Texto de la conferencia que, con ese título, pronunció el abogado José María Ruiz Soroa, el 22 de abril de 2008, en las Aulas de la Experiencia de la Universidad del País Vasco, en Bilbao, organizada por Aldaketa.
La política lingüística puede ser examinada desde múltiples y  diversas perspectivas. Aquí se va a seguir una muy concreta: la propia  de la filosofía política. Es decir, que no vamos a analizar la cuestión  de las lenguas desde el punto de vista de la lingüística (disciplina en  la que nos reconocemos unos ignorantes), o de la educación (en que nos  sucede lo mismo), o del estrictamente jurídico positivo (aunque algunas  referencias haremos a textos jurídicos y constitucionales), sino desde  la perspectiva de los principios y valores que informan la democracia  constitucional.
El de democracia constitucional (o su equivalente “el Estado democrático  de Derecho”) es un concepto hoy ampliamente extendido que pretende  recoger las notas esenciales y características de las democracias  actuales. Y, sobre todo, pretende recoger en un mismo término dos planos  ideológicos e históricos distintos en la formación de las democracias  como sistemas de gobierno: el núcleo liberal de la democracia entendida  como limitación del poder público y el núcleo democrático de la  democracia entendida como autogobierno popular. De esta forma, la  democracia constitucional consiste en un régimen de gobierno popular que  toma sus decisiones por sistema de mayorías pero limitadas en todo caso  por el respeto infranqueable a un coto vedado de derechos de las  personas, que ninguna mayoría puede violar. Pues bien, de lo que se  trata aquí es de examinar la compatibilidad de las políticas estatales  en materia lingüística con los principios clave de la democracia  constitucional y, en concreto, con el corazón de “libertades” que posee.  Es decir, examinar hasta qué punto determinadas políticas en materia  lingüística afectan de manera negativa a la libertad de los ciudadanos o  a la igualdad de estatus jurídico entre ellos. Puesto que si así  sucediera, esas políticas no serían aceptables desde la perspectiva  democrática. Este es el contenido de la primera parte de este trabajo.
Pero no terminará aquí el examen, puesto que entendemos que los  principios claves de la democracia no sólo actúan como límites  infranqueables para determinadas políticas intervencionistas o  asimilacionistas, sino que también pueden servir para inspirar las  líneas maestras de cualquier política lingüística. Es decir, que el  objetivo de lograr la más amplia autonomía de las personas dentro de un  sistema de acceso igual a las diversas opciones vitales (libertad e  igualdad) determina con bastante claridad, dentro del contexto propio de  cada país, las líneas maestras de la política en materia lingüística. A  este aspecto dedicaremos la segunda parte.
PARTE I – LAS PERSONAS COMO LÍMITES
LOS DOS GRANDES PARADIGMAS EN LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA
Un somero repaso al tema lingüístico nos enseña de inmediato que en  esta materia existen dos paradigmas diversos desde los cuales se  comprende el problema, se analiza y se intenta regularlo. Hablo de  “paradigmas” en su sentido fuerte (el de Thomas Khun), es decir, de  modelos intelectuales que organizan nuestra precomprensión de un ámbito  determinado de la realidad y desde los cuales los estudiamos e  intentamos resolver sus problemas. Los paradigmas son verdaderos modelos  cognoscitivos y normativos para un sector de la experiencia humana.
Pues bien, a la hora de comprender, estudiar y regular el fenómeno de la  pluralidad lingüística pueden adoptarse dos paradigmas muy diversos:
a)	El “paradigma de las lenguas” consideradas como bienes básicos o  primordiales por sí mismas. En este modelo se parte fundamentalmente del  valor cultural de las lenguas como marcadores de etnicidad de los  grupos sociales que las hablan. Dentro de su ámbito aparecen expresiones  que sólo en él tienen sentido, tales como “lengua propia”, “riqueza  cultural”, “patrimonio lingüístico”, “normalizar la lengua” y otras  parecidas. El rasgo esencial del modelo es que, en todo caso, el eje  conceptual desde el que se aborda la comprensión y regulación del  fenómeno es la lengua misma. Es ésta la que reclama una política, sea  cual sea ella, pues constituye un bien básico que el gobierno debe  repartir. Por ello, en este modelo aparecen como sujetos activos  esenciales de la política a desarrollar unos entes colectivos o  abstractos, que son los poseedores de la lengua: el territorio, el  pueblo, el grupo, la cultura. Las personas aparecen no tanto como  sujetos sino como objetos de la regulación, en tanto en cuanto son  miembros de un grupo o habitantes de un territorio.
b)	El “paradigma de los hablantes”, que se fija en las personas,  en tanto en cuanto animales locuaces que son, como eje de cualquier  precomprensión, análisis y regulación. En este modelo se toma en  consideración primaria los valores de las personas (autonomía en su  desarrollo e igualdad de acceso a las oportunidades). Las lenguas son  consideradas básicamente como instrumentos de comunicación al servicio  de esos valores, aunque también se reconoce el hecho de que puedan  ostentar un valor expresivo o simbólico para algunas personas. En este  modelo suenan términos como “lengua de uso”, “lengua común”, “libertad  lingüística”, “lengua oficial”, “no discriminación”, etc. El sujeto de  cualquier regulación son las personas (los hablantes) no lo que hablan  (la lengua).
“La distinción básica en materia de lenguas es entre la lengua  entendida como habitualmente se hace, es decir, como un instrumento de  comunicación, y la lengua como un emblema de grupo, como un símbolo,  como un punto de reunión” (J. Edwards, “Language, Society and Identity”).
