El Correo-J. M. RUIZ SOROA

Al inclinarse por maximizar votos y poder antes que por cumplir su programa, Ciudadanos ha reforzado la polarización del sistema político español en dos bloques excluyentes

El sistema político español tradicional en democracia ha sido bipartidista, sí, pero poco polarizado y acusadamente centrípeto en los términos caracterizadores ya clásicos de Sartori. En efecto, el espacio izquierda/derecha era bastante estrecho desde el momento en que no existían importantes diferencias programáticas entre ambas tendencias –los partidos incluso tenían a veces que exagerarlas grotescamente para distinguirse– y la competencia electoral se dirigía por ello a la captura del votante moderado que fluctuaba coyunturalmente en sus preferencias. Las elecciones se decidían en el centro. Hoy se tiende a menospreciar tal sistema, que coadyuvó grandemente a la estabilidad al otorgar una prima tanto a la moderación como a la mayor inclusión del oponente.

El sistema empezó a cambiar con el ingreso de un nuevo partido que competía con el socialdemócrata clásico por su izquierda como consecuencia de la ola de indignados por la crisis económica. Y se ha polarizado plenamente al surgir otra propuesta organizada por la derecha de los conservadores como fruto de la ola de indignados por la crisis nacional. En poco tiempo hemos llegado a un sistema pluripartidista, que podía en teoría haber aportado una mayor riqueza en las opciones ideológicas, pero que ha cuajado en realidad en dos bloques internamente divididos y muy polarizados. Precisamente porque la disputa por la primacía dentro de cada uno ha llevado a los antes moderados a radicalizarse como medio para mantenerse vivos en el mercado político.

En este sencillo análisis se ha omitido deliberadamente mencionar la aparición de Ciudadanos. Una formación que se presentó en el ruedo nacional –después de su inicio en Cataluña con matices muy locales– como un partido de centro, bisagra. Un partido que hacía gala de no aceptar como significativa la divisoria política izquierda/derecha y, por ello, dispuesto a pactar con cualquiera de ambas siempre que ello conviniera a los intereses del conjunto vistos en términos más reflexivos y abiertos que ideológicos. Además, y ello era un elemento importante en su propuesta, Ciudadanos se ofrecía como medio seguro (precisamente por su capacidad multidireccional de pacto) para superar lo que en ocasiones se había percibido como un excesivo poder de arbitraje de los nacionalistas, una situación que era ciertamente indeseable para la ordenada gestión de la política territorial a largo plazo.

A mi modo de ver, lo más llamativo del pasado proceso electoral y de la situación política resultante es que, a la primera de cambio, el partido recién llegado como centrista ha desertado de su propia propuesta política y se ha incorporado de hoz y coz al bloque de la derecha para pelear por la primacía dentro de él. Habrá quienes piensen que el centrismo de Albert Rivera era sólo un derechismo disfrazado –o «fachismo» como rizan algunos– y que no ha hecho sino manifestarse al fin como lo que era desde el principio. Una explicación simple, muy ideológica y probablemente equivocada.

Como decía Duverger hace ya tiempo, el centro político no existe como espacio o doctrina particular, sino que es sólo «el lugar geométrico donde se reúnen los moderados de tendencias opuestas». De manera que los partidos que se proponen deliberadamente como centristas aspiran a una síntesis siempre inestable de aspiraciones ideológicas contradictorias que sólo tienen en común la moderación de sus portadores. Por eso, un partido de centro es siempre un partido subordinado a los otros más grandes que expresan tajantemente su opción izquierda/derecha. Vive en cierto sentido de los extremos desengañados y relativistas de éstos (de sus ‘sobras’) y por ello es por naturaleza un partido pequeño y condenado a no crecer nunca más allá de unos límites reducidos. Un partido de centro nunca podrá ser mayoritario ni dominante, siempre será subsidiario de los grandes si la competición se hace sólo en el eje socioeconómico (la cosa cambia si incorporamos otro eje como es el caso del PNV en la política vasca). Esto implica someterse a una difícil renuncia a una de las tendencias más fuertes de todo partido: maximizar los votos para maximizar las posiciones de poder a repartir entre sus afiliados. Pero es el peaje inexorable si se quiere ser fiel a la propia doctrina. La alternativa cínica: ¿se piden los votos para cumplir con un programa o se hacen los programas para obtener más votos? Todo parece indicar que Rivera decidió tras la moción de censura que la opción a seguir era la de maximizar los votos y el poder partidista, y que el caladero más importante de ellos estaba por la derecha. Y definió sus propuestas para ese fin, aunque fueran radicalmente incompatibles con su centrismo.

Mil veces proclamó que no pactaría nunca jamás con el PSOE, lo que era radicalmente incongruente con una opción de centro que siempre debe estar abierta al pacto con las ‘mainstreams’ políticas por definición. Su aceptación vergonzante del apoyo de Vox en Andalucía hería en lo más sensible su liberalismo doctrinal. Por otro lado, su negativa a apoyar en cualquier cosa a Sánchez hacía a éste fácil rehén de los nacionalistas, la situación que Ciudadanos decía que pretendía superar. Y así podríamos seguir desgranando ejemplos de cómo ha llevado a cabo desde hace un año una política exactamente contraria a todo lo que le definía como partido de centro liberal. Hasta ha llegado a concurrir conjuntamente con los foralistas navarros.

No se trata aquí de enjuiciar o criticar a Ciudadanos, que es muy libre de practicar el travestismo político tan acostumbrado en estos lares, sino de levantar acta de que al ceder a la opción por maximizar votos y poder antes que cumplir su programa, como ha hecho, ha reforzado la polarización del sistema en bloques excluyente. Y ha añadido una cucharada más para las políticas de exclusión. Las que siempre han resultado negativas para este país.