Otras perspectivas

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 02/02/13

· Desde las elecciones catalanas, España ha sido sacudida por una larga serie de noticias sobre casos de corrupción. Destacan sobremanera el que afecta a la familia Pujol, que coincide con un sorprendente acuerdo judicial que ha beneficiado al partido de Duran i Lleida; el ya conocido como caso Bárcenas, y el que protagoniza desde hace más de un año Iñaki Urdangarin. Estos casos, sumados a los destapados en los últimos años, han creado un clima de alarma en la sociedad, y han extendido la sensación de un fin de ciclo.

La situación se ha visto agravada por las consecuencias de la crisis económica, el debilitamiento de las instituciones y el pulso secesionista del nacionalismo catalán. Las reacciones no han sorprendido a nadie que conozca nuestro país: la petición grandilocuente de responsabilidades de unos y otros según les vaya en el baile; los editoriales inflamados, defendiendo o atacando según el medio, el articulista o el opinador de urgencia. Todos han expresado su preocupación. Algunos, de forma cabal y moderada; otros, como pollos sin cabeza, con pirotecnia dramática y tan solemnes como vacuos, llaman a empezar una vez más desde cero, sin poder remediar nuestra tendencia a volver, cada cierto tiempo, al principio.

Aprovechando la posibilidad de adherirme a las posiciones más sólidas y exigentes, me ocuparé de algunas perspectivas, sin duda de gran importancia, que no han sido valoradas suficientemente. En el caso del tesorero del PP, podemos ver dos aspectos de la corrupción: uno es la cuenta sorprendentemente abultada del señor Bárcenas en Suiza; los presuntos sobresueldos a los dirigentes populares son el otro. Me interesa el segundo, sin perjudicar el derecho de los dirigentes del PP a oponerse a las informaciones periodísticas, porque muestra un aspecto sustancial de nuestro comportamiento, más concretamente de nuestra difícil relación con el dinero.

Difícil relación con el dinero

De ser esto cierto, en el PP en su momento prefirieron dar sobres con dinero ajeno a la fiscalización que establecer un sueldo razonable por el trabajo prestado. El qué dirán les llevó, al parecer, a una práctica oscura e inaprensible para la opinión pública. Mientras en los países protestantes el dinero es la representación del éxito y la consecuencia del esfuerzo, en los países de tradición grecolatina no podemos desprender al dinero de una connotación pecaminosa o despreciable. Ya en los Diálogos de Platón, «Protágoras» mantiene un brillantísimo debate con Sócrates sobre la cuestión, resaltando que, mientras el ateniense no cobraba por sus actividades, el sofista sí lo hacía por la instrucción que daba a los jóvenes de las mejores familias. La posición socrática fue la que se consolidó en el Imperio romano a través de Platón y Aristóteles.

De todos los aspectos que presentan las tristes noticias de estos últimos días, me parece digno de la máxima atención el comportamiento de la Justicia. Sin sentirse condicionada por la cultura exprés impuesta por los medios de comunicación, dominados inevitablemente por la urgencia, se ha enfrentado a la mayoría de los casos con severidad e independencia, provocando una terrible paradoja: su buen funcionamiento en los casos de corrupción debilita -o ésa es, por lo menos, la sensación- la legitimidad del andamiaje institucional de nuestro país, al no poner en valor su coraje a la hora de enfrentarse a casos que conciernen a los poderosos. Es imprescindible una justicia más ágil, pero no una justicia urgente, porque puede deparar en justicia vengativa o, dicho de una forma más prudente, en justicia apasionada.

Y, por fin, nos encontramos con el papel de los partidos en nuestra democracia; una parte de las malas prácticas de la clase política española tiene su origen en el protagonismo de éstos. La Transición tuvo algunos aspectos criticables o, al menos, algunas consecuencias no previstas. El recuerdo de la inestabilidad política durante la Segunda República, la necesidad de garantizar la unidad política y la gran desconfianza existente entre la izquierda y la derecha -una que se presentaba injustamente, aunque a beneficio de inventario, como gestora del pasado y la otra con el complejo de ir a una reforma y no a una ruptura, después de haberse mostrado incapaz de vencer al dictador mientras vivió- les indujo a favorecer un sistema de partidos en permanente equilibrio, para lo que era imprescindible contar con formaciones políticas muy fuertes y hegemónicas en sus respectivos ámbitos ideológicos.

Esta decisión supuso una legislación cuando menos laxa y favorecedora de la unidad en los partidos políticos y una ley electoral que alejara tanto la posibilidad de mayorías suficientes como que respaldara la disciplina interna. La consecuencia inevitable de ambas legislaciones ha sido una vida pública asfixiada por el poder de los partidos. Pero el mantenimiento de estas homéricas construcciones políticas requiere un esfuerzo económico permanente? El tren necesita siempre madera, cada vez más madera. Es obligatorio concluir que la insaciabilidad económica de los principales sujetos de la vida política española, en numerosas ocasiones más que las instituciones, ha sido el origen de estas prácticas rechazables y de las grandes oportunidades que han tenido algunos de enriquecerse.

Por todo ello, mostrando mi conformidad con la aprobación de una legislación que incentive la transparencia, la competencia y el debate interno, es imprescindible también una ley electoral que permita al ciudadano elegir partido y representante. Evitando de esta forma el papel todopoderoso de las clerecías respectivas y disminuyendo el protagonismo de las organizaciones políticas, no de la política, favoreceríamos el robustecimiento de las instituciones.

Sin recorrer estos caminos no llegaremos a una sociedad en la que los casos de este tipo sean la excepción y no lo habitual.

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 02/02/13