Esta división de modelos no es un mero prurito clasificador o dogmático,  sino que revela una importancia trascendental. Según se adopte uno u  otro, las realidades sociales existentes en nuestro derredor serán  percibidas de una u otra forma. Los mismos términos significarán cosas  radicalmente distintas según se utilicen en uno u otro paradigma. Por  ejemplo,  un término tan básico y simple como “igualdad” significa algo  profundamente diverso en el paradigma de la lengua (donde significa que  las diversas lenguas existentes son iguales y por tanto pueden aspirar a  ser habladas por igual) o en el de los hablantes (donde significa que  las personas deben tener iguales derechos lingüísticos). El término  “bilingüismo” significa en uno que todos los habitantes de un territorio  deben hablar las dos lenguas (bilingüismo personal), mientras que en el  otro significa que en ese ámbito hay hablantes de una, de otra y de las  dos (bilingüismo social). El término “lengua propia” significa en uno  la lengua de un pueblo o de un territorio o de una historia, en el otro  significa la lengua de las personas.
Dato trascendental: en España vivimos y nos regulamos dentro de y  conforme con el primero de los paradigmas, el de las lenguas. Un  paradigma que, ya de entrada podemos anunciarlo, ocasiona casos  flagrantes de violación de derechos personales en materia de libertad e  igualdad de los ciudadanos. Por eso, este trabajo tiene un acusado  carácter crítico y revulsivo, puesto que está pensado desde el paradigma  distinto. Advertimos desde ahora que contiene afirmaciones que serán  consideradas casi como injurias o insultos, o por lo menos como  desvaríos absurdos,  por quienes habitan en el paradigma oficial. Esto  es algo natural y ha sucedido en todos los casos en los que la  precomprensión intelectual de un fenómeno físico o social ha  cristalizado en un modelo rígido: que lo que dicen quienes hablan desde  otro diverso semeja locura o delito.
¿QUÉ TIENEN QUE VER LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS?
La regulación lingüística entra en relación con varios derechos de las  personas, derechos que, en principio y con las salvedades que más  adelante haremos, debe respetar en todo caso. Fundamentalmente, se trata  de la libertad y de la igualdad. La libertad en materia de lengua se  plasma en el derecho a la libertad lingüística o libertad de opción, en  el sentido de que cada persona es libre de hablar la lengua que decida  autónomamente, sin que pueda ser coercionada por el poder público para  adoptar una determinada. Este es un derecho que conecta con otros más  generales como el derecho a la libre expresión, a la intimidad y al  libre desarrollo de la personalidad. Además, la libertad en materia de  lengua conecta también con otra faceta de la libertad personal, que  luego comentaremos más ampliamente, la libertad de identidad cultural.
También la igualdad puede verse afectada por la regulación positiva en  materia de lenguas. En efecto, en una democracia existe el más amplio  derecho al trato igual de todos los ciudadanos en el acceso a las  oportunidades o bienes públicos (igualdad de chances). Estas  oportunidades o bienes se manifiestan en una amplísima gama de servicios  públicos (enseñanza, justicia, bienestar, administración) y de acceso a  puestos de trabajo, pero no se agotan en ellos. En efecto, la igualdad  de acceso debe también incluir la participación en la actividad política  y cultural de la sociedad en que se vive, de forma que ningún ciudadano  podría ser discriminado por razón de su lengua en el derecho a  participar, a tener voz en su sociedad.
Las políticas lingüísticas pueden interferir abusivamente en la libertad  personal, por ejemplo, cuando imponen a las personas el conocimiento o  utilización de una determinada lengua distinta de suya propia en contra  de su voluntad. Y pueden interferir en la igualdad de los ciudadanos  cuando condicionan el acceso a los bienes y chances de carácter  público al empleo de una determinada lengua, o privilegian ese acceso en  función de la lengua que posea/emplee el ciudadano. Sin embargo,  llamamos la atención sobre el término que hemos empleado: “pueden”  interferir. Y es que la imposición de una lengua no siempre constituye  un atentado a la igual libertad de las personas. En este punto hay que  ser cautos y no otorgar apresuradamente a los derechos de libertad e  igualdad lingüísticos un carácter absoluto e incondicionado. La lengua  tiene unos condicionantes sociales que hacen que ningún derecho con ella  relacionado, ni siquiera el de libertad, pueda ser considerado  fundamental o absoluto. Más adelante ampliaremos este punto.
Antes, sin embargo, conviene recordar lo que significa el carácter de  “coto vedado” o “indisponibilidad democrática” de que gozan los derechos  a la igual libertad de las personas en una democracia constitucional. Y  las consecuencias que ello tiene. Porque resulta que, para una  extendida apreciación vigente en esta materia, una política lingüística  es legítima siempre que haya sido debatida y aprobada por los órganos  representativos del país, es decir, es legítima siempre que haya sido  objeto del adecuado consenso democrático. Y no digamos nada si ha sido  objeto de un “superconsenso” como el que en ciertos casos se ha  producido en los parlamentos representativos, en los que una determinada  política ha sido aprobada por unanimidad de los representantes  políticos. En virtud de esta difundida opinión, en democracia no cabría  objetar nada a las políticas democráticamente consensuadas. Pues bien,  esta opinión es precisamente la que desconoce flagrantemente el alcance  de lo que constituye una democracia constitucional. El núcleo esencial  que constituye la igual libertad de las personas no puede ser violado en  ningún caso por la acción del gobierno, con independencia de que esa  acción esté más o menos respaldad por un previo consenso democrático.  Incluso si la igual libertad afectada fuera la de una sola persona y,  por el contrario, la decisión adoptada fuera respaldada por todos los  demás ciudadanos, la decisión y la política consecuente serían  ilegítimas. Porque el corazón de libertades personales existente en toda  democracia es literalmente  “indisponible” para las mayorías, para el  gobierno y para la sociedad. La cuestión no es de mayorías o minorías,  es de pura y simple “incompetencia”.
