‘Mecagüendios’

EL MUNDO 10/01/15
ARCADI ESPADA

Querido J:
Cada vez me parece más extraño mi oficio. Cada mañana que llego al taller me encuentro una necrología dispuesta. Las hay literarias, del tipo elegíaco, y las hay laborales, del tipo despido. Yo creo, francamente, que esto bastaría para dibujar un fin de época, escribir una novelita romántica y se acabó. Pero no basta, al parecer. Porque combinándose con las necrologías metafóricas se suceden otras, escritas en lenguaje recto, pesadamente inequívocas. Un día adoptan la forma de una decapitación y otra la de un balazo en la cabeza, para aludir a las más recientes. No acabo de comprender la insistencia y ese balear al muerto. Como decía el aforista: «Este oficio moribundo del periodismo. ¡Y que haya que rematarlo a tiros!». O bien: «Comprendo que les disparen, que les decapiten, ¿pero también es necesario despedirlos?» A mí me parece imprescindible y urgente un amplio acuerdo social sobre los periodistas. Si son una inútil antigualla premoderna, a qué dispararles. Y si, por el contrario, son algo socialmente valioso, a qué matarles de hambre. Incluso a mí, que soy un hombre resignado, la redundancia me parece un exceso.

Mañana domingo, en la que va a ser la manifestación más grande después de la Liberación, París va a ponerse de pie sobre las grandes palabras. Singularmente, sobre la palabra libertad. He oído que la matanza de París trasciende el asunto de la libertad de prensa, que es un ataque al corazón de nuestro sistema político, moral, que se trata de la libertad sin adjetivos. Comprendo la buena voluntad de este razonamiento, pero es erróneo. La libertad que cuenta es la concreta. No sé cómo decírtelo: es la distancia entre Charlie Hebdo y Je suis Charlie. Sólo disparan contra el primero. Es también la diferencia entre el periodismo y el turismo: a ver quién dispara contra una red social. La libertad de prensa, es decir, el periodismo, no es una pieza de la democracia. Es la democracia. No hay democracia sin periodismo, no hay periodismo sin democracia: el viejo y vigente circuito cerrado de la libertad. Todo lo que ha pasado en estos agónicos días de Francia sólo tiene que ver con la libertad de prensa. ¡Sólo!

De ahí que sea una ocasión excelente para meditar sobre sus riesgos. No son riesgos nuevos. Básicamente son los que provocan los asesinos y los cobardes. Todas las muertes no fortuitas de periodistas tienen el origen que ya señaló Hearst: «Noticia es algo que alguien no quiere que se publique. Todo lo demás es publicidad». La cuestión es simple, simplicísima, y sólo se ve cuando, bien rebañada, se está dispuesto a admitir su simplicidad: los terroristas no quieren ver publicada la cara de Mahoma, como el gángster no quiere ver publicadas sus cuentas. Presionan, amenazan y matan. Así ha sido siempre. El fanático correcto que no vea que la cara de Mahoma es una gran noticia de nuestro tiempo, el que pretenda hacer pasar esa caricatura como una forma excéntrica de la opinión, no ha entendido nada del periodismo ni de nuestro tiempo.

Luego están los cobardes. Me extenderé sobre ellos. Siempre nos interesan más los cobardes. Estos días ha proliferado el tipo, especialmente en la prensa anglosajona. No sólo han evitado publicar las caricaturas de Mahoma, sino que han exhibido, y con la habitual arrogancia del que se cree en el lado soleado de la calle, su punto de vista: no quieren ofender a los musulmanes. El Times, el Financial Times, la CNN, Reuters, Associated Press… Ha habido incluso episodios puramente cómicos como el del reumático Telegraph, que pixeló el dibujo de Mahoma en una foto de archivo en la que el director de Charlie Hebdo, Stéphane Charbonnier, mostraba una de las portadas de la revista. Hay que hacer notar que esa negativa es la negativa de un eco. No es que el Times decida por su cuenta y riesgo publicar una caricatura de Mahoma. Es que el Times ignora un elemento clave del suceso; como si renunciara a publicar unas declaraciones entrecomilladas por miedo a la ofensa. La cobardía deontológica está trufada de implicaciones éticas cuando hay 12 muertos sobre la mesa de la redacción: pero son tan repulsivamente obvias que no merece la pena referirse. Mucho mejor es apuntar el deslizamiento de esas empresas periodísticas hacia los triunfantes modelos comerciales del digitalismo. Al fin y al cabo, el Times y compañía hacen lo mismo que el kiosko de Apple cuando censura una portada de la revista Muy Interesante donde aparece un chico desnudo. Lo mismo que Facebook cuando prohíbe fotos de personas desnudas. Lo mismo que Twitter cuando cancela las cuentas de los que compartieron imágenes de la brutalidad del Estado Islámico. Lo mismo que Google cuando penaliza unos pezones en una web de moda. A un lado el periodismo y al otro todo eso: la publicidad.

La ofensa como cláusula informativa no es sólo algo intelectualmente estúpido sino también moralmente perverso. Al igual que tantos otros periódicos el Times publicó la foto pulitzer del policía Ahmed Merabet a punto de morir de un balazo, non, c’est bon, chef. Ahí está el terrorismo, la muerte y el tiempo. ¿Pero pidieron permiso a la esposa? ¿A los padres? ¿A los hijos? ¿Se aseguraron de que no iba a ofenderles? Es una desgracia terrible, pero los hechos no piden autorización.

Y si no la piden los hechos, mucha menos legitimidad tendrán las ficciones para pedirla. Al fin y al cabo hay una gran diferencia entre el policía Merabet y el prodigioso Alá: sólo uno existió. Es fácil comprender que cuando el periodismo pide respeto para las ficciones está escribiendo, sin ayuda de nadie, su propia y definitiva necrología.
Sigue con salud
A.