscitan confianza, no tenemos la opción de rechazarla. Únicamente podemos rechazar la lista en bloque, y optar por otra. Pero en la otra, probablemente ocurra lo mismo: junto a personas que consideramos capaces y de valía, pueden haber incluido otras en las que desconfiemos. En definitiva, no hay una competencia real entre los candidatos.

Desde esta óptica, la superación de la crisis política actual exige restablecer el vínculo de confianza entre los representantes y los representados. Y para ello hay que luchar en un triple frente. Por un lado, es preciso modificar la legislación reguladora del funcionamiento de los partidos para exigir procedimientos verdaderamente democráticos en la confección de las listas que impidan la utilización de mecanismos claramente autocráticos como ‘el dedazo’. Por otro, es preciso modificar también algunos elementos del sistema electoral vigente. En este sentido, la creación de distritos uninominales en los que los candidatos de los partidos tengan realmente que competir entre ellos, fortalecería la relación entre el diputado del distrito y sus electores. Y, finalmente, y en coherencia con lo anterior, hay que modificar también el derecho parlamentario. En la actualidad, el diputado individual cuenta muy poco y tiene muy limitado margen de actuación. Es preciso potenciar en los reglamentos parlamentarios la actuación de los diputados, individualmente considerados, y no solo como miembros de los grupos, con objeto también de fortalecer la relación con sus electores.

Las diferentes asambleas autonómicas y las Cortes Generales que surjan de los comicios de este año deberían abordar, cada una en el ámbito de sus competencias, todas estas cuestiones: reformas en el derecho de partidos, en el derecho electoral y en el derecho parlamentario.

Finalmente, cabe añadir que, dada la fragmentación del voto que anuncian todas las encuestas, en muchas comunidades autónomas, y a nivel nacional también, puede ser preciso formar gobiernos de coalición. Aunque por razones electorales los principales partidos manifiesten su confianza en la victoria y rechacen de antemano posibles pactos, la aritmética parlamentaria acabará haciéndolos imprescindibles. Los partidos debieran haber previsto esta contingencia a la hora de designar como cabezas de lista a personas capaces de lograr no solo el máximo respaldo electoral posible, sino también idóneas para alcanzar acuerdos con otras formaciones y suscitar, por tanto, consensos más amplios. El Partido Socialista de Madrid –por citar un caso significativo– sí lo ha tenido en cuenta y para ello ha designado a un candidato como Ángel Gabilondo.

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 23/03/15