ANTONIO MUÑOZ MOLINA-EL PAÍS

  • El recuerdo prefiere lo heroico y lo ejemplar a lo confuso, a lo ambiguo, al horror sin motivo y al sufrimiento sin redención

Una tarde desoladora de noviembre, me encontré visitando lo que había sido el gueto de Cracovia, con cielo bajo de llovizna y frío, con una luz como de documental en blanco y negro. En los escaparates de las agencias de viajes, carteles de colores veraniegos ofrecían tours en autobuses climatizados que incluían en programa doble la visita al campo de Auschwitz y unas sesiones de esquí en laderas cercanas. En lo que quedaba del cementerio judío, rudas lápidas verticales de piedra oscura se inclinaban entre la hierba y la maleza. Sobre algunas de ellas, o al pie, había piedras conmemorativas dejadas por visitantes. Al salir a la plaza a la que daba el cementerio me encontré con un grupo grande de turistas, con el aire entre juvenil y provecto de los jubilados americanos, y presté atención a lo que el guía les explicaba, subido a un banco de piedra, con grandes ademanes dramáticos. Pero no contaba la evacuación de los millares de cautivos judíos del gueto, camino del exterminio, arracimados en aquella misma plaza, en marzo de 1943. Estaba describiendo el rodaje de las escenas correspondientes en La lista de Schindler.

Hace unos días, en las ceremonias conmemorativas del desembarco en Normandía, entre dignatarios y veteranos, se ha visto también a Steven Spielberg, y junto a él a Tom Hanks, que si no participaron personalmente en aquella hazaña se han cubierto de gloria, y de dinero, representándola en una ficción tan espectacular y tramposa, como La lista de Schindler, y todavía más incrustada en esa zona crédula de la imaginación visual en la que el cine suplanta a la realidad y la supera en su efectismo, y hasta en su verosimilitud. En los telediarios españoles, las pobres imágenes reales del desembarco, apresuradas, desenfocadas, fragmentarias, se han intercalado sin ningún aviso, con las de Salvar al soldado Ryan, que son en color y mucho más fotogénicas.

Como el cine de Hollywood, la memoria institucional es selectiva, y prefiere lo heroico y lo ejemplar a lo confuso, a lo ambiguo, al horror sin motivo y al sufrimiento sin redención. En Normandía las banderas ondeaban al viento del mar y los dirigentes políticos lanzaban sus arengas delante de veteranos decrépitos en sillas de ruedas, y nunca faltaban las imágenes de los cementerios con pulcras extensiones geométricas de cruces blancas sobre el césped. El cine vuelve imprecisos a los muertos y la memoria elige a aquellos que considera dignos de rememoración. La contabilidad precisa es la tarea de la Historia. Es muy improbable que en los discursos del día 6 de junio se haya recordado a las decenas de millares de civiles que murieron en las semanas y meses después del desembarco, no por culpa de la conocida barbarie de los soldados alemanes, sino por los bombardeos masivos y en gran medida injustificados o simplemente erróneos de la aviación americana y británica sobre ciudades portuarias, como Le Havre y Caen, o sobre pueblos aislados sin ningún valor militar. Las personas salían a la calle para vitorear a los aviones que cruzaban el Canal y a continuación corrían para no morir bajo sus bombas. En un ensayo de la New York Review of Books, los historiadores Ed Vulliamy y Pascal Vannier calculan que entre junio y septiembre de 1944, en lo que se supone el avance glorioso de los aliados, murieron 18.000 civiles franceses bajo las bombas de sus libertadores. En Le Havre, la noche del 5 de septiembre, cayeron 9.790 toneladas de bombas. El 85% de los edificios quedaron destruidos. Murieron 5.781 civiles, pero solo nueve soldados alemanes.

