Parlem

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 03/04/14

· Tenemos que discutir qué país queremos, sobre datos reales, no leyendas ni tergiversaciones, para llegar a conclusiones aceptadas por todos, para siempre, no poner otro remiendo para ir tirando. Y si no somos capaces de ello, si una o las dos partes se empeñan en ser más que la otra, no habrá más remedio que llegar al choque o a la ruptura, y que  Dios reparta suerte, que buena falta iba a hacerles.

La palabra de moda en el alborotado escenario político español es «diálogo». «¡Que hablen, que hablen!», se pide a Rajoy y a Mas, como en los banquetes de boda se pide a los novios que se besen. Lo piden, sobre todo, los nacionalistas, algo chocante, pues su actitud no es de diálogo, sino de exigencia. Quieren que se autorice su «consulta» soberanista por encima de la Constitución, del Tribunal Constitucional, del Gobierno o del Congreso. Y si no lo autorizan, celebrarán la consulta por su cuenta. Eso no es dialogar. Es justo lo contrario. Y que Mas no piense venir al debate parlamentario sobre su propuesta lo confirma. Para eso, mejor seguir como hasta ahora, hasta que los nacionalistas catalanes comprendan que no puede haber diálogo partiendo de «lo mío es solo mío, lo tuyo vamos a discutirlo», su posición.

Claro que no siempre fue así. Recordarán que antes de las últimas Diadas se conformaban con un «pacto fiscal» a la vasca o navarra, con la Generalitat recaudando todos los impuestos en su territorio para ceder luego a la Hacienda central lo que consideraran correspondía a sus desembolsos en él. Pero Mas, encandilado por las masivas movilizaciones y espoleado por Esquerra Republicana, dio el salto cuántico hacia el independentismo, a caballo de la famosa «consulta». Salto al vacío legal, político y económico, como estamos viendo, aunque no quiere reconocerlo. Y lo más grave es que si alguno lo ve dentro de CiU, no se atreve a decirlo en voz alta. Desde hace meses vengo esperando oír dentro del nacionalismo «moderado» catalán la voz de un niño, ya que los adultos no acaban de arriesgarse, diciendo que el rey Mas va desnudo. Lo más lejos que he oído decir al respecto fue hace un par de meses, muy lejos, en Nueva York, a un exrepresentante de la Generalitat en aquella ciudad:

—Esto se arregla muy fácil, José María –fueron sus palabras–. Bastaría con que se ofreciera a Mas una salida decorosa para acabar con la deriva independentista. —¿Y qué salida sería esa? –quise saber. —¡Hombre! –el gesto de mi interlocutor tenía toda la ampulosidad mediterránea–. Lo natural. Buscar un nuevo encaje de Cataluña en España, empezando por el reconocimiento de su singularidad y su contribución al conjunto del Estado, completando su autonomía con una Hacienda propia. Eso permitiría a Mas zafarse del abrazo del oso de Junqueras. Si es eso lo que se esconde detrás del « par

lem, parlem, parlem », mucho me temo que tampoco conduzca a ningún sitio. Un pacto fiscal con Cataluña –que a fin de cuentas es lo que significa una Hacienda propia– rompería el principio de solidaridad, base de todo Estado de Derecho, ya bastante averiado en Navarra y el País Vasco, con la consiguiente discriminación del resto de las comunidades españolas, que no iban a quedarse calladas. Lo que hay que hacer es acabar con esas dos excepciones, por injustas y porque si no acabamos nosotros lo hará Bruselas, que se ha propuesto eliminar los privilegios fiscales.

Pero es que, además, tampoco satisfaría al nacionalismo catalán, que ha sido el primero en rechazar esa oferta, aunque recientemente lanza mensajes como si quisiera retomarla, creando confusión tanto dentro como fuera del mismo. Lo lógico es que lo rechace. Un auténtico nacionalista lo que quiere es su propio Estado, es decir, la independencia. Todo lo demás son etapas en esa carrera, pero la meta seguirá siendo la misma, como lo ha sido el Estado de las Autonomías, no la estación término, como creíamos. Con lo que el «problema catalán» no se habría resuelto. En el mejor de los casos, solo se habría aplazado. En el peor y más probable, agravado, por el resquemor que generaría en el resto de España y el mal ejemplo que representaría.

E incluso habría algo aún más grave: se habría cedido de nuevo al chantaje nacionalista, dándole ventajas económicas para acallarlo, como se cedió en el pasado, cuando sabemos de sobra que de esta manera no se le acalla, sino que se le dan alas. Con cierta lógica, además, pues sería tanto como un reconocimiento de su singularidad, subterfugio de superioridad. Algo así como: nos hacen un favor continuando unidos a nosotros, aunque más distantes, y eso hay que pagárselo de alguna manera. No son esos los mejores cimientos de una Nación sólida ni de un Estado democrático.

Yhay todavía más. Vista la deriva que han tomado los acontecimientos en Cataluña últimamente, es lícito pensar que ese no es el único objetivo de sus dirigentes al aumentar su apuesta soberanista. Podríamos incluso estar ante un intento de eludir las responsabilidades judiciales que pesan sobre algunos de ellos en el ejercicio del dominio casi omnímodo que han venido ejerciendo sobre Cataluña desde el comienzo de la era autonómica. Etapa llena de agujeros negros en instituciones tan paradigmáticas como el Palau y alguna de las Caixas. Es fácil imaginar lo que durarían esas causas si Cataluña asumiera su entero aparato judicial. Los catalanes, presos de la fiebre nacionalista, no se dan cuenta de que algunos de sus dirigentes les han estado robando a mansalva y se han puesto a la cabeza de la manifestación de «¡España nos roba!», como el ladrón descubierto gritando «¡al ladrón, al ladrón!».

Parlem, hablemos. Pero hablemos de verdad. Todos. El diálogo no puede restringirse a unos conciliábulos semisecretos entre Rajoy y Mas o a unas chapucillas entre Montoro y Mas-Colell, para salir del paso. Hemos sobrepasado esa etapa, como la de la «conllevancia» de Ortega, que se queda en el «aguantarse» de los matrimonios mal avenidos. Ya no se trata de salvar a nadie, sino de salvar a Cataluña y a España de quienes intentan enfrentarlas. El diálogo tiene que ser entre todos los españoles, en plan de igualdad, sin privilegios para nadie ni cartas en la manga. Tenemos que discutir qué país queremos, sobre datos reales, no leyendas ni tergiversaciones, para llegar a conclusiones aceptadas por todos, para siempre, no poner otro remiendo para ir tirando. Y si no somos capaces de ello, si una o las dos partes se empeñan en ser más que la otra, no habrá más remedio que llegar al choque o a la ruptura, y que Dios reparta suerte, que buena falta iba a hacerles.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 03/04/14