Pilotos

JON JUARISTI, ABC – 29/03/15

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· En buena medida, el terror que ha causado la catástrofe de los Alpes deriva de una metáfora política.

Reflexión obligada: los casos (no muchos, es verdad, pero, sin duda, bien conocidos por los profesionales del ramo) de pilotos de aviación que se han suicidado llevándose consigo las vidas de pasajeros y tripulaciones parecen suficientes como para establecer una pauta a la que otros pilotos podrían recurrir en arrebatos de desesperación, de modo análogo a los suicidas peatonales que escogen morir de forma convencional, lanzándose al vacío desde edificios o viaductos especialmente señalados como idóneos por una tradición siniestra (excluyo, por supuesto, a los fanáticos que se inmolan con sus víctimas por motivos ideológicos o religiosos, como los kamikazes japoneses o los yihadistas que destruyeron las Torres Gemelas).

Quiero decir con ello que la hipótesis de la enfermedad mental no es necesaria para explicar tales comportamientos. Hay suicidas y homicidas perfectamente sanos. Acaso impedir pilotar a los depresivos disminuya el riesgo de catástrofes como la del 4U952 de Germanwings, pero no lo eliminará. Desde el mismo momento en que embarcamos en un avión intuimos que el riesgo persiste con una probabilidad indeterminada. Tengo montones de amigos ateos o agnósticos que se ponen a rezar tras el despegue, sin aprensión interior alguna, cosa bastante comprensible. Yo también lo hago. Sale más barato que los tranquilizantes o que el güisqui.

¿Estaba loco Andreas Lubitz? ¿Deprimido hasta la insania? ¿Sufrió lo que se suele llamar una enajenación súbita? Nunca lo sabremos, por muchas conjeturas que manejen especialistas o profanos. Lo que nos consta es que no se necesita estar pirado ni deprimido para matarse o matar ni para matarse matando. La hipótesis de la locura o de la depresión tranquiliza, porque apunta a una causa que se podría evitar, teóricamente, a golpe de cuestionario psicológico. Ahora bien, en realidad tal supuesto es del mismo orden científico que las oraciones a la Virgen de Loreto.

Así que a algunos columnistas les ha dado estos días por hablar del Mal y del mysterium iniquitatis. O sea, no de la enfermedad, sino del pecado. Se nota la inminencia de la Semana Santa en esta alusión al mal moral o al mal teológico frente al mal psicopatológico. Es que hay que ser muy mal bicho para hacer lo que ha hecho Lubitz, piensan algunos. O no. Se puede ser tan malo o tan bueno como cualquier hijo de vecino y portarse peor que el copiloto suicida, pero esto ya lo admite menos gente, porque casi todos estamos seguros de que nunca haríamos una salvajada semejante. Pues depende. En realidad, resultaría más eficaz el hábito de vigilarse uno mismo que la revisión psiquiátrica semanal, pero, claro, aquello no sería controlable, y esto, sí.

Con todo, hay otro factor que explica el terror que ha despertado el caso Lubitz, aunque no se trate de terrorismo. Y es que el avión en vuelo se ha convertido en la metáfora política central de nuestro tiempo, como antaño lo fue el barco en alta mar (recordemos que, ya en la antigua Grecia, el concepto de gobierno surgió como metáfora del pilotaje). La tradición maquiavélica sostiene que importa sólo la habilidad del gobernante, no su catadura moral. El piloto debe despegar, volar y aterrizar sin problemas. Daría lo mismo que fuera un sinvergüenza o un tipo irreprochable. Verdad es que no hay que pasarse al otro extremo, o sea, al del buenismo con el que buscan justificarse los ineptos, pero está más que comprobado que la corrupción moral de los políticos destruye la política. Ahora bien, Lubitz no era, según sus supervisores y empleadores, un piloto inexperto. Tampoco, según sus vecinos y amigos, un canalla. La tragedia sobrevino, según todos los indicios, cuando decidió aislarse con todos los poderes en su mano.

JON JUARISTI, ABC – 29/03/15