Manuel Montero-El Correo

  • En la pugna con el PNV, a la larga la victoria de la izquierda abertzale parece inevitable, tras décadas de dejación ética, social e ideológica de los jeltzales

Creíamos que nuestras costumbres eran inamovibles, con aferramiento feroz a los mismos usos, y si bien el vasco es rocoso, le cuestan transformaciones sustanciales -repudiar el asesinato, por ejemplo- y es muy fiel a sus odios, van cambiando algunas rutinas.

Por ejemplo, se ha desvanecido el tradicional paternalismo con que el PNV se refería a la izquierda abertzale, a cuyos integrantes venía a considerar hijos descarriados. Incluso en tiempos del terrorismo no tenía dudas. Lo aseguraba: serían lo que fuesen ‘pero son vascos’, lo que les obligaba a la proximidad anímica; no como con los ‘no vascos’, que vivían aquí pero…

Pues bien, el idilio se ha acabado. La competencia por el dominio sobre la comunidad nacionalista, latente durante décadas, se ha convertido en frontal, y tiene una deriva impensable hasta anteayer: la pelea por el poder en la autonomía vasca. Como si fuera pelea de titanes, aunque de andar por casa.

Es una pelea especial. Primero, porque su resolución actual depende de un tercero, Sánchez, con el que se mueven entre la desconfianza y la extrañeza por habérselo llevado al redil o poder hacerlo. El PNV está más acostumbrado al papel de domador de circo, pero ahora desconfía de que, contra la costumbre, no le sea posible meter la cabeza en la boca del león sin más riesgos que cosechar recursos y votos.

En cambio, la izquierda abertzale, novata en las lides de llevarse al huerto al Estado enemigo, se extrañará de su docilidad, cómo obedece sin remilgos, sin más pataleta que cabrearse con el PP. Para que este comportamiento tan servicial encaje con su teoría histórica sobre la maldad intrínseca del opresor, sea dictadura o democracia, izquierda o derecha, echará mano del argumento triunfalista según el cual su habilidad estratégica arranca reivindicaciones históricas.

La pelea nacionalista por el poder es, en sí misma, peculiar, pues ambos bandos tienen hasta la fecha ámbitos de influencia bien definidos. Entre los dos ejercen el control sobre toda la vida pública vasca, salvo los residuos gubernamentales que el PNV cede a los socialistas, papel del que los monaguillos están muy orgullosos, una vez que su aspiración máxima es seguir de segundones.

Hay un reparto de poder entre nacionalistas. A la izquierda abertzale le corresponde la mayor parte del poder social: espacios festivos, hegemonía sindical, movilizaciones, enseñanza del euskera, visión (épica) del pueblo vasco en los medios de comunicación, definición de la identidad, cuestionamiento de la democracia… Para el PNV queda la gestión institucional, para la que ha de combinar el control de las estructuras administrativas, que le es fundamental para mantener la militancia, y un discurso contradictorio. Habla de las glorias históricas de los vascos, de lo mal que lo pasamos en tiempos y de lo bien que vivimos gracias a su gestión. Tiene que combinar la carga épica de la ideología jelkide y la apología del buenvivir cotidiano, lo que es difícil y lleva como mucho a despotricar de España, mientras se toman vinos y se comen pintxos asegurando que en el Estado no hay iguales. El resultado no es una ‘militancia’ aguerrida.

La izquierda abertzale, más lineal, no tiene similares problemas. Mantienen la ficción de una comunidad activa, agresiva y en marcha contra todos los enemigos. A diferencia del PNV, que consideraba de los suyos a los de la izquierda abertzale, estos no han considerado propios a los jelkides, sino una pandilla de entregados, de burgueses o las dos cosas. ¿Tan despreciables como los socialistas y, en general, los españoles? Más, en realidad, como vascos responsables de la ocupación. Cuasi traidores.

El PNV ha asumido con frecuencia el discurso belicista de la izquierda abertzale, sin caer en la cuenta de que en él hacía las veces de traidor y vendido al enemigo.

La lucha entre nacionalistas resulta asimétrica. Combaten por la hegemonía y por el poder, pero de formas distintas: la izquierda abertzale quiere (también) el poder institucional, además del que ya tiene; mientras que el PNV muestra un respeto sacrosanto sobre el poder social de la izquierda abertzale (que es también cultural, lúdico, ideológico e identitario), que no osaría disputar.

Por eso, a la larga, la victoria de la izquierda abertzale -la elección del Gobierno actual es solo un episodio- parece inevitable, pues resulta inconcebible el mantenimiento ‘sine die’ de esta dualidad y acaban mandando quienes dan la doctrina, máxime si los demás les han reído las brutalidades.

Cuando llegue el momento, los socialistas publicarán un comunicado asegurando que comparten la progresía, ante el espanto de sus votantes, y los del PP dirán ‘ya lo decía yo’. El PNV seguirá reflexionando profundamente, tras décadas de dejación ética, social e ideológica. A no ser que…