Nosotros, S.A.

EL MUNDO 04/09/14
ARCADI ESPADA

1984 es el año clave del pujolismo. Y de toda la neolengua vertida en Cataluña. Es el año en que buena parte de la sociedad catalana cede ante el nacionalismo, empezando por alguno de sus más conspicuos intelectuales. El año en que los ciudadanos pasan a CIUdadanos. En mayo la fiscalía se querella contra Jordi Pujol y otros directivos de Banca Catalana, a los que acusa de apropiación indebida. La reacción de Pujol es fulminante: acusa al Gobierno de indigno y el mismo día de su investidura convoca a los ciudadanos a una esperpéntica manifestación en defensa de su honradez. A cualquier carácter templado se le debió caer ese día la cara de vergüenza, sin necesidad de ver más de lo que veía: unas masas que despreciaban la ley, birladas por el populismo. Pero cuando se evoca la luz innoble de aquella tarde añadiendo lo que ahora es conocido, es decir, que aquel que había sacado las masas a la calle para que reivindicaran su moralidad intacta llevaba cuatro años manteniendo una cuenta opaca en el extranjero, la impresión es puramente devastadora.

El caso de Banca Catalana es doblemente importante. Primero, porque es el epicentro de una estafa ética, caja B de la moral, que en España al menos no tiene precedentes. Y en segundo lugar por la supuesta relación entre la ruina del banco y la sucia fortuna pujolista que acaba de descubrirse. Lo primero es una evidencia y lo segundo un indicio. Pero los dos asuntos obligan a que aquellos años sean investigados, ahora que el arrogante blindaje pujolista se ha deshecho.

Obligan a que se conozca la historia del fiscal Burón Barba, de la que el psiquiatra Castilla del Pino daba un inquietante apunte en sus memorias, cuando señalaba a qué punto de agobio le condujeron las presiones del entonces gobierno socialista para que la querella quedase en nada. Obligan a que el siguiente fiscal, Javier Moscoso, cuente las instrucciones reales que dio y que recibió, y hasta las afrentas que sufrió. Obligan a reconstruir el dramático sufrimiento de aquel juez instructor Ignacio de Lecea, que lo llevaba puramente en la cara. Y obligan, sobre todo, a que hable Felipe González. Porque la impresión dominante, y la que es en realidad la hipótesis menos dolorosa sobre su conducta, es que al presidente González le ocurrió lo mismo que a muchos ciudadanos subyugados por el mito pujolista. También él debió de creer que en las cuentas de Banca Catalana había desorden y hasta trampas… antifranquistas, pero que no eran la obra de un tramposo. Exactamente y lo que, sin duda alguna, Pujol ha resultado ser.