GABRIEL ALBIAC-ABC

La memoria es irónica. O bien estúpida. Subjetiva siempre, sentimental. Y nunca legislable

LOS griegos lo inventaron todo. O casi. Lo que importa. En Parménides y en Platón, «verdad» se opone a «olvido». No es una teorización. Lo da la lengua. «Olvido» se dice en griego clásico léthe, y da nombre al río que franquea el Hades, reino de los muertos. «Verdad» le antepone una «a» privativa, a-létheia: el no-olvido. La contraposición no es arbitraria. En el recuerdo, una verdad nos habla. Enmascarada. Al esfuerzo por descifrarla, llaman Parménides y Platón filosofía.

Porque, si en el recuerdo se nos revelase la verdad desnuda, todo sería sencillo. Pero cualquier adulto sabe que su memoria está hecha más de lazos afectivos que de realidades verificables. Recuerdo lo que amé u odié. Y lo recuerdo bajo los atributos que el amor o el odio le imponen en mi mente al evocarlo. ¿Hay alguna verdad en esa emergencia de los afectos? Por supuesto que sí: hay la verdad del humano que rememora. Puede que ni lo que amé fuera amable ni lo que odié fuera odioso. Pero yo soy esa constelación de fantasías que mi amor y mi odio tejieron. Mi verdad consiste en saber cuáles son las ficciones de las que estoy hecho. Una vieja leyenda –también griega– hace nacer el pensamiento en el instante en que un hombre le dice a otro: «miento». La paradoja de que la verdad de un hombre sea su telaraña de mentiras, está entre los hallazgos primeros de la filosofía. Con el recuerdo tan sólo puede habérselas la ironía. Es la lección de Platón en el Fedro.

La memoria es dos cosas. Realidad y afectos. Con más precisión: afectos que configuran realidad. Porque nos aparecen ambas amalgamadas, es primordial distinguirlas. Catalogar datos del pasado, documentos, restos, y determinar sus relaciones causales, es tarea de una disciplina académica, susceptible de regulación y, por tanto, de docencia: la historia. Desentrañar nuestro depósito afectivo es, tal vez, la tarea más importante de nuestras vidas: en esa memoria se juega nuestro equilibrio sentimental, nuestro equilibrio a secas. Hacer de eso, que es lo más sagrado, una asignatura sometida a régimen disciplinario, sería envilecernos, trocar nuestro primer tesoro en calderilla. Legislar nuestros afectos es mutarnos en esclavos. Ni la historia cura el afecto, ni el afecto modifica la historia.

¿Por qué los españoles giramos siempre en el bucle de una guerra civil anclada en el anacronismo de esos años treinta tan por completo ajenos a cualquier presente? Es el enigma importante. Porque es único en Europa. No es difícil responder, en lo que a los de mi edad concierne. La guerra civil –su desenlace– nos hizo. Bajo simbólica de victoria o de derrota, todos los nacidos entonces arrastramos una carga afectiva que morirá con nosotros. Si no somos demasiados tontos, sabemos que no hay más realidad en esa carga que la de nuestras frustraciones.

Es más difícil entender que eso funcione en las gentes más jóvenes, que son la mayoría demográfica española. Sólo una distorsión propagandística puede explicarlo. La invención escénica de una guerra civil, a la medida del deseo de quien la invoca, es una máquina excelente de cosechar votos. Y de los votos vive la subespecie menos respetable de nuestra sociedad: los políticos profesionales. Que se les dé un ardite desgarrar ficticiamente a una ciudadanía ajena a las tragedias de los años treinta, no les da reparo. Su sueldo es más importante.

La memoria es irónica. O bien estúpida. Subjetiva siempre, sentimental. Y nunca legislable. Lo sabía Platón. Lo deberíamos saber nosotros.