Menudo concejal

El solitario voto de Carlos García impidió a Bildu hacerse con la alcaldía de Elorrio, entre amenazas e insultos. Desde entonces se ha convertido en un héroe para muchos. No es un recién llegado: joven autodidacta, cuenta con 14 años de experiencia política a pie de calle

Carlos David García Fernández tiene una cualidad: no se comporta como un político al uso. Héroe o pirómano (ha merecido ambos calificativos estos días), desprende naturalidad. Y eso explica cómo y por qué ha llegado hasta donde está. Es un hombre de 32 años, menudo, delgado (ha perdido más de 10 kilos en los últimos tiempos) que en apariencia hace la vida de cualquier joven de su edad, hecho que se puede corroborar en un paseo por Bilbao, donde puede afirmarse, sin riesgo a equivocación, que conoce a un buen número de camareros. Simpático, de sonrisa fácil, vive estos días abrumado por lo sucedido hace una semana. Mujeres de cierta edad le saludan y le besan por la calle con afecto maternal. Probablemente a él le gustaría que esa admiración se la prodigaran las más jóvenes, pero no es una estrella del fútbol, a pesar de que estuvo a un paso de pertenecer al Athletic. Es una estrella de la política en estos días. Lo es desde el momento en el que como único concejal del Partido Popular en Elorrio dio su voto al PNV para desalojar a Bildu de la alcaldía y hubo de salir entre insultos y amenazas de la sede consistorial.

«Tenía 15 años cuando explotó una bomba cerca de mi colegio. Murió un policía, padre de un compañero de clase»

Durante su campaña en Elorrio usó el himno del Athletic y divulgó un número de teléfono para recibir llamadas

Un sector de la prensa nacional tardó minutos en catalogarle como un héroe. Desde ese momento, además de sus dos escoltas, le siguen las cámaras de televisión y periodistas de toda condición. Minutos tardaron también algunos líderes en llamarle para darle ánimos y felicitarle. A saber, Gallardón y Esperanza Aguirre, Rajoy y Mayor Oreja, polos opuestos de su mismo partido. Y también José Bono, presidente del Congreso. De golpe, el único concejal popular en Elorrio, una localidad fronteriza entre Vizcaya y Guipúzcoa de algo más de 7.000 habitantes, colmaba la máxima atención de la opinión pública. Quien piense que se trata de un episodio propio de una casualidad electoral, anda equivocado: Carlos García eligió Elorrio, y lo eligió por algo.

Tampoco la cualidad de no parecer un político es anecdótica en la trayectoria de Carlos García. Tiene modales de recién llegado cuando en realidad le contemplan 14 años de experiencia política: ha sido concejal en Sondika, presidente de Nuevas Generaciones en el País Vasco y ocho años concejal en el Ayuntamiento de Bilbao. Todo ese largo trayecto no ha modelado su comportamiento por una sencilla razón: es un ejemplar de político callejero, hecho en el barrio de Santutxu, uno de los más populares de Bilbao, en comisiones de fiestas, en reuniones para decidir pequeñas obras o en la gestión de instalaciones deportivas. Su actividad ha estado siempre muy ligada a la calle. Y podría decirse que de la calle no ha salido. De ahí su ventaja.

Luego está el destino: estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. Pero no es el caso de Elorrio. Lo de Elorrio no ha sido casual.

Cuando un buen día Carlos García decidió, acompañado de su hermano, afiliarse al Partido Popular, habían pasado unas semanas del asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal de Ermua. Fue una decisión largamente meditada. No fue un acto impulsivo. «Había que hacer algo», recuerda. El aspecto de Carlos García cuando entró por vez primera en la sede del partido no era el ajustado a un joven aspirante a ser militante del PP. A saber, llevaba melena, recogida en una coleta, y el correspondiente pendiente en la oreja. Procedía de una familia modesta: si su madre fue catequista en tiempos, su padre era un maestro afiliado a UGT que le ponía a sus hijos canciones de la Guerra Civil tan características como La Internacional, Ay, Carmela, A las barricadas, Los comuneros o el Eusko Gudariak. «Pero en ningún momento nos adoctrinó», sostiene. Por su aspecto y sus raíces, extraña que no hubiera dirigido sus pasos a la sede del PSE. «Podría haberme apuntado al PSE», reconoce, «pero fue la época de los escándalos de corrupción y de los GAL, así que me parecía que la postura del PP era más sólida».

Esa decisión tuvo mucho que ver con el terrorismo: «A los 15 años explotó una bomba lapa cerca de mi colegio. Murió un policía cuyo hijo era un compañero. Me costó entender que solo estuviéramos 20 alumnos de los casi 2.000 que éramos en ese centro en un acto en memoria del padre de un compañero. Y menos podía entender que, después de eso, un chaval de clase llevara escrito ‘Gora ETA’ en un estuche. Le pregunté por qué lo llevaba y no supo contestarme. No tenía una razón concreta. Traté de convencerle de que lo borrara y lo conseguí. Cosas como esas generaron en mí una inquietud por la política. Había que hacer algo».

