Ninguno de los fundadores de ETA mató a nadie ni puso jamás una bomba, pero establecieron un modelo de reproducción del terrorismo que funcionará mientras el nacionalismo vasco, en su conjunto, siga necesitando afirmarse como radicalmente incompatible con España.
Que ETA siga matando o intentándolo, como ayer en Mallorca y el  pasado miércoles en Burgos, despierta sentimientos extendidos de  indignación y hastío que no facilitan precisamente la apreciación de  matices y discontinuidades, inevitable -y hasta, diría yo, necesaria-  cuando se aborda un fenómeno histórico que se ha perpetuado durante  medio siglo. El comunismo soviético o el franquismo, por ejemplo, son  totalidades cerradas y felizmente concluidas, en las que no sólo los  historiadores reconocen transformaciones internas a lo largo de su  existencia, pero, antes de la caída del muro o de la muerte de Franco,  la mayoría de sus partidarios y enemigos tendían a percibirlos como  permanencias o reiteraciones de unos acontecimientos originarios y  arquetípicos, la Revolución de Octubre y el Alzamiento Nacional,  respectivamente. Todavía en 1989 y en 1975, éstos se experimentaban como  mitos, y no como historia. Timothy Garton Ash afirmaba, hace unos días,  que la Segunda Guerra Mundial está a punto de convertirse  definitivamente en historia, pues los últimos sobrevivientes de la misma  van desapareciendo con celeridad. Es cierto, pero la victoria aliada no  impidió que, desde la misma posguerra, se iniciase ya el debate de los  historiadores, porque la Guerra Fría propició la revisión del esquema  mítico que congelaba los cinco años de la contienda en pura epopeya de  la democracia contra el fascismo. No ha sucedido lo mismo con ETA, sobre  la que se ha escrito demasiada mitografía y poca historia rigurosa. El  desdén con que habitualmente se recibe (salvo por una minúscula  comunidad de especialistas) cualquier intento de clarificar su  evolución, no se debe sólo a la incapacidad de divulgar conocimientos  que caracteriza, con pocas y muy honrosas excepciones, a los  profesionales universitarios de la historia y de las ciencias sociales,  sino a la desconfianza de una opinión pública que exige poner fin al  terrorismo en vez de analizarlo. Se trata de una reacción comprensible,  pero no ayuda a sacudirse el mito y su tiranía emotiva, que puede  cambiar de signo según la época. En los primeros años de la Transición,  no resultaba cómodo sostener que ETA jamás había hecho nada por la  democracia. La opinión dominante, y no solamente en la izquierda, era  justamente la contraria. Se fue deslizando al otro extremo a partir de  1981, cuando se cifró en la organización terrorista la causa principal  del golpe de Estado del 23-F. Pero, tanto en éste como en el cambio  democrático, el peso de ETA -si tuvo alguno, que lo dudo- fue, como  mucho, accesorio u ornamental.
Ralf Dahrendorf sostenía que el terrorismo «es casi exclusivamente una  actividad de jóvenes seducidos por adultos», y creo que no se  equivocaba. En sus orígenes, ETA fue un grupo juvenil muy reacio, en la  práctica, al uso de la violencia, aunque no se recatase en teorizar  sobre el mismo, como lo hacía la mayor parte de las organizaciones  antifranquistas nacidas por los mismos años. Por ejemplo, el Frente de  Liberación Popular, o sea, el Felipe, creado un año antes (1958). Al  igual que los fundadores de este último, los de ETA procedían de las  clases medias adictas al régimen y eran universitarios o asimilados, con  pretensiones intelectuales y poco dados a la acción.
Junto a sus coetáneos del Felipe vasco, constituían la expresión de una disidencia generacional, la de los «niños de la guerra», que buscaba distanciarse lo más posible de sus mentores adultos, que no eran los derrotados, sino los vencedores. Pero tampoco manifestaban simpatía alguna -y sospecho que ni siquiera piedad- hacia los vencidos de la guerra civil. Los de ETA desconfiaban tanto del PNV como los del Felipe de los comunistas. Sus referencias ideológicas no eran españolas. Ni vascas. Miraban al exterior, a los movimientos anticolonialistas y a los críticos franceses del neocapitalismo. Leían a Sartre y a otros autores menos renombrados, como Franz Fanon y André Gorz, a los que Sartre elogiaba porque se declaraban sartrianos. Consideraban que, al margen de la especificidad del caso español, no habría más remedio que actuar con la determinación y la contundencia de los rebeldes argelinos o cubanos si se pretendía derrocar a la dictadura franquista y, de paso, hacer la revolución, pero no se daban demasiada prisa en pasar de la guerra imaginaria a la guerrilla activa en las calles de Bilbao o en la sierra de Cazorla, porque despreciaban a sus mayores, vencedores o vencidos, y ninguno de éstos se habría tomado la molestia de seducirlos y manipularlos.
De la generación española de intelectuales progresistas nacida entre 1920 y 1935 (puestos a ser rigurosamente orteguianos), hay motivos más que de sobra para guardarse como de la pelagra, y todos los fundadores de ETA pertenecían a la misma. Mientras fueron jóvenes, lo único que hicieron fue improvisar una subcultura de la disidencia que incluso tenía cierta gracia, porque no sólo arremetía contra el franquismo. Se encarnizaba, además, en los mitos nostálgicos de la vieja izquierda y del viejo nacionalismo, y eso resultaba muy refrescante. Pero, a finales de los años sesenta, los jóvenes de 1959 se habían hecho adultos y estaban en condiciones ventajosas, respecto de la generación anterior a la suya, para seducir a los más jóvenes. Así sucedió en el caso de ETA, cuya segunda generación, la que podría llamarse, con toda propiedad, del 68, dio el salto a la violencia, de una forma que muchas veces se ha definido como inopinada o aleatoria, pero que no lo parece tanto si se tiene en cuenta cómo había influido en ella el discurso de los padres fundadores. Su paso al terrorismo fue tan casual como el suicidio masivo -directamente o mediante la heroína- de la prole de los «niños de la guerra» devenidos intelectuales antifranquistas, esa generación dedicada a enterrar a sus hijos, de la que algún día habrá que hablar con la ferocidad que se merece.
La experiencia inicial del terrorismo fue tan disolvente y traumática para sus protagonistas que casi todos ellos se las ingeniaron para abandonar ETA antes incluso de que Franco muriera. Sin embargo, su breve trayectoria violenta había tenido ya un efecto imprevisto: la reaparición de una comunidad nacionalista que necesitaba identificarse, aunque sólo fuera simbólicamente, con la impugnación armada, no ya del franquismo, sino de España, y la anuencia de esa comunidad fue lo que impulsó a los residuales de la segunda generación de ETA a seguir adelante, ejerciendo sobre los jóvenes de la generación siguiente una seducción similar a la que ellos habían sufrido por parte de la generación fundacional. Este dispositivo de seducción, reforzado por la aprobación comunitaria, aseguraría la continuidad de ETA a lo largo de medio siglo de pederastia ideológica. Ninguno de los fundadores de ETA mató a nadie ni puso jamás una bomba, pero establecieron un modelo de reproducción del terrorismo que funcionará mientras el nacionalismo vasco, en su conjunto, siga necesitando afirmarse como radicalmente incompatible con España. No descarto que el PNV sea sincero cuando condena la violencia etarra, pero la reclama tácita y (prefiero pensarlo así) acaso involuntariamente cuando define el actual gobierno vasco como colonial o de ocupación. La bomba de Burgos se ajusta perfectamente a esa lógica victimista y victimaria.
Jon Juaristi, ABC, 31/7/2009