Pinchos

La ciudad de Bilbao crece hacia arriba, y a veces da la impresión de que te encuentras en una solución habitacional socialista atestada de armarios fálicos. Pero ya no te empujan hacia la puerta de servicio, y va a ser verdad que el panorama está cambiando y que, probablemente, seremos felices y comeremos boquerones, escolopendras y alacrán a la bilbaína si la crisis lo permite.

FUI a Bilbao, a presentar el libro de Pedro Alberdi sobre Mario Onaindía, y la experiencia no estuvo mal. La presentación tuvo lugar en la sede de la Real Academia de la Lengua Vasca, sita en la Plaza Nueva, y transcurrió toda ella en eusquera, con media entrada. Hacía diez años que no pisaba la parte antigua de la Bilbao donde nací y que no veía a unos cuantos amigos que asistieron al acto. Algunos de ellos votan socialismo vasquizante, me consta. Otros (sospecho) nacionalismo de algún tipo. Pero no recibí una sola colleja, ni física ni dialéctica. Me atreví, incluso, a ir de bares por los alrededores sin pedir otra cosa que cocacola, lo que en otros tiempos se habría tomado como una indecente provocación. Nadie, sin embargo, me hizo el menor reproche. Te ven como un forastero, pensé: ya eres un guiri para ellos, con las previsibles rarezas que tal condición implica. Bueno, pues es un avance. Alguien me ofreció un pincho. Qué bien, dije yo, boquerones, muchas gracias. «Aquí las llamamos anchoas», me explicaron con toda naturalidad.

De noche, Bilbao no tiene ese ambiente agrio y siniestro con que la recordaba. Los rascacielos le dan un aire a Barcelona, y la gente viste como de Toni Miró (mi indumentaria azul desentonaba escandalosamente). Tú, es que te has quedado en Blas de Otero, me reprobó una profesora de la Universidad de Deusto: no has venido con boina de milagro. Acertaba más de lo que ella misma suponía, pero tuve la precaución de no sacar del bolsillo mi genuina Elósegui. O sea, que anchoas, dije, para cambiar de tema. En Madrid también las llamamos así, pero sólo a las de Santoña. ¿Cómo llamáis aquí a las de Santoña? «No las llamamos. Vienen ellas, por su cuenta, los fines de semana, a ver el Guggenheim», me contestó impávida la de Deusto: «Manadas de autobuses.»

Me sorprendió que no se hablara de política. Lo más parecido al tema fue una referencia de alguien a la situación del Alakrana. Es curioso, dije yo por meter baza: los barcos atuneros de antes se llamaban María Auxiliadora o Beato Valentín de Berriochoa. ¿De cuándo acá esa moda de ponerles nombres de bichos? «¿Bichos?», protestó la profesora. Sí, bichos -insistí-, bichos repugnantes: Alakrana, Eskolopendra, cosas por el estilo. Si fueran alias de etarras o nombres de equipos de fútbol playa, lo entendería. A los pesqueros no les cuadran. Los vascos de la ley vieja los bautizaban con advocaciones de la Virgen para que la campaña les fuera propicia y los pusiera a salvo del corso y de las furias del mar. ¿Quién los protege ahora de las galernas del Índico y de los piratas somalíes?

«Sabía que te habías vuelto un facha, pero no pensaba que tanto», suspiró ella: «Para que lo sepas, alacrán es una de las denominaciones del rape, en Bermeo y en otras muchas partes, incluida Santoña. Los de Madrid os creéis muy listos y no sabéis distinguir un rodaballo de una hamburguesa. Lo que tenéis que hacer es dejaros de historias y traer a nuestros arrantzales.» Enternecedor aquello de que, en su mosqueo, me confundiera con Moratinos o Carme Chacón. De noche, la torre inconclusa de Iberdrola brilla sobre Bilbao con ojos de antracita candente que se reflejan en los titanios glaucos del amasijo de Frank Gehry. La ciudad crece hacia arriba, y a veces da la impresión de que te encuentras en una solución habitacional socialista atestada de armarios fálicos. Pero ya no te empujan hacia la puerta de servicio, y va a ser verdad que el panorama está cambiando y que, probablemente, seremos felices y comeremos boquerones, escolopendras y alacrán a la bilbaína si la crisis lo permite.

Jon Juaristi, ABC, 15/11/2009