¿Y QUÉ PASA CON LA IDENTIDAD CULTURAL?
Si hay un punto en el que la forma contemporánea de percepción política  está desviada de los parámetros democráticos es el de la identidad  cultural, y ello tiene serias consecuencias en la materia que tratamos,  que conviene poner en claro antes de continuar. En efecto, el  sentimiento más generalizado en nuestras sociedades es el de que la  identidad cultural es una cuestión colectiva que afecta a grupos, etnias  o naciones y que, por esa misma razón, pertenece al ámbito de lo que se  ha llamado “derechos colectivos”. Serían los grupos o naciones los que  poseerían un derecho a su conservación identitaria, a su pervivencia en  el tiempo, y ese derecho podría imponerse incluso a las personas  afectadas. Y dado que la lengua se considera (con razón o sin ella, eso  es lo de menos) como uno de los más importantes y significativos  “marcadores de identidad”, los grupos tendrían derecho a imponerla a los  individuos como medio para lograr el fin supremo perseguido, el de  garantizar la conservación del grupo.
A esta percepción generalizada, que no dudamos en considerar como  desviada y errónea, se ha llegado en nuestra sociedades por la  influencia de un conjunto de factores, tanto sociales como políticos e  ideológicos. Ahora no nos interesa mucho desgranarlos, sino sólo  destacar la trascendencia entre ellos del nacionalismo romántico como  elemento político, y del comunitarismo como elemento ideológico para  esta popularización de la visión de la cultura como hecho colectivo que  se impone a la libertad del individuo. Hoy, entre nosotros, se ha  convertido casi en una obvia banalidad que nadie discute. Véase, por  poner un ejemplo, el caso del Estatuto de Autonomía andaluz  recientemente aprobado en 2.007, cuyo art. 10 afirma que uno de los  objetivos básicos del gobierno andaluz es nada menos que 
“conseguir el afianzamiento de la conciencia de identidad y de la cultura andaluza”. 
O el art. 3-2-h) de la Ley de la Escuela Pública Vasca que le señala como función:
“Facilitar el descubrimiento por los alumnos de su identidad cultural como miembros del pueblo vasco”.
Si nos tomamos en serio estos textos, y si nos fijamos en algo tan obvio  como que esa “conciencia de identidad” que se pretende afianzar sólo  existe y puede existir en los circuitos neuronales de los individuos  andaluces y vascos (es su “lugar ontológico” por definición), lo que  está diciendo el Estatuto es que el gobierno andaluz no sólo puede, sino  que debe, intervenir en las conciencias individuales de los ciudadanos  para imponer un determinado contenido (cultura) en ellas ¿Dónde quedan,  entonces, los principios de libertad de personalidad y de conciencia que  garantizan, en teoría, los arts. 10 y 16 C.E.? ¿Se imaginan un texto  legal que autorizase al gobierno a “afianzar la conciencia de identidad  cristiana” en la mente de los ciudadanos? Pues si substituimos religión  por cultura, la violación del ámbito personal privado es idéntica. Y,  sin embargo, lo que en un caso parecería escandaloso a todo el mundo, en  el otro parece normal.
En cualquier caso, la doctrina nacionalista/comunitarista en materia de  identidad cultural puede definirse como un caso típico del fenómeno  consistente en deducir de una descripción correcta de un hecho social  unas consecuencias normativas estrafalarias para con él. Pues si bien es  banalmente cierto que el individuo se forma en ósmosis continua con su  ambiente social y cultural, y extrae de ese ambiente los elementos  constituyentes de su personalidad, es absurdo deducir de ese hecho la  consecuencia de que los individuos estarían obligados a preservar,  continuar y recrear indefinidamente esos contenidos culturales. Eso  sería tanto como confundir la moralidad social (la sittlichkeit hegeliana) con la moralidad crítica o reflexiva. De una precedencia  genética (el individuo se forma en una sociedad y cultura concreta) no  puede deducirse una preeminencia ética o política (la cultura concreta  estaría por delante de los derechos del individuo).
Desde el punto de vista democrático constitucional esta deducción de un  presunto derecho de los grupos a conservarse a sí mismos por encima de  los derechos de las personas que los componen es un puro dislate. El  derecho a la identidad cultural existe, ciertamente, pero es un derecho  de los individuos, por mucho que sea un derecho de ejercicio colectivo o  conjunto, y a nadie se le puede imponer, o forzar a conservar, una  identidad concreta en contra de sus deseos fundados.
“Nacer en una cultura particular no es evidentemente un ejercicio de  libertad cultural, y la preservación de alguna cosa con la cual el  individuo ha sido marcado simplemente debido al nacimiento difícilmente  puede ser, por sí mismo, considerado como un ejercicio de libertad” ( Amartya Sen).
Esto no significa que la cultura no sea importante para los liberales  igualitarios. Más bien podría decirse lo contrario: los demócratas  pensamos que la cultura es un dato central en la vida de las personas y,  precisamente por ello, creemos que dentro de un sistema de derechos  iguales para todos, cada cual debe poder vivir su cultura, traspasarla a  sus hijos, desafiarla o cambiarla, así como abandonarla y substituirla.  La que resulta literalmente contradictoria y absurda es la postura de  aquellos que consideran la pertenencia cultural como un bien primario  para, a renglón seguido, pretender imponerlo a las personas que componen  o participan de esa cultura.
