Poderes terrenales

EL CORREO 30/11/14
FERNANDO SAVATER

Fernando Savater
Fernando Savater

· Es más fácil defender el Reino de Dios en el mundo que tratar de conseguir un mundo humano menos infernalmente gestionado

La pregunta del millón en cuestión de sociología política siempre viene a ser lo mismo: ¿en qué consiste el poder? Como la pregunta implica una reflexión sobre áreas de la actividad práctica pero también con implicaciones simbólicas, casi todas las respuestas se quedan cojas por un lado o por el otro: según algunos todo consiste en señalar quién corta el bacalao, según otros lo importante es explicar por qué confundimos ese bacalao a fin de cuentas manejable con la inmensa ballena que se tragó a Jonás. En este tipo de asuntos mestizos, en el que la tostada siempre está quemada por un lado y cruda por el otro, lo mejor es analizar casos en lugar de exponer teoremas. E incluso quizá es aún mejor contraponer dos vidas paralelas de poderosos, como hizo tan excelentemente el buen Plutarco: sin querer emularle, porque puedo ser vanidoso pero no idiota, propongo una contraposición entre el presidente Obama y el Papa Francisco.

Barack Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos aureolado con las mejores vibraciones. Para algunos de nosotros, los más viejos, que vivimos como asunto propio la batalla por los derechos civiles, la marcha sobre Washington encabezada por Martin Luther King (en la España de entonces resultaba más sospechoso por lo de ‘Luther’ que por ser negro), el gobernador Wallace de Alabama tratando de impedir físicamente el acceso a la universidad del aspirante de color respaldado por la ley federal, etc.., la proclamación de Obama como presidente fue algo así como el cumplimiento de un sueño idealista juvenil. Y les aseguro que no abundan en la vida ese tipo de triunfos morales.

El comienzo de su etapa como presidente estuvo rodeada de exageradas expectativas y augurios. Es la ley del péndulo, que ensalza desmedidamente a quienes han sido injustamente denigrados. En los tiempos previos a la segunda contienda mundial, Borges discutía con un amigo antifascista que sostenía con entusiasmo que los judíos eran seres excepcionales; Borges le replicaba, no sin razón, que precisamente eso era lo que decía Hitler. En el caso de Obama, hubo también algo así como un racismo inverso: contra los abominables que decían que la gente de color no sirve para nada importante, otros se lanzaron a proclamar que un negro en la Casa Blanca resolvería los problemas frente a los que todos habían fracasado. El Premio Nobel de la Paz que se le otorgó un mes después de su elección y antes de haber tomado posesión de su cargo es la mejor expresión de este entusiasmo desmedido: el primer Premio Nobel preventivo de la historia…

Por supuesto, la ejecutoria política de Barack Obama ha decepcionado luego a la mayoría de sus hooligans: no ha sido el redentor político bajado de los cielos sino el cuadragésimo cuarto presidente de los USA. Ha luchado políticamente por conseguir cosas que algunos consideramos necesarias, como una red de sanidad pública competente y accesible a todos o una ley de inmigración que reconozca a la mayoría de quienes hoy aún son considerados fuera de la ley a pesar de sus años de duro trabajo en el país. Pero su esfuerzo por estas y otras cosas no menos recomendables ha sido democrático, es decir se ha sometido a debates, votaciones y a la feroz oposición de muchos de sus compatriotas –que no lo eran menos por discrepar de él– lo cual ha impedido o minimizado algunas de sus reformas más importantes. De modo que gran parte de sus entusiastas a estas alturas se proclama profundamente decepcionada por él.

En cambio Jorge Bergoglio llegó al pontificado con expectativas mucho menos favorables. Gran parte de quienes le habían conocido como arzobispo de Buenos Aires le tenían por demasiado conservador en cuestiones morales (o sea, sexuales según criterio de la mayoría) e incluso algunos le señalaron cierta condescendencia o incluso complicidad con la dictadura militar. Sin embargo, sus manifestaciones oficiales como Papa han sido nada inquisitoriales, ni en el tema de la homosexualidad ni en otras divergencias doctrinales. Sin salirse del dogma, ha preferido huir de tremendismos y en cambio se ha mostrado intransigente en la práctica con los casos de pederastia eclesial (el último, en la archidiócesis de Granada) ante los que varios de sus predecesores mostraron escasa beligerancia. Su reciente discurso en el Parlamento Europeo, contrario a la dictadura del beneficio económico por encima de la dignidad humana, le ha ganado hasta el aplauso de quienes se sitúan en el margen laico de la izquierda. Hoy el Papa Francisco tiene muchos más adeptos de los que nunca consiguió el prelado Bergoglio.

¿Conclusiones? Ustedes verán. Quizá que es más fácil defender el Reino de Dios en el mundo que tratar de conseguir prácticamente un mundo humano menos infernalmente gestionado. O que el poder espiritual absoluto de una dictadura eclesial puede ofrecer mejores resultados mediáticos que la lucha democrática por instituciones que emancipen a los necesitados de las condiciones materiales que mutilan su vida. En cuestiones de poder, siempre es más seguro y agradecido predicar en nombre del Espíritu Santo que gestionar las instituciones por y para el pueblo soberano, aunque sea desde la Casa Blanca. Por lo menos, así han funcionado las cosas en estas dos vidas paralelas.