Perder en Afganistán

 

Perder en Afganistán supone aceptar que la libertad es una causa restringida a Occidente, volver a derribar las Torres Gemelas y a reventar el Metro de Londres y los trenes de Atocha. Perder en Afganistán es un revés militar, un fracaso político y una derrota moral del mundo libre ante el salvajismo teocrático. Perder en Afganistán es una tragedia, pero una tragedia factible y hasta probable.

EN Afganistán no sólo estamos en una guerra, sino que además resulta bastante probable que la vayamos perdiendo. Una guerra se empieza a perder cuando a uno de los bandos le entra la duda sobre su presencia o su papel en ella, y se pierde casi del todo cuando se le intenta poner fecha al final por adelantado, como ha hecho Obama —el comandante en jefe de la misión internacional— presionado por las reticencias de la opinión pública y las ciberfiltraciones del horror bélico. Si le dices al enemigo cuándo te vas a retirar, le estás poniendo a su resistencia un horizonte de esperanza. Y en los conflictos de la democracia contra la barbarie ésta tiene la ventaja de que nunca titubea.

Perder en Afganistán no significa abandonar a los afganos bajo un régimen de opresión medieval que a lo peor hasta desean. Significa sacar bandera blanca en el combate contra el terrorismo islámico y entregarle una gigantesca base de entrenamiento y operaciones en un territorio estratégico, a un paso de una potencia nuclear —Pakistán— muy permeable y a otro del polvorín de los «tanes» exsoviéticos. Perder en Afganistán supone aceptar que la libertad es una causa restringida a Occidente, volver a derribar las Torres Gemelas y a reventar el Metro de Londres y los trenes de Atocha. Perder en Afganistán es un revés militar, un fracaso político y una derrota moral del mundo libre ante el salvajismo teocrático. Perder en Afganistán es una tragedia, pero una tragedia factible y hasta probable.

Para evitarlo se necesita algo más que pericia militar y superioridad tecnológica. Es menester una determinación que sólo puede surgir de la convicción ideológica, de la conciencia de que esa guerra no es un ataque preventivo ni un ejercicio de intervencionismo caprichoso sino un acto de defensa de la sociedad abierta. Y se requiere un liderazgo colectivo incólume capaz de articular la fortaleza colectiva imprescindible para resistir el desafío. Ni Atenas ni Europa habrían resistido a la barbarie sin el coraje de un Pericles o un Churchill. Pero, eso sí, ellos supieron explicar a su gente por qué tenían que seguir luchando.

En Afganistán se pierde cada vez que se duda. Cada vez que el Gobierno de un país participante flaquea ante el luto por las bajas, autolimita su capacidad de maniobra, minimiza la crudeza del conflicto, despista a sus ciudadanos con evasivas o no encuentra razones para argumentar el sacrificio. Cada vez que se replantea el debate político desde el cálculo electoral, desde la pusilanimidad contemporizadora o desde el egoísmo tacticista. Cada vez que vacila el pulso de la coalición ante los golpes sufridos y la sangre derramada. Los talibanes no flaquean, no se contradicen, no debaten. Desprecian y reprimen la libertad en sus dominios pero se aprovechan de la del adversario para debilitar su fuerza. Y aunque sean analfabetos saben que en la Historia las guerras las ganan siempre los que saben por qué hacerlas.

Ignacio Camacho, ABC, 27/8/2010