“La protección igualitaria de la integridad de la persona, que todos  los ciudadanos pueden exigir, incluye la garantía del mismo acceso a los  patrones de comunicación, relaciones sociales, tradiciones y relaciones  de reconocimiento que son indispensables o deseables para el  desarrollo, reproducción y renovación de su identidad personal” (J. Habermas, “Entre naturalismo y religión”)
Si partimos, entonces, de la base cierta de que la libertad de identidad  es un derecho individual, la relación del punto con la política  lingüística se organiza también sobre la libertad personal. Es decir,  que la conservación de la lengua de un grupo por motivos culturales, que  puede ser un objetivo legítimo de un gobierno si se ha decidido  democráticamente, nunca podrá afectar al derecho de cada persona a  mantener, cambiar o rechazar esa lengua por motivos de índole  precisamente cultural. Cuanto más se exagere la importancia de la lengua  en la formación de la personalidad humana (la hipótesis Sapir-Whorff),  más evidente resulta el derecho personal de cada uno a decidir  libremente en esa materia.
“Los contenidos culturales están en los cerebros de los individuos,  no en las abstracciones estadísticas que son los grupos sociales ni en  las geologías descerebradas que son los territorios. Por eso, la única  autonomía cultural real es la de los individuos, no la de las  colectividades o los  territorios. La única normalidad compatible con la  libertad y la racionalidad es aquella situación en la cual cada  ciudadano decide por sí mismo los contenidos culturales que prefiere” (J. Mosterín)
EN MATERIA LINGÜÍSTICA NO HAY DERECHOS ABSOLUTOS.
La afirmación de que no hay derechos absolutos es especialmente  aplicable al caso de los derechos y libertades relacionados con la  lengua, precisamente porque ésta es un fenómeno social de carácter muy  especial.
En principio, ningún derecho es absoluto, en el sentido de que  cualquiera de ellos debe someterse en su ejercicio a las limitaciones y  restricciones derivadas de la existencia de unos derechos simétricos de  los demás. Por ello, las personas están obligadas a soportar ciertas  restricciones o limitaciones a sus libertades, cuando son necesarias  para garantizar la igual libertad de los demás. Precisamente, el único  título habilitante que poseen los poderes públicos para intervenir  restrictivamente en la esfera personal de los ciudadanos es la  protección de los derechos de los demás ciudadanos. Y ello condicionado a  las circunstancias de razonabilidad y proporcionalidad (no  arbitrariedad) entre la limitación del derecho de uno y la protección  del derecho de otros. Esta es una idea trascendental, pues en materia de  lenguas tiende a creerse que las concepciones del bien común que  construye la mayoría de los ciudadanos y que, por ello, hace suyas el  gobierno, son título suficiente para intervenir y limitar las iguales  libertades de elección de las personas, de forma que una concepción  particular de la buena vida sería causa suficiente para justificar una  política limitativa o intervencionista de un gobierno. Y esto no es así.  En democracia cada uno es libre de buscar su propio modelo de felicidad  (la buena vida), y el gobierno no puede ni siquiera intentar imponer el  que considera mayoritario o preferible si con ello interfiere sobre las  libertades básicas. Por el contrario, podrá hacerlo para proteger o  defender el igual derecho de todos a buscar la felicidad. El límite a la  autonomía personal es, precisamente, el tener que convivir con la  autonomía de los demás.
Ahora bien, cuando tratamos de la lengua, el carácter no absoluto de las  libertades con ella relacionadas adquiere facetas muy especiales. Y es  que las opciones lingüísticas, a diferencia de otras opciones personales  como las religiosas, no pueden arregladas simplemente dejando solas a las personas. El Estado no puede levantar sus manos del asunto y dejarlo al libre juego interpersonal. 
La solución de Babel no es ya posible. 
Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el Estado existe y  habla, y tiene que elegir en qué lengua va a relacionarse con los  ciudadanos y en qué lengua va a proporcionar esos servicios a los que  los ciudadanos tienen derecho. Es decir, tiene que establecer cuál o  cuáles son su lengua de interlocución.
“El Estado puede ser neutral respecto a las religiones de una forma  en que no puede serlo respecto a las lenguas, sencillamente porque tiene  que utilizar al menos una lengua para comunicarse con sus ciudadanos.  La separación entre la iglesia y el estado es posible, pero no lo es la  separación entre el estado y la lengua” (T. J. Miley)
En segundo lugar, el derecho personal en materia lingüística es un  derecho que requiere de la asistencia activa de terceros, no es un  derecho que, como la opción religiosa, pueda ejercitarse en la aislada  intimidad de cada conciencia y hogar. Es un derecho fuertemente relacional y, por ello, proclamar un derecho de opción lingüística es tanto como  proclamar una carga del resto de la sociedad, la carga de atender esa  voz.
Pues bien, esta naturaleza particular de las cuestiones lingüísticas  marca ineluctablemente, en forma de limitación evidente, nos guste o no,  las libertades abstractas que inicialmente hemos proclamado. El derecho  a usar la propia lengua no es un derecho humano en un sentido estándar  de este término, pues está condicionado por factores arbitrarios que  actúan al margen de cualquier criterio moral. Un ciudadano puede  proclamar su derecho a una opción religiosa determinada, aunque sea el  único de todo un país que practica esa religión. En cambio, un ciudadano  aislado no puede proclamar su derecho a hablar en un determinado idioma  en un país concreto si ese idioma no tiene presencia social apreciable  en él. Es así de sencillo, por arbitrario que pueda resultar desde un  punto de vista moral: el derecho está condicionado a requisitos  puramente fácticos, es un derecho fuertemente contextualizado.
