Matarile

Ayer era un mal día para andarse con remilgos ante la sentencia del Supremo que cierra el camino electoral a los amigos de ETA. Un veredicto con todas las garantías de un Estado de derecho ante el que no cabe cogérsela con papel de fumar. Es difícil imaginar que Estados Unidos permitiese a los cómplices de Bin Laden presentarse a las elecciones.

AL Premio Nobel de la Paz, apretado por encuestas impopulares, no le ha temblado el pulso a la hora de dictar una orden sumarísima de ejecución sin fórmula de juicio. Lo de vivo o muerto era una licencia retórica, un guiño a la memoria histórica y cinematográfica del Far West: Bin Laden sólo podía aparecer muerto o muerto, entre otras cosas porque vivo suponía un problema político de primer orden. La seguridad de la prisión, el proceso judicial, la propaganda, el escandaloso show mediático planetario. Un engorro. Había que liquidarlo, abatirlo según el eufemismo militar clásico. Darle pasaporte, ajusticiarlo in situ y por las bravas en un acto de guerra sin contemplaciones. Dicho y hecho. Nada de buenismos; una cosa es ser bueno y otra parecer tonto. El comandante en jefe asumió la responsabilidad con orgullo indisimulado: «Bajo mis órdenes directas». Órdenes expeditivas, tajantes, de disparar a matar y, con amplio desprecio de las inevitables teorías conspiratorias y las leyendas urbanas, evitar la mitología póstuma deshaciéndose del cadáver en el fondo del mar. Matarile.

El lenguaje narrativo oficial con el que Obama relató la operación no deja lugar a ambigüedades. El presidente se declaró sin género de dudas ni remordimientos autor de un acto de justicia del que sólo le cabe sentirse satisfecho porque, a diferencia de ciertas operaciones de guerra sucia, está basado en la legalidad. Tiene poderes constitucionales —otorgados por el Congreso a su antecesor Bush— para atacar en el extranjero a cualquier sospechoso de terrorismo contra Estados Unidos y los ha usado sin atisbo de desasosiego ni sentimiento de culpa. Ha aplicado una sentencia fulminante con criterio de castigo, de resarcimiento por el daño causado, obviando en un contexto bélico la posibilidad de un juicio justo que con toda certeza habría desembocado en pena capital. Y ha sacado pecho por ello, respaldado con entusiasmo por la opinión pública. De su parte no sólo tiene la ley de su país, sino una legitimidad pública amasada sobre las vidas de miles de víctimas.

El mensaje de Obama, al margen de la obvia autorreivindicación política a que tiene derecho, es nítido: no caben titubeos ni cesiones en la lucha contra el terrorismo. Cero miramientos. Máximo respeto a la legalidad pero aplicándola con la mayor firmeza y en su interpretación más restrictiva para que los enemigos de la libertad no puedan beneficiarse de ella. Por eso ayer, precisamente ayer, era un mal día para andarse con remilgos ante la sentencia del Tribunal Supremo español que cierra el camino electoral a los amigos de ETA. Un veredicto con todas las garantías de un Estado de derecho ante el que no cabe cogérsela con papel de fumar. Visto lo visto, es difícil imaginar que Estados Unidos, la primera democracia del mundo, permitiese a los cómplices de Bin Laden presentarse a las elecciones.

Ignacio Camacho, ABC, 3/5/2011