Memorias

Lo grave no el foso insalvable en los relatos de los vencedores y de los vencidos de las últimas elecciones legislativas en torno a lo sucedido entre el atentado de los trenes y las algaradas de la jornada de reflexión, por muy agria que resulte, sino el hecho de que tal discrepancia haya resucitado fatalmente la memoria de la guerra civil.

Me temo que la educación y la finura no van a ser suficientes para permitir a la leal oposición modificar la relación de fuerzas derivada de las turbias jornadas de marzo de 2004. Hay un foso insalvable entre los relatos de los vencedores y de los vencidos en las últimas elecciones legislativas que, si no ha dado ya al traste con el acuerdo nacional que hizo posible la transición a la democracia, no tardará en poner en evidencia su quiebra. Lo grave no es la mera disensión narrativa en torno a lo sucedido entre el atentado de los trenes y las algaradas de la jornada de reflexión, por muy agria que resulte, sino el hecho de que tal discrepancia haya resucitado fatalmente la memoria de la guerra civil. Un amigo periodista arguye que no había modo de evitarlo, toda vez que fue la única guerra del siglo XX ganada por los malos. No es una explicación racional. A mi amigo, la situación presente le desazona tanto como a mí, pero no creo que advierta que una afirmación como la suya sólo es válida dentro de una determinada memoria. Los pactos políticos de los primeros años del posfranquismo fueron posibles gracias a una tácita cancelación de las memorias antagónicas, a un esfuerzo de olvido que constituye sin duda el rasgo más generoso de las dos o tres hornadas de españoles que participaron en el restablecimiento de las libertades.

HAY que subrayar que tal olvido deliberado se circunscribió exclusivamente al espacio público. En el privado, como es lógico, cada uno siguió cargando con su propia memoria, pero el compromiso democrático implicaba la renuncia a que las memorias particulares interfirieran en la gresca política. Más aún: las incursiones autobiográficas en el ámbito público, la abundante literatura memorialística que invadió las librerías desde finales de los setenta, fue claramente definida como literatura y deslindada del discurso histórico y de sus pretensiones de validez científica. Quizá lo más paradójico del momento actual sea que, mientras los propios historiadores cuestionan el estatuto de ciencia que reclamaban para su disciplina hace treinta años y no desdeñan reconocer su afinidad con los literatos, cada hijo de vecino (sobre todo, a la izquierda) esgrime su memoria exigiendo que se le compense por los indiscutibles agravios imaginarios o reales recibidos por él mismo o por sus mayores. El fenómeno en sí denota una disfunción de la democracia y, por supuesto, no es exclusivamente español. Se trata de una perversión del individualismo inducida y alentada desde las fuerzas sociales que preconizan la superación de la «democracia burguesa» o «neoliberal» (o sea, de la democracia realmente existente) en aras de una utópica «democracia radical» que se parece bastante al ideal comunista de toda la vida (del «a cada cual según sus méritos» del liberalismo al «a cada cual según sus deseos», variante golfa del «a cada cual según sus necesidades» del marxismo clásico). Una de las aportaciones teóricas más interesantes del pensamiento político neoconservador (en Roger Scruton o Irving Kristol, por ejemplo) consiste precisamente en señalar que, junto a su dimensión adquisitiva, el individualismo democrático exige asimismo una moral de renuncia o autocontención. De faltar ésta, la comunidad política acabaría saltando en pedazos.

TRADUCIDO al español, esto significa que sería conveniente domesticar las memorias silvestres que han tomado al asalto el espacio público antes de que tengamos un serio disgusto. No vendría mal renovar el pacto preconstitucional de 1975-1977, que sentó silenciosamente las condiciones de un olvido cívico. Ahora bien, quien debe dar el primer paso en esa dirección es, como en aquellos años, quien detenta el poder, y no creo que el partido gobernante, inmerso en su triunfal posguerra imaginaria, esté dispuesto a cambiar el disco. Mientras el relato oficial de marzo sea el que seguimos oyendo, el relato alternativo de los vencidos, como diría el maestro Jiménez Lozano, está justificado cualquiera que sea su soporte: vídeo u octavilla. Educación y finura, vale. Pero con sustancia.

Jon Juaristi, ABC, 5/4/2005