Palabras y silencio

Joseba Arregi, EL CORREO, 5/7/12

E inundados por un griterío enorme de palabras, ocultamos y pretendemos hacer olvidar el silencio, lo único que puede ofrecer alguna ayuda para reconstruir el significado de lo que decimos y no oímos

n las páginas de este mismo periódico se pudieron leer, hace algunos meses, unas declaraciones del escritor Eduardo Galeano en las que recordaba unas palabras del también escritor Juan Carlos Onetti en las que este último afirmaba, cito de memoria y no literalmente, que se podían usar las palabras sólo para mejorar el silencio.

Al leer esas frases enseguida me vinieron a la mente algunos versos del poeta alemán Paul Celan, cuyos familiares fueron, todos ellos, víctimas del Holocausto, en las que habla de la palabra. En esos versos Paul Celan dice a alguien, se dice a sí mismo, dice al poeta que le dé sombra a la palabra, que no separe el sí del no, para que así, como por un hilo –el hilo de humo en el que desaparecen las víctimas del Holocausto y que puebla todas sus poesías– pueda bajar la estrella.

Habrá críticos literarios que sean capaces de interpretar debidamente los versos de Celan, pero se me antoja que la exigencia de dar sombra a la palabra, la petición de no separar el sí del no, la referencia al hilo de humo que subía de los crematorios, la patria de las víctimas del Holocausto, como el camino por el que puede descender la estrella –¿de David, de la redención?– para iluminar la orilla del mar infinito tiene que ver con el silencio sin el que la palabra termina perdiendo todo su significado.

Es difícil reivindicar el valor del silencio en una cultura caracterizada por una multiplicación de palabras hasta el infinito, en la llamada sociedad de la información en la que es imposible estar al tanto de tanto que se escribe y se habla, en libros, medios escritos o audiovisuales, en Twitters, Facebook y otros medios electrónicos, en una cultura que, gracias a las nuevas tecnologías, ha ampliado infinitamente la capacidad de almacenar y guardar palabras: inundados por un griterío enorme de palabras ocultamos y pretendemos hacer olvidar el silencio, lo único que puede ofrecer alguna ayuda para reconstruir el significado de lo que decimos y no oímos, el significado de lo que decimos sin saber lo que significa, el valor de una moneda sometida a un proceso brutal de devaluación.

Centrado en el ámbito religioso, otro poeta alemán de Chequia, Reiner Maria Rilke, escribe, refiriéndose al orante, que aunque Dios tenga que hacerse presente en su oración, Dios no cesa de ser el huésped que se va siempre, que nunca se queda. Los humanos invocamos realidad en las palabras, a través de ellas, pero esa realidad, como el Dios huésped de la oración, se escapa de la supuesta posesión que el hombre toma de ella en la palabra. Y sólo puede reaparecer si pasa por la reconstrucción del silencio, que es renuncia a la posesión, que implica dejarse decir, escuchar en lugar de hablar, recibir en lugar de producir.

La verdad más importante que tenemos por oír en la sociedad vasca es una verdad que surge de un silencio, del silencio impuesto a los asesinados por ETA, un silencio que grita algo que no podemos oír porque estamos empeñados en ahogar ese grito en la algarabía de nuestras palabras vacías cuya única función parece consistir en ocultar el significado de ese silencio impuesto que contiene la verdad que nos pudiera liberar.

Escribe José Ángel Valente: «Y todos los poemas que he escrito / vuelven a mí nocturnos. / Me revelan / sus más turbios secretos. / Me conducen / por lentos corredores / de lenta sombra hacia qué reino oscuro / por nadie conocido / y cuando ya no puedo / volver, me dan la clave del enigma / en la pregunta misma sin respuesta / que hace nacer la luz de mis pupilas ciegas».

Es el oficio de los poetas buscar en el silencio, la oscuridad, la nada, el hermetismo último, el significado siempre débil de las palabras. Se esfuerzan en poner palabras al silencio, pero lo pueden hacer porque han dejado que el silencio se apodere de ellos, porque han apagado sus palabras para que el silencio pueda hablar en ese vacío. Nosotros, sin embargo, temerosos del vacío, lo llenamos continuamente de palabras para que no se oiga nunca el silencio y su verdad.

Porque si hiciéramos el silencio podríamos escuchar estas otras palabras del poeta Xabier Lete: «Gure aita, zeruetan eta herbestean zarena / zer esanen diegu buruan tirokatuei / zer esanen diegu labeetan erretakoei / zer esanen diegu ziegetan lurperatuei / zer esanen diegu torturatuei, ezabatuei / zer esanen diegu haien ondorengoei / zer esanen diegu historiaren ondakinei… / adi gauzkatzu, adi beti auspezkatuak / zure gurutze salbagarriaren aterbe aurrean / gure aita, sufrimenduaren egoitzetan zarena (Padre nuestro, que estás en los cielos y en el exilio / qué les diremos a los asesinados de un tiro en la nuca / qué les diremos a los quemados en los hornos / qué les diremos a los enterrados en ciénagas / qué les diremos a los torturados, a los aniquilados / qué les diremos a sus descendientes / qué les diremos a los despojos de la historia… / nos tienes atentos, atentos y siempre postrados / ante el cobijo de tu cruz salvadora / padre nuestro, que estás en las sedes del sufrimiento».

Después de muchas palabras, todas ellas de forma directa o indirecta dedicadas a la razón del silencio impuesto, al significado y a la verdad que grita desde ese silencio –¿por qué?– me ha llegado la hora del silencio siguiendo la petición de Giuseppe Ungaretti, traducido por Xabier Lete para la contraportada de su libro ‘Egunsentiaren esku izoztuak’ (‘Las manos heladas del amanecer’): «Ez gehiago oihurik egin, / hil zirenei ez berriro heriotzarik eman / ez ohiurik egin, ez ohiurik / berriro entzun nahi badituzue / salbamanea espero baduzue. (No gritéis más, / no les deis muerte de nuevo a los muertos, / no gritéis / si los queréis escuchar de nuevo / si esperáis salvación)».

Joseba Arregi, EL CORREO, 5/7/12