Pata negra

ABC 19/01/17
LUIS VENTOSO

· Una lastimosa ventolera nacionalista sacude a Inglaterra

EL 25 de octubre de 1946, en una habitación del King’s College de Cambridge, se midieron por primera y última vez dos titanes de la filosofía: el volcánico y atractivo Ludwig Wittgenstein, héroe de la casa, y el terrenal, achaparrado y orejudo Karl Popper. ¡Vaya justa! Una liza única entre el fuego carismático y el sentido común liberal. «¿Existen los problemas filosóficos?», planteaba el debate. Wittgenstein sostenía que no, que eran solo «entretenimientos». Con su ardor habitual, mientras blandía un atizador no lejos de la nariz del pobre Popper, lo retó a que enunciase un ejemplo de principio moral. Tranquilo, sin dejarse intimidar por el teatro, Popper respondió: «No amenazar con un atizador a los profesores invitados». La razonable respuesta desarboló a Wittgenstein, que escapó con un portazo.

Afincados ambos en Inglaterra, ninguno de los dos filósofos había nacido allí. Eran judíos vieneses, que ante la crecida nazi encontraron refugio en un país abierto, la tierra donde nació la democracia moderna: la maravillosa Inglaterra.

Nada más inglés que Isabel II. O tal vez menos. La madre de la Reina Victoria era una princesa alemana. A su vez, la emperatriz se casó con otro príncipe germano, Alberto. En 1917, en plena I Guerra Mundial con Alemania, el rey británico Jorge V tuvo el buen ojo de cambiar el apellido teutón de la familia, Sajonia-Coburgo Gotha, por algo de raigambre más inglesa: Windsor. El Gotha se había convertido en un cante, toda vez que los alemanes estaban bombardeando Kent y Londres con unos enormes aviones llamados los Gotha G.V.

Benjamin Disraeli, el gran premier del Imperio, muy unido a la Reina Victoria, era un judío sefardí. Boris Johnson, líder del Leave, paladín del «Día de la Independencia», tiene un bisabuelo turco. Antes de que le entrase la chochera nacionalista (como alcalde de Londres defendía las ventajas de la UE), Boris se definía a sí mismo como «un crisol de musulmanes, judíos y cristianos». El 36,7% de la población de Londres ha nacido en el extranjero. ¿Le ha ido mal a la ciudad? No parece, se ha convertido en la metrópoli más atractiva del planeta, un enorme imán económico que tira de todo el Reino Unido.

El rechazo a los inmigrantes se alzó como tema estelar en la campaña del referéndum y dio la victoria al Leave. Bajo ese tsunami foráneo, que estaría dejando sin trabajo a los honrados ingleses pata negra, la realidad es que el último dato de paro es del 4,8%, el menor en once años, y los sueldos subieron un 2,7% el año pasado. La inmigración ha evitado además que el Reino Unido padezca el pavoroso horizonte demográfico de España o Italia. Da igual. El problema es emocional, un desparrame sentimentaloide y patriotero, como el del separatismo catalán y escocés. Tenemos que tomar las riendas, porque, aunque no se diga muy alto, nos sentimos superiores.

Nunca olvidaré un debate del referéndum. Cameron se enfrentaba a preguntas del público en directo. Un espectador lo atacó desabrido, sulfurado por «el descontrol de la inmigración». Cuando lo enfocaron, casi se me cayó la libreta: aquel inglés xenófobo y pro UKIP resultó ser un chaval de bigotillo de pelusa y raza china. Uff, el nacionalismo…