Eligió al PP: «Lo hice por su posición contra el terrorismo, pero también me di cuenta de que, a pesar de que el PP por entonces tenía siete concejales en Bilbao, ni mi hermano ni yo conocíamos a ninguno. No sabíamos quiénes eran. No estaban en el barrio. Por eso nos fuimos directamente a la sede a afiliarnos».

La muerte de Miguel Ángel Blanco marcó su actitud hacia la política de tal manera que no le importó, con 21 años, su coleta y su pendiente, ir en las listas del PP por la localidad de Sondika en las elecciones de 1999. Estudiaba Derecho en la Universidad pública del País Vasco y trabajaba de topógrafo sin ser topógrafo, otra de sus cualidades. Es un autodidacta y un maestro de la improvisación. Jugaba al fútbol en el Baskonia de la Tercera División: típico delantero de brega constante y goles oportunistas. Pudo haber formado parte de la cantera del Athletic cuando este club convirtió el Baskonia en su filial, «pero nos echaron a todos para meter a sus juveniles», recuerda. Durante su etapa en Sondika se dedicó a buscarle las vueltas al alcalde del PNV por el elevado importe de las tasas municipales y por algunos asuntos más turbios, hasta el punto de que logró que fuera imputado. «Como estudiaba Derecho, aplicaba las cosas que aprendía a mi trabajo como concejal», explica. «Acudí al Defensor del Pueblo por el asunto de unas tasas que doblaban la media de Vizcaya y husmeaba en todos los expedientes de obras». Ese trabajo de hormiga lo avalan algunos concejales rivales, socialistas sin ir más lejos, que reconocen a Carlos García como un «guerrillero» de los expedientes.

El destino sí obró a su favor en 2003. Sus éxitos en Sondika llamaron la atención de otro joven político, Antonio Basagoiti, que debía elaborar la lista para el municipio de Bilbao. Puso a Carlos García en el octavo lugar cuando las perspectivas no auguraban más de cinco o seis puestos de concejal: «Había sucedido lo del Prestige, estaba lo de la guerra de Irak, no eran buenos momentos para el partido». Por entonces, en plena campaña, falló la empresa de buzoneo que debía repartir el programa electoral del PP. Y allí apareció Carlos García: «Monté un sistema de buzoneo improvisado con amigos. Logramos repartir 200.000 programas por todo Bilbao. Los pusimos también en los parabrisas de los coches. Sabía que molestaba, pero era efectivo». El Partido Popular sacó ocho concejales en Bilbao, así que Carlos García se estrenó como concejal con su melena y su pendiente.

Luego cambió su aspecto. Se cortó un poco el pelo, se puso rizos y pasó a ser conocido como Bisbal, por el parecido de su cabello con el del cantante. Trabajó en la calle, en su barrio, se tomaba unos pinchos en la casa del pueblo con sus rivales socialistas para tratar asuntos, llevó propuestas concretas al pleno. Por ejemplo, cambiar los autobuses que llevaban a los estudiantes a la universidad. «Ya les dije que eran como los que se mandan a Cuba y al Sáhara. Me hizo ilusión lograrlo porque yo los había sufrido durante mucho tiempo». Daba caña en las reuniones y no escurría el bulto en la polémica. Era un político cañero y callejero: en el follón se mueve como pez en el agua, destacan compañeros de partido y rivales. Su forma de ser no le convirtió en un personaje simpático a todo el mundo. Ni siquiera entre sus correligionarios, que no apreciaban demasiado su tendencia a ir por libre, su heterodoxia, y le reprochan cierta dificultad para trabajar en equipo; alguna vez le desautorizaron. Su novia de entonces, Nerea Azola, era otra militante popular más cañera que él, asidua a tertulias de alto voltaje y muy combativa con todo lo relacionado con el terrorismo. Formaron una pareja explosiva y ruidosa: ella terminó fuera del partido tiempo después.

Desde luego, Carlos García aprendió a llamar la atención. Su don de gentes y su autonomía le permiten un cómodo acceso con los periodistas. Es directo y no se pierde en discursos establecidos. En el verano de 2008 hizo una propuesta muy efectista: con motivo de la clasificación de España para la final de la Eurocopa ante Alemania, propuso que el consistorio montara pantallas gigantes en algunas plazas. Esa propuesta en Bilbao tenía mucha miga y, naturalmente, no fue aceptada. Luego la repitió años después elevando el listón cuando España alcanzó la final del Mundial: propuso una pantalla gigante en el exterior del Guggenheim. «Una foto de los alrededores del Guggenheim repleto de gente celebrando la victoria recorrería el mundo y sería una buena propaganda para la ciudad», dice todavía. No salió adelante. «Todo el mundo vio que el día de la final, las calles de Bilbao estaban vacías».