Por poner un ejemplo evidente, los inmigrantes que acceden a un Estado  no poseen un derecho de opción lingüística, en cuanto que no pueden  exigir ser atendidos (escuchados) por la administración pública en su  propio idioma, ni que se les proporcionen los servicios en su idioma, ni  que puedan participar en la actividad sociopolítica en su idioma. Otra  cosa será determinar a partir de qué nivel o masa de inmigrantes con  residencia el Estado afectado debe considerar como una obligación el  concederles derechos de lengua minoritaria.
Otro ejemplo no menos evidente: hay países concretos en los que existen  centenares de lenguas vivas (Indonesia 694, Papúa-Nueva Guinea 673,  Nigeria 455, India 337, Camerún 247, limitándonos a los cinco primeros  del ranking mundial), de las cuales muchas de ellas son habladas por  menos de mil personas (el 25% de las lenguas del globo están en esta  situación) o menos de diez mil (otro 25%). No hace falta razonar mucho  la conclusión de que, en estos países, muchas personas no pueden  proclamar un derecho de opción lingüística ante el Estado  correspondiente. Sencillamente, no es posible atenderlo.
Más aún, otra conclusión no menos evidente, aunque seguro que choca con  la percepción usual en nuestro ámbito, es la de que en estos casos el  gobierno está obligado a imponer como lengua de instrucción una que sea  ampliamente conocida y que garantice a los ciudadanos el acceso en  igualdad de condiciones a los bienes públicos, por mucho que no sea la  lengua “materna” de esas personas. Sí, han leído bien, son precisamente  los derechos a la igual libertad de las personas afectadas los que a  veces, no ya autorizan, sino que exigen a un gobierno que imponga una  lengua de enseñanza diversa de la utilizada por las familias afectadas.  Exigen la “aculturación” de las personas en una lengua diversa de la  suya propia. De lo contrario, esas personas nunca serían ciudadanos en  condiciones de ejercitar su autonomía personal ni tendrían acceso igual a  las oportunidades vitales.
Esa política, con toda probabilidad, provocará la extinción de las  lenguas minoritarias, es decir, causará lo que nuestros ecologistas  culturales llamarían una pérdida irreparable de la diversidad  lingüística. Aún así, desde el punto de vista de los derechos de las  personas, está justificada.
“Los lingüistas, de forma típica, han lamentado la pérdida de la  diversidad lingüística. Pocas veces se han fijado en los hablantes  mismos en términos de sus motivaciones y de los costos y beneficios que  les supone abandonar sus lenguas. Rara vez se han ocupado de la cuestión  de si la supervivencia de una lengua implicaría una adaptación más  adecuada de sus hablantes a la ecología socioeconómica cambiante. Han  censurado la pérdida de las culturas ancestrales como si las culturas  fueran sistemas estáticos y la emergencia de otras nuevas en respuesta a  esas ecologías cambiantes fuera necesariamente peor” (Salikoko Mufwene, “Colonisation, Globalisation and the Future of Languages in Twenty-First Century”)
La conclusión evidente de estas situaciones es que los derechos de  opción lingüística de las personas están vinculados al número de  hablantes de una lengua, y no puede ser garantizado para personas  pertenecientes a grupos muy pequeños.
“Un mundo en el que todos y en todos los lugares pudieran usar su propia lengua es totalmente utópico” (Eric Lagerpetz, “Sobre los derechos lingüísticos”).
Si no hay un derecho absoluto, si el derecho de libertad lingüística no  es un derecho moral o humano, ¿qué validez tiene entonces? Pues tiene  una validez contextual, pero aún así relevante. En primer lugar, una vez  establecidas las condiciones de posibilidad que la realidad  sociolingüística marca ineluctablemente en cada país a la política, es  el que sirve de límite infranqueable a esa política. Por poner un  ejemplo: un inmigrante aislado no tiene derecho a exigir que sus hijos  sean educados en su idioma materno; un español tiene derecho a exigirlo,  pues ello es posible y congruente con la realidad de su idioma en este  país. En segundo lugar, la realidad lingüística (lo que la gente  realmente habla) se impone como criterio de orden jerárquico superior al  gobierno que pretende elegir su lengua oficial, precisamente porque  expresa los derechos de los hablantes en forma inmediata: es un hecho  social que el Derecho debe respetar. Un gobierno no puede imponer la  lengua al margen de la realidad social efectiva existente.
De esta forma, la igual libertad en materia lingüística actúa de dos  maneras: como límite para ciertas políticas en cuanto que es un derecho  frente al poder, y como criterio de inspiración para cualquier política  lingüística en cuanto es el valor más importante a preservar. Más  adelante volveremos sobre este segundo aspecto, el de intentar pergeñar  los ejes democráticos de una política lingüística. Por ahora, seguimos  con nuestro análisis crítico de la realmente existente, es decir, de la  que procede del paradigma de las lenguas como sujetos.
ALGUNOS TÉRMINOS QUE CONVIENE COMENTAR
Llegados a este punto, y aunque ello pueda parecer una digresión en  nuestro caminar teórico en torno al tema, considero oportuno hacer un  alto en el camino del análisis para intentar desvelar el significado de  una serie de términos de uso frecuente en materia de política  lingüística, pues no pocos de los problemas en torno a ella derivan de  una comprensión defectuosa de algunos, o de la sacralización de otros  como verdaderas “píldoras semánticas” evidentes por sí mismas, o del uso  de otros como “metáforas que nos piensan”. Se trata de una labor  indispensable de higiene mental antes de proseguir.
