Nada que aprender

ABC 07/04/17
IGNACIO CAMACHO

· La infamia balcánica no nos ha vacunado ni contra la pasividad culpable ni contra el nacionalismo criminógeno

UN cuarto de siglo después del comienzo de la guerra de Bosnia, la mayor barbarie occidental desde el nazismo y su correlato comunista, Europa no parece haber aprendido nada de aquel feroz exterminio. Ni sobre los efectos destructores de la pasividad internacional ni sobre el potencial criminógeno de los nacionalismos. Incluso se ha perdido gran parte de la memoria del horror, de las matanzas civiles, de la limpieza étnica, del genocidio. Aquello no sucedió en el África poscolonial, ni la Camboya del delirio jémer, ni en el Oriente Medio islámico; fue a pocos cientos de kilómetros de la refinada Hungría y de la turística Venecia. Y lo hicieron tipos tan parecidos a nosotros que algunos de ellos son hoy miembros de pleno derecho de la Unión Europea.

Se asesinaron entre ellos a conciencia, con una crueldad desmesurada y un odio familiar, tribal, primitivo, escalofriante por lo sistemático del método. La masacre sólo acabó cuando la OTAN decidió, al cabo de muchos miles de muertos, intervenir para ponerle remedio. Todavía en España hay quien califica a Javier Solana de criminal de guerra por haber ordenado o autorizado los salvíficos bombardeos. De haberlo hecho mucho antes, en la historia universal de la infamia no estarían inscritos los nombres de Sbrenica, Prozor, Mostar o Sarajevo.

Tres años duró la carnicería, tres años en los que Europa se desangró por la brecha balcánica mientras sus cancillerías discutían sobre galgos y podencos. Tres años mirando cómo la antigua Yugoslavia se disolvía en el furor del salvajismo étnico. Tres años de ignominia cuya experiencia no ha servido de vacuna contra el abstencionismo cobarde ni contra los brotes nacionalistas o xenófobos que aún vuelven a poner a prueba la cohesión del proyecto europeo.

Ha querido la desgracia que el aniversario coincida con una escabechina en Siria provocada con armamento químico; otro impune crimen de guerra ante el que no se oyen más que compungidos y abstractos lamentos. Pero son los mismos brazos cruzados de entonces los que permiten ahora las fechorías que escandalizan nuestro escrúpulo ético. Las mismas lágrimas de cocodrilo derramadas para camuflar la falta de coraje, la abulia pusilánime, el apocamiento. Porque nadie está dispuesto a detener esa hecatombe del único modo posible, que consiste en aceptar riesgos. La sociedad indolora se conmueve ante los muertos que no es capaz de impedir mientras los regímenes que carecen de dudas morales –el de Assad, el del Daesh, el de Putin– aprovechan las vacilaciones para ganar terreno.

Así ocurrió también en los Balcanes: bestias desatadas, verdugos siniestros que sacaban ventaja de tanto titubeo. Hay sangre que el olvido no lava, culpas que la Historia no perdona; poco se diferencian aquellas víctimas de éstas de ahora, cuya memoria acaso interpele dentro de otros veinticinco años nuestros biempensantes remordimientos.