Después de la guerra, todos los muertos fueron olvidados, y los supervivientes guardaron silencio, o no se les dio crédito cuando alzaron la voz. No era decente mostrar resentimiento hacia los aliados salvadores. Y la memoria no admite contabilidades desagradables ni zonas grises entre héroes y malvados, verdugos y víctimas. Al menos 420.000 civiles murieron durante los bombardeos indiscriminados de las ciudades alemanas hasta el final de la guerra en zonas que carecían por completo de valor militar, con el único objetivo de sembrar la destrucción y el terror. Y en las conmemoraciones de la “Gran Guerra Patria” en la Rusia de Putin no habrá nunca un recuerdo para los muchos millares de mujeres alemanas violadas durante el avance hacia Berlín de los soldados soviéticos.

En un país tan propenso como el nuestro a erigir memorias incompatibles entre sí, no nos vendría mal un poco de atención a la ecuanimidad de las cifras. Llevo un tiempo sombríamente sumergido en un libro a la vez apasionante e ingrato, Fuego cruzado, de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío (Galaxia Gutenberg), un estudio sobre la violencia política en España en la primavera de 1936, entre la victoria en febrero del Frente Popular y el levantamiento del 17 de julio. En la memoria oficial de derechas, los desórdenes y los crímenes de esos meses convulsos fueron responsabilidad de una izquierda volcada a una inminente revolución comunista: la violencia de extrema derecha, y el golpe militar, habrían sido la respuesta legítima para restaurar el orden y evitar una dictadura soviética; en la memoria de la izquierda, la violencia fue una estrategia desestabilizadora de la derecha y la extrema derecha: la izquierda no habría tenido más remedio que defenderse contra las agresiones, y las organizaciones obreras respondieron al levantamiento militar y fascista con las armas en la mano, en defensa de la legalidad republicana.

Álvarez Tardío y Fernando del Rey han preferido dejar a un lado los testimonios memoriales elaborados al paso de los años, para centrarse en las fuentes primarias, en lo que sucedía en el momento, lo que contaban y ocultaban los periódicos, lo que proclamaban los dirigentes en los mítines y en escalofriantes sesiones parlamentarias; y sobre todo en los números, registrados en informes y archivos judiciales: cuántos atentados con armas de fuego, con navajas, con palos; cuántos asaltos a iglesias o sedes políticas; cuántos tiroteos entre pistoleros de un extremo u otro o entre miembros de sindicatos obreros rivales; en Madrid, en Barcelona, en capitales de provincia, en pueblos apartados, en cualquier lugar donde estallaba de golpe una violencia que se alimentaba a sí misma en espirales de venganza. Militares, monárquicos y ricachones oligarcas como Juan March conspiraban sin disimulo contra la República, pero los partidos y las organizaciones sindicales que hubieran debido defenderla la socavaban con irresponsabilidad y sectarismo, con una violencia verbal y física que no dio un día de tregua durante esos pocos meses. Entre el 17 de febrero y el 16 de junio se quemaron total o parcialmente 325 iglesias. Entre el 17 de febrero y el 17 de julio, hubo 484 muertos y 1.659 heridos graves en un total de 977 episodios de violencia política. Más de la mitad de esos incidentes fueron iniciados por militantes de izquierdas, pero el número de víctimas ocasionados por falangistas y similares fue algo superior: 541 heridos graves y 223 muertos en la izquierda; 381 heridos graves y 147 muertos en las derechas, a todos los cuales hay que añadir los 21 muertos y 91 heridos causados por las fuerzas del orden, y las víctimas colaterales o no identificadas. Un baño de sangre que ni los más exaltados imaginaban en qué espanto derivaría muy pronto: lo que podía, a pesar de todo, no haber sucedido, de no ser por el golpe militar y la ayuda de Mussolini y Hitler a los sublevados, y por la fría sed de castigo y revancha que mantuvieron los vencedores durante una postguerra más larga y más oscura que la postguerra europea. Quién podrá inventar una memoria edificante sobre aquella primavera.