1)	“Lengua propia”: formulada en abstracto, esta expresión haría  referencia a la lengua que posee una persona, es decir, a su lengua de  uso normal (podría incluso incluir más de una lengua en el caso de  bilingües perfectos). Así, todas las lenguas son “propias” de alguien.  Pero nadie la utiliza así en nuestro ámbito, sino en un sentido muy  distinto. En concreto, esta expresión fue “inventada” por los Estatutos  de Autonomía para designar a la lengua vernácula de cada nacionalidad o  región de que se tratase (recuerda mucho a la de “Landsprache” que se inventó en el tardo Imperio Austrohúngaro), por oposición a la  lengua “oficial” española. Se trata de un término que provoca  inevitablemente un fuerte desajuste cognitivo para la percepción  razonable de la situación lingüística de una sociedad y, por ende, en la  orientación de la política a seguir. En efecto, a través de este  término se califica como “propia”, “particular”, “correcta” o “ajustada”  a una lengua vernácula, a pesar de que esa lengua no es hablada ni  conocida por la mayoría de los habitantes. Es “propia” del pueblo, del  territorio o de cualquier otra entidad metafísica, pero no es propia de  las personas que allí habitan. Por el contrario, la lengua “propia” de  todas estas personas como seres concretos, la que realmente hablan todos  ellos (la lengua “común”) pasa a ser considerada como “lengua ajena”  (que es el antónimo exacto de “propia”).
“Lengua propia: ¿hay alguna que no lo sea? Solamente existen gentes con lenguas propias” (Mikel Azurmendi)
2)	De forma y manera que la situación tal como la ley vigente la  contempla es la de que una mayoría de personas hablan una lengua ajena a  ellas (el cómo podría suceder tal cosa, si nos lo tomamos literalmente  en serio es algo cuya explicación me desborda), situación que debe ser  corregida para restituirles (quieran o no) su propia lengua.
3)	“Lengua común”: es un término ignorado por las normas vigentes que,  sin embargo, hace referencia a un hecho trascendental, probablemente el  más importante a tener en cuenta en una política lingüística razonable:  que los ciudadanos de la Comunidad Autónoma Vasca poseen todos ellos el  dominio de una lengua común, que es la que les permite entenderse. Esto  mismo sucede en España. Sin embargo, no encontrarán ustedes  absolutamente ninguna referencia a la lengua “común” en la Constitución,  los Estatutos u otro texto legal, sin duda porque es un hecho que se  considera contaminado por un pasado injusto y rechazable, el de la  imposición coactiva de esa lengua. A pesar de ello, se trata, como es  obvio para cualquiera, sea lingüista o no, de un hecho trascendental que  nos separa radicalmente de la situación de otros países con pluralidad  lingüística (Suiza, Bélgica) que carecen del bien más preciado en esta  materia: una lengua de uso universal.
4)	“Lengua oficial”: en puridad, designa aquella lengua que es elegida  por la Administración como lengua de comunicación, de manera que sus  servicios son prestados en dicho idioma, por un lado, y no está obligada  a atender a quien se dirija ella en otra lengua, por otro lado. Es el  instrumento clave en el diseño de una política lingüística y pocos  países carecen de una declaración de oficialidad de una o varias  lenguas. Sin embargo, entre nosotros la expresión se utiliza con sentido  peyorativo, para designar a la lengua “ajena” o “no propia” de “este  pueblo”, de manera que la lengua “oficial” se percibe como opuesta a la  lengua “propia” o “natural”, por mucho que sea la del cien por cien de  la población.
5)	“Lengua materna”: se ha convertido finalmente en una “tomadura de  pelo”. Durante muchos años fue el término utilizado por los  nacionalistas para designar un principio que se pretendía como básico en  la psicopedagogía lingüística (el que la primera educación debía  recibirse en la lengua materna so pena de graves daños al desarrollo  infantil):
“Creo que es justo decir también que el derecho a la lengua materna  es un derecho del hombre, un requisito pedagógico de la máxima  importancia .. Cambiar de lengua en la niñez dificulta  extraordinariamente la capacidad del niño.. Nosotros nunca vamos a  obligar a ningún niño de ambiente familiar castellano a estudiar en  catalán (R. Trías Fargas, CIU, Comisión Constitucional, debate sobre el art. 3 CE, 1978).
Posteriormente, y una vez conseguido ese derecho, pasó a ser un  principio falso, pues se descubrió que el ideal educativo era la plena  inmersión precoz del niño en el idioma no materno. ¿Dónde está lo  cierto? Los especialistas no se ponen de acuerdo en cuál de ellos es el  principio correcto, y más parece que su opinión depende su interés  político personal. La postura más razonable parece ser la de considerar  que la lengua “materna” no ostenta ningún valor especial como cauce de  la educación (la educación practicada en nuestro ámbito en colegios  franceses, alemanes o ingleses lo desmiente), y que lo que sí lo ostenta  es la percepción del niño de la lengua usada como “no querida” o  “impuesta”.
6)	“Normalización”: en su sentido estricto, normalizar una lengua  consiste sólo en establecer las normas estructurales, fonéticas y  gramáticas de esa lengua, algo que sucedió muy tempranamente para el  castellano o español y muy tarde para otras lenguas peninsulares. Tal  como se utiliza aquí y ahora, viene a significar “hacer normal el uso de  una lengua”, es decir, ajustar el Derecho al hecho. Lo cual implica dos  asunciones previas de valor: que el uso que previamente se les daba era  “anormal” y que “normalidad” significa universalizar el conocimiento de  la lengua en toda la sociedad. En España no se concibe, en efecto, más  situación “normal” que la de que toda la sociedad afectada conozca y  hable la lengua normalizada. Esta opción carece de cualquier fundamento  científico y se sustenta sólo en criterios de valor ajenos al uso de la  lengua. En realidad, en lugar de ajustar la norma jurídica al hecho  social, se intenta amoldar éste a aquélla. Aplicado a largo plazo  significa que en los territorios autonómicos no podrá haber lenguas  minoritarias, sino que todas serán “comunes”.
