SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

El quimérico inquilino, como le habría llamado Roman Polanski, recibía el lunes en La Moncloa a Pablo Iglesias, quizá su socio preferente, para que ambos comprobaran que sus posturas «siguen alejadas» sobre la investidura. Los dos líderes (el lector sabrá perdonar las limitaciones de la palabra escrita) intercambiaron generalidades sobre la posibilidad de avanzar en el Gobierno de cooperación que ambos pactaron la semana pasada. ¿Y qué cosa es esa, si puede saberse? Pues no, no se puede. El marqués de Galapagar explica que el Gobierno de cooperación es un gabinete presidido por Sánchez con algunos ministros de Podemos dentro. Iglesias debería considerar que eso se parece asombrosamente a lo que toda la vida se ha llamado gobierno de coalición y que muy probablemente Sánchez piensa más bien en algún independiente del agrado de Unidas Podemos, para qué iba a cambiar el nombre del invento. «Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas. / Que mi palabra sea / la cosa misma / creada por mi alma nuevamente», que escribiría Juan Ramón Jiménez.

Las posibilidades de Podemos han ido a menos en las municipales y autonómicas, pero no está claro que vayan a retroceder de su empeño de colocar a Iglesias de ministro. Los podemitas saben que sus 42 escaños son claves para que Sánchez pueda investirse en segundas nupcias con los votos de Compromís, y el regionalismo de Revilluca y el PNV, ahora que parecen inclinarse por el pacto nacionalista para hacer presidenta de Navarra a María Chivite. Para prescindir de estos apoyos tendría que garantizarse la abstención de los 15 de ERC, que no parecen interesarle, pero que si cambiara de opinión ya le han señalado el camino, un detallito: que la Abogacía del Estado se sume a la petición de libertad de los presuntos golpistas mientras llega la sentencia, aunque la Abogacía, de momento, no parece estar por la tarea y mantiene unidad de criterio con la Fiscalía. De momento, ya digo, porque nada hay tan volátil como la política española de ahora mismo.

El doctor Fraude quiere presionar a los partidos de la oposición de los que espera la abstención. En rigor le bastaría con uno, pero no parece probable que Pablo Casado regale a Albert Rivera ese título que tanto codicia de jefe de la oposición. Rivera tampoco está dispuesto a renunciar a su principal ambición. Tendrían que ser los dos o ninguno, pero hay una dificultad para Sánchez. Él no se lo ha pedido a ninguno de los dos. Una situación perfecta, como la que vivía Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, una película en la que trabajamos juntos cuando éramos más jóvenes. «No sabes, Tuco», le venía a decir a Eli Wallach, «lo bien que se descansa cuando tu peor enemigo vela por ti». De momento, el candidato ha conseguido un cierto consenso en torno a la peregrina idea de que ni siquiera está obligado a pedir los votos. No hay tarea tan urgente como devolver la soberanía a su titular, la doble vuelta. No hay lógica capaz de interpretar que la voluntad de los votantes de Melilla estaba representada en el único diputado de Ciudadanos, que se ha alzado con la Presidencia, uno entre 25, no hay quién dé más.