Las turbulencias dentro del PP vasco le afectaron y se le etiquetó como un firme partidario de María San Gil (que abandonó el partido) y de la línea dura. Él niega haber dicho que si San Gil se iba, dejaba el partido. Lo cierto es que a la hora de confeccionar las listas en Bilbao para las municipales, Carlos García desapareció.

Para aparecer como candidato a la alcaldía de Elorrio, una localidad de casas señoriales y ambiente severo, un reducto nacionalista en Vizcaya, cuyo alcalde era Niko Moreno, un alto dirigente de la izquierda abertzale, donde el Partido Popular jamás tuvo un concejal. ¿Aterrizó Carlos García en Elorrio por casualidad?, ¿Fue desterrado allí a terminar su carrera como concejal?

No.

Fue Carlos García quien eligió Elorrio. Se lo pidió expresamente a Antonio Basagoiti, quien reservaba para él una posición dentro del Gobierno vasco. Le llamó y le pidió Elorrio, donde no había voluntarios hasta ese momento. Y Basagoiti lo corrobora: «Efectivamente me lo pidió él. Me dijo que podíamos convertirnos en un voto decisivo, que en las pasadas elecciones no obtuvimos la concejalía por unos pocos votos y que allí estaba Niko Moreno. A Carlos le va la marcha. No se resigna ni se lamenta. Me lo pidió y le dije que lo estudiaríamos».

Visto en perspectiva, las condiciones para una campaña del PP en Elorrio eran las ideales para un hombre de sus características. No había dinero, ni ganas de aparecer. Poco menos que Carlos García tendría que montarse su propia campaña.

Así que lo hizo a su manera. Estilo callejero y autodidacta. Redactó su propio programa y fotocopió en blanco y negro muchos folios a los que pegó un sello: «Austeridad en campaña». Movilizó a sus cuadrillas de amigos, tomó un coche y un megáfono y recorrió las calles de la localidad. Hizo acompañar el himno del Partido Popular junto al himno de Athletic. Se compró un móvil, su correspondiente tarjeta, y puso el número en la propaganda para contestar a todo aquel que quisiera hablar con él. Algunos lo hicieron para insultarle. Su atrevimiento no conocía límites: jugaba a pelota en el frontón de la localidad, que comparte pared con el Ayuntamiento. O jugaba al fútbol con sus amigos en Elorrio. Se hizo visible.

Sus propuestas electorales eran muy concretas, como es su estilo. No promete, en genérico, mejorar la sanidad pública. Concreta: una ambulancia, una, para Elorrio, en servicio durante las 24 horas, «para que incluso los abuelos que votan a Bildu estén tranquilos y sepan que les pueden llevar al hospital de Durango en poco tiempo». Otra propuesta: wifi gratis en el entorno urbano. Dos más, igualmente concretas: solicitar a la Ertzantza que patrulle por la localidad y negociar con Fomento que, a cambio de respaldar la Y vasca (que debe pasar por Elorrio y siempre contó con el boicoteo de los abertzales), se cree una bolsa de empleo en la localidad para cuando empiecen las obras. Otra más: destinar los 37.000 euros que se conceden a los familiares de presos etarras para ayudas sociales.

El 11 de marzo, 276 habitantes de Elorrio votaron a Carlos García y al PP. Obtuvo 27 votos más que cuatro años antes. Parece un resultado escaso, pobre para tanto esfuerzo, pero resultó suficiente para que el PP lograra por vez primera un puesto de concejal. El éxito tenía otra lectura: el PP había bajado en todas las localidades que rodean Elorrio. El destino hizo el resto: seis concejales para Bildu y seis para el PNV. Carlos García era el árbitro. Como prometió en campaña, daría su voto a quien pudiera arrebatarle la alcaldía a los que consideraba herederos de Batasuna.

Cuando dio su voto el pasado sábado al PNV, la reacción de los simpatizantes de Bildu no se hizo esperar. Le insultaron, le escupieron, le cantaron el Eusko Gudariak, sin reparar en que él se puso a tararearlo («me la sé de memoria y es una bonita canción»). Respondió en euskera a algunos insultos. En ese escenario callejero, es evidente que Carlos García sabe moverse. Y valor no le falta.

¿Es el suyo un caso de político joven y temerario?, ¿se dejará instrumentalizar por la ultraderecha que le jalea como un héroe desde el sábado? Carlos García sostiene que continuará algunas iniciativas que en su día presentó la concejal socialista, que perdió su cargo («y me ha dado una pena inmensa»). Es más, quiere irse a vivir a la localidad y hacerse más visible todavía. Antonio Basagoiti le tiene reservada otra función con el Gobierno vasco en asuntos relacionados con las víctimas del terrorismo, pero no le preocupa que pueda caer en las garras de la fama repentina y ciertos efectos secundarios. «Controla bastante. Mucho más de lo que parece. Y nunca ha metido la pata».

Se mueve con soltura en la calle. De tanto leer expedientes ha perdido vista, pero no olfato. No le impresionan las cámaras. Su discurso es directo. Estar en el ojo del huracán no le incomoda. El cóctel está servido.

EL PAÍS, 20/6/11