7)	“Bilingüismo”: término que permite una amplísima gama de usos, en  función del sujeto a quien se aplique. Entre nosotros, el término se  aplica inicialmente a las sociedades o grupos y constata una realidad  obvia: que en ellas coexisten dos idiomas. De esta descripción obvia se  pasa sin solución de continuidad a una prescripción injustificada e  injustificable: en una sociedad bilingüe todos los hablantes deben ser  bilingües. Se trata de un caso típico de una “falacia de composición” en  que los caracteres del conjunto se atribuyen a los individuos que lo  componen. Sin embargo, la falacia se ha convertido en un argumento  irrebatible para justificar las políticas lingüísticas  intervencionistas.
8)	“Patrimonio lingüístico”: es la metáfora preferida por los textos  constitucionales y políticos para hacer referencia al plurilingüismo  existente en España, metáfora cuya adopción tiene una trascendencia  imposible de exagerar. Su solo empleo produce una asunción implícita de  una densa carga valorativa de lo que en principio no es sino un hecho  bruto (el plurilingüísmo), puesto que éste pasa a ser considerado como  algo “bueno” por definición, que ha sido “heredado” de las generaciones  precedentes, y que debe ser “conservado” e “incrementado”. Porque las  personas no son las “propietarias” del patrimonio en cuestión, sino sólo  sus depositarias temporales, obligadas a conservarlo y pasarlo íntegro y  mejorado a la siguiente generación. De esta forma, es el patrimonio el  que posee a los hablantes.
“Nuestra lengua es parte esencial de un patrimonio cultural del que el Pueblo vasco es depositario” (Preámbulo de la Ley de Normalización del Euskera 10/1982, las mayúsculas en el original).
LOS DERECHOS COLECTIVOS
El argumento suena así: “X (pongan aquí el grupo, pueblo o nación que  deseen) es un pueblo con una cultura propia, que incluye como parte  esencial una lengua determinada. Como todo pueblo o cultura, X tiene  derecho a su supervivencia. Para sobrevivir, debe conservar sus  marcadores de identidad. Luego puede legítimamente exigir a sus miembros  que conserven o adquieran esos marcadores”.
El razonamiento hace uso del concepto de “derechos colectivos” o  “derechos del grupo”, un concepto cuya corrección dogmática es más que  discutida. Pero no vamos a entrar en esa discusión pues, incluso  aceptando la idea de que los grupos pudieran ser sujetos de derechos, lo  que es patente es que esos derechos nunca podrían en una democracia  constitucional pretender anteponerse a los derechos individuales. El  pretendido derecho de los grupos o las naciones a conservar sus señas de  identidad podrá todo lo más justificar el establecimiento de  “restricciones externas” frente a otros grupo o frente al colectivo  social más amplio en que está inmerso el grupo en cuestión, es decir, un  derecho a que las políticas culturales o lingüísticas del grupo amplio  reconozcan y respeten su existencia. Lo que nunca podría ese presunto  derecho es llegar a imponer obligaciones o restricciones sobre las  personas que forman parte del mismo (o que se encuentran en su radio de  acción territorial) que afecten a su derechos básicos como personas, es  decir, su libertad e igualdad. Es el límite infranqueable de cualquier  política gubernamental en una democracia liberal.
Por otra parte, el argumento es altamente contradictorio: puesto que si  alguien forma parte de un grupo marcado por su identidad y lengua propia  ello se deberá, precisamente, a que posee personalmente tales identidad  y lengua. Si no es así, no forma parte del grupo y no tiene sentido  imponerle nada.
La idea de que el presunto derecho de un pueblo a subsistir como tal  implica la obligación de sus integrantes de adoptar un determinado  idioma está siempre presente en el discurso nacionalista, incluso en  aquellos casos en que pretenden adoptar posiciones de partida  respetuosas con los derechos de las personas individuales:
“No se trata pues de que nadie renuncie a su lengua propia, sino de  que conozca otra; no se trata de imponerles nada, sino de reconocer su derecho al acceso a la lengua del país (hasta aquí premisa totalmente respetuosa). Pero  una de dos: o bien el catalán debe desaparecer, o bien quien vive en  Cataluña tiene que conocerlo” (conclusión contradictoria)  (Texto de Ana Moll citado como excelso por P. Etxenike en su defensa de  la Ley de Normalización del Euskera, Parlamento Vasco, 25.11.1982).
Igual rechazo provocan, desde una perspectiva democrática, los discursos  que pretenden “equilibrar” los derechos colectivos del grupo con los  derechos individuales de los individuos que los componen, de forma que:
“Nuestro propio modelo se basa en derechos individuales, pero con el  reconocimiento de que la lengua propia y el centro de gravedad de  Cataluña es el catalán y de que, por ello, se le deberían otorgar  ciertos privilegios ..” (J. Pujol, 1995 ).
No es cuestión de equilibrio, sino de jerarquía: los derechos  individuales son de rango superior, son indisponibles para el gobierno, y  no pueden contrabalancearse con ningún presunto derecho colectivo.  Cualquier privilegio que se pretenda conceder a una determinada lengua o  rasgo cultural tiene como límite infranqueable los derechos de las  personas afectadas.
