PEDRO SCHWARTZ-ABC

  • En nuestras democracias el poder del ejecutivo sólo tiene un límite constitucional: la independencia judicial. Según lo proclama el art. 117 de la Constitución Española

Era Alfonso Guerra vicepresidente del Gobierno cuando dicen que pronunció una frase que vale la pena recordar: «Montesquieu ha muerto». No sabemos si estaba expresando un deseo o constatando una situación. Lo dijera o no, el hecho es que hoy en día la doctrina de la división de poderes que el gran francés formuló con tanto acierto está en todas las bocas para lamentar lo poco que se la respeta o para condenarla como contraria a la democracia. Montesquieu sigue vivo y su conocimiento es indispensable.

Fue el filósofo y economista John Locke en su ‘Segundo Tratado sobre el gobierno civil’ de 1689 el que sembró la doctrina de la división de poderes como garantía de las libertades individuales y políticas. El Parlamento acababa de destronar al rey Jacobo II Estuardo, de inclinaciones católicas, y había entronizado a Guillermo de Orange y su esposa, la reina Ana, de convicciones protestantes. Locke fue uno de los intelectuales secretamente implicados en esa que los ingleses llamarían la ‘Gloriosa revolución de 1688’. En el ‘Tratado’, partiendo de la idea de que los humanos gozaban de derechos naturales, Locke basó la legitimidad de los gobernantes en el acuerdo o pacto tácito de los individuos de ceder parte de sus derechos para promover la paz social. El poder supremo así cedido al procomún para asegurar que su libertad era el poder de legislar. Los gobernantes deberían en todo caso respetar los derechos de los individuos a «la vida, la libertad y la propiedad» que tenían en el estado natural, aunque entonces no pudieran ejercerlos plenamente. El Poder Legislativo así constituido necesitaba el apoyo de un Poder Ejecutivo para garantizar la continuidad en la aplicación de las leyes. Es así, dice, que «el poder legislativo y el ejecutivo a menudo vienen a estar separados». El Tercer Poder para Locke no era el judicial, como vendría a ser en la doctrina de Montesquieu, sino el ‘Federativo’ o poder de declarar y conducir la guerra y firmar la paz. Tres poderes, pues, y dos autoridades.

El paso siguiente lo dio Montesquieu en su obra ‘De l’esprit des lois’ (1748). Ahí acuñó la idea de la división de la soberanía en tres Poderes como esencial preservar de las libertades. No se atuvo a la tradicional clasificación de formas de gobierno de Aristóteles (monarquía, aristocracia y democracia, y sus versiones degeneradas), sino a cómo se preserva la libertad bajo cualquiera de esas formas. La teoría de la separación de poderes le permitió distinguir, no ya entre gobiernos moderados y gobiernos absolutos, sino analizar cómo preservar la libertad bajo cualquier forma de gobierno. «La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no se encuentra sino bajo los gobiernos moderados. Pero no se encuentra siempre en los estados moderados; solo existe donde no se abusa del poder. Sin embargo, es una experiencia eterna el que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él; llega hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! Hasta la virtud [republicana] necesita límites». En un capítulo sobre la ‘Constitución de Inglaterra’ (tras haberla estudiado en una larga estancia en Londres) lo abrió aplicando la distinción entre los tres poderes; el legislativo, por el que el gobernante «promulga leyes para un momento o para siempre, y corrige y deroga las ya promulgadas»; el ejecutivo «en las cosas que dependen del derecho de gentes», a saber, la defensa y las relaciones con otros Estados; y «el poder de juzgar», es el que ejerce quien «castiga los delitos o resuelve los diferendos entre particulares». Finalmente, reiteró Montesquieu la lección extraída de sus observaciones sobre la división de poderes: «Todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo principesco, o noble, o ciudadano, ejerciese esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas, y el de juzgar los delitos o dirimir los pleitos entre particulares».

Sobre estas bases doctrinales, los constitucionalistas de los países libres han ido construyendo mal que bien sistemas de división de poderes. La Constitución de los EE.UU. de 1787 fue la primera. Esa Constitución estableció las tres ramas del Estado: el Congreso con sus dos Cámaras, que legisla; el presidente y su gabinete, que gobierna; y los tribunales, muy especialmente el Tribunal Supremo, que defienden la Constitución y los derechos que concede.

James Madison, uno de los ‘padres’ de Constitución americana, definió su carácter diciendo que no se la deseaba «democrática», en el sentido de que no se quería que el pueblo ejerciera una soberanía absoluta al estilo de la Revolución Francesa. Por eso, en 1789, se añadieron diez enmiendas constitutivas de un verdadero ‘Bill of Rights’ o ‘Carta de derechos’.

Esas barreras para contener el ansia de poder de la Federación han resultado algo endebles en EE.UU., aunque más sólidas que en otras democracias. La deriva centralista se ve por ejemplo en las ‘executive orders’ o decretos-ley al estilo europeo, de los que tanto abusó el presidente Trump con sus recargos arancelarios. Pese a todo, la Constitución de EE.UU., con su división horizontal de los tres poderes y la vertical entre la Federación y los estados, a más del poder de última instancia de los votantes, acompañados del respeto de las libertades personales y económicas, ha contribuido a crear una de las naciones más libres de toda la historia de la humanidad.

Especial importancia tiene el observar cuánto más fácil es separar los poderes en un Estado federal que en una democracia parlamentaria como la nuestra. En las democracias parlamentarias como la española, el pasar por alto las advertencias de Montesquieu, no sólo se debe a la mala voluntad de los gobernantes, sino también a la mayor dificultad que en las presidenciales de mantener la división de poderes entre Ejecutivo y Legislativo. En las parlamentarias, el ejecutivo presenta los proyectos de ley al parlamento y dicta la enmienda de los mismos. El resultado es una fusión del poder ejecutivo y legislativo. Incluso cuando el sistema es bicameral, el Senado ha de contentarse con aplazar los proyectos de ley aprobados por la Cámara Baja.

En nuestras democracias el poder del ejecutivo sólo tiene un límite constitucional: el de la independencia judicial. Según lo proclama el art. 117 de la Constitución Española, esos jueces y magistrados son «independientes, inamovibles, responsables y sólo sometidos al imperio de la ley». Han de ceñirse a la legislación vigente en cada momento, legislación que, por desgracia, el Ejecutivo puede modificar a posteriori. Pese a ello, el poder judicial, unido a una Fiscalía bien ordenada, es una poderosa barrera frente a la autocracia.

Para que la conclusión de estas reflexiones no sea totalmente entristecedora hay que recordar otros tres principios constitucionales que sirven para corregir los efectos de una democracia mal entendida. Son principios, por así decir, sociológicos o políticos, pues dependen para su eficacia de la costumbre ciudadana y la autodisciplina de los que mandan: la libertad de expresión, el respeto de la propiedad privada, y el libre mercado. En realidad, los derechos y libertades fundamentales deben verse como defensas del individuo contra el poder de los gobiernos y los abusos de las mayorías populares. En suma, sólo la defensa, a veces desesperada, de los derechos fundamentales del individuo por unos Tribunales independientes resultan ser la última barrera de contención de los abusos de quienes detentan la soberanía.