Miedo y ridículo en torno al 1-O

EL MUNDO 10/07/17
LUCÍA MÉNDEZ

EL 9-N de 2014 fue un día tranquilo y festivo en Cataluña. Millones de personas acudieron a votar en el referéndum organizado por la Generalitat y las asociaciones independentistas. Hubo colegios electorales, urnas, papeletas y colas de votación. «¡Están votando!». Éste era el mensaje. Están votando, a pesar de que el Gobierno de la Nación había comprometido su palabra ante los españoles. El referéndum de independencia no se celebraría porque era ilegal.

Ante la mirada atónita e impotente de Mariano Rajoy, las autoridades catalanas ofrecieron datos oficiales de participación a mediodía y al cierre de las urnas. Como en cualquier jornada electoral, las crónicas de los periodistas empezaban diciendo: «Normalidad absoluta en la jornada de votación. Ausencia de incidentes destacables». El entonces presidente Artur Mas celebró por todo lo alto la fiesta de la democracia.

El inexistente derecho de autodeterminación de Cataluña había dado un paso, ante la pasividad del Gobierno del PP, que dejó hacer lo que creyó que nunca se haría. El 9-N abrió una crisis interna en el Gobierno y en el PP cuya consecuencia más concreta fue la destitución del fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, a quien el Ejecutivo acusó de estar en misa en lugar de en su despacho defendiendo la legalidad frente a los que ese día se la saltaron. Él se defendió asegurando que había advertido al Gobierno de la posible violación de la ley y que encontró a Moncloa mirando para otro lado. La noche del 9-N, Mariano Rajoy se sintió burlado, engañado, humillado y ofendido. Como justificación de la burla, alegó que Artur Mas le prometió que nunca haría lo que finalmente acabó haciendo. El Gobierno instó a la Fiscalía a presentar después del referéndum las querellas que no quiso presentar antes.

El 9-N fue un duro golpe para la autoestima del PP y del Gobierno. La sensación de burla les acompañó durante meses. Rajoy juró ante su partido lo mismo que Escarlata O’Hara ante sí misma. A la Constitución pongo por testigo. Nunca más volveré a permitir un referéndum ilegal. Cueste lo que cueste. Las palabras del presidente del Gobierno a sus colaboradores fueron más o menos las mismas que repitió posteriormente en público el mucho más extrovertido y expansivo Xavier García Albiol. «Se acabó la broma». Tres años después, vuelve «la broma». Aunque esta vez muy en serio. El procés ha entrado en bucle y pretende organizar otro 9-N. Puigdemont ocupa el lugar de Artur Mas y el independentismo se ha debilitado por dentro, castigado por las condenas contra los organizadores del 9-N. Si no fuera por estos detalles, diríamos que hemos regresado a 2014.

Es verdad, como ha dicho Puigdemont, que hay miedo en torno al 1-O. Tiene miedo él y tiene miedo el Gobierno. Tienen miedo los altos cargos de la Generalitat al embargo de sus patrimonios. Y tiene miedo el Gobierno a que las resoluciones judiciales «normales» no sean suficientes para evitar la votación. Pero Rajoy no puede permitirse otro ridículo como el del 9-N. Hará lo que sea, y lo que sea es lo que sea. El 155, la activación de la ley de Seguridad Nacional, la persecución de urnas y papeletas por tierra, mar y aire. La única hipótesis que contempla el Gobierno es que quien haga el ridículo esta vez sea Puigdemont. Un hombre, por cierto, más terco y sinuoso que Artur Mas. De ahí el miedo.