EL VALOR DE LA LENGUA COMO MARCO FORMATIVO DE LA PERSONALIDAD HUMANA
En este caso, el razonamiento sigue siendo comunitarista por su  inspiración, pero adopta la perspectiva de la persona individual. En  definitiva, este argumento subraya el valor que para toda persona tiene  su marco cultural de pertenencia, pues nadie puede autocomprenderse sino  en los marcos de su propia cultura. Nadie puede ser persona autónoma si  no es tomando de su propia cultura los elementos que le permiten  constituirse como tal. De forma que el marco cultural tiene para la  persona un valor constitutivo, es un “bien primario” si queremos  utilizar la terminología de Rawls. Y como tal “bien primario”, la  persona tendría derecho a que el gobierno se lo distribuya y garantice.
El argumento es ciertamente difícil de seguir en su propia congruencia.  En efecto, sin entrar a discutir el alto valor que para las personas  pueda tener su marco cultural propio y que ello incluya su conservación  en el tiempo (algo que habría que matizar enormemente), el problema de  la validez de las políticas lingüísticas intervencionistas entre  nosotros (aquí y ahora) no se plantea con respecto a los ciudadanos que  desean conservar su marco cultural personal (personas que por definición  están de acuerdo con esas políticas), sino con respecto a ciudadanos  que poseen un marco lingüístico diverso y se ven forzadas a asimilarse  al definido como adecuado por el gobierno. Es decir, que precisamente es  el argumento del valor excelso de la “pertenencia cultural” el que más  fuertemente milita contra la posibilidad de imponer una lengua a  personas que no la hablan.
En realidad, y por muchos esfuerzos que hagan para disimularlo, en los  razonamientos justificativos de las políticas lingüísticas practicadas  en España que se hacen desde el argumento del valor de la cultura para  las personas hay siempre un momento dialéctico tramposo, pues en algún  momento del razonamiento se ha producido un mágico “cambiazo” de  sujetos. Del sujeto “persona individual concreta” se ha pasado al sujeto  “pueblo/grupo”. Del marco cultural concreto y real de cada uno se ha  pasado al marco que ese uno “debería poseer” en función de la historia o  el territorio. Si no es así, es inexplicable cómo se puede arrancar de  una premisa que atribuye un valor superior al derecho de las personas  para conservar sus marcos culturales y llegar a una conclusión que  permite a los gobiernos alterar a su placer los marcos culturales de sus  súbditos.
El valor intrínseco (identitario o cultural) que algunas personas  atribuyen a la lengua que hablan puede ser un valioso argumento  defensivo a favor de esas personas para oponerse a políticas  asimilacionistas. Decimos “puede ser” porque en casos extremos su fuerza  depende de la amplitud del grupo afectado o de su condición de  nativos/inmigrantes. Puede ser, igualmente, un argumento válido para  reclamar del gobierno la posibilidad real de atención, enseñanza y  participación en esa lengua (su “oficialidad”) aunque también sujeto a  las constricciones arbitrarias de la realidad social. Pero nunca podrá  ser un argumento para imponer esa lengua a personas que no la poseen, si  queremos respetar la propia lógica interna del valor argüido.
LA INTEGRACIÓN Y LA COHESIÓN SOCIAL
Este argumento proclama que en sociedades bilingües la cohesión social  exige que todos los ciudadanos conozcan todas las lenguas existentes,  pues de otra forma no podrán comunicarse entre sí y se formarán  comunidades culturales aisladas. En el caso de sociedades con dos  idiomas, el argumento exige que el bilingüismo se extienda a todas las  personas, de forma que las políticas tendentes a implantar un  bilingüismo universal estarían legitimadas por el fin beneficioso   perseguido, la cohesión social.
El argumento resulta intuitivamente convincente, pero empieza a fallar  no bien se examina más de cerca. En primer lugar, no existen estudios  empíricos demostrativos de que el grado de cohesión social de un país  dependa de su situación lingüística. Hay países profundamente divididos  por razones étnicas o nacionales a pesar de hablar sus habitantes una  misma lengua (India y Pakistán, dado que urdu e hindi son la  misma lengua), y casos contrarios de alta cohesión con diversas lenguas  (Suiza). En segundo, y ello es más importante desde nuestro concreto  punto de vista, el argumento no tiene en cuenta que en Euskadi existe  una lengua común de conocimiento universal, de forma que la posibilidad  de intercomunicación y participación sociopolítica está en todo caso  garantizada. Afirmar que la cohesión social vasca aumentaría si todos  los habitantes conocieran el euskera es un puro desiderátum carente de  la más mínima prueba empírica, y que resulta altamente dudoso. En  efecto, una tal afirmación presupone que los conflictos existentes en  dicha sociedad se relacionan con su diversidad cultural objetiva, cuando  parece mucho más correcto pensar que se relacionan con la forma  subjetiva en que es aprehendida esa diversidad. El sentimiento nacional  manipula datos sociales objetivos, no es una simple traducción de ellos.  Una sociedad euskaldunizada a regañadientes dudosamente cambiará sus  sentimientos de pertenencia y sus afinidades políticas.
Pero es que, en cualquier caso, la integración y cohesión sociales son  objetivos que ceden ante los derechos primarios de las personas y, por  ello, nunca podrán legitimar políticas que atenten a estos derechos.  Alguien puede juzgar que la integración social de los inmigrantes  aumentaría si todos ellos fueran indoctrinados en la religión cristiana,  pero tal objetivo nunca justificaría una violación de su derecho a la  libertad religiosa. La situación no es distinta en el caso lingüístico,  por lo menos cuando lo que se pretende es alterar los usos idiomáticos  de la mayoría. La cohesión social no funda en ningún caso un derecho que  esté por encima de los derechos individuales. De lo contrario, y de  seguir el argumento contrario fielmente, alguien podría plantear por qué  no se ensaya alternativamente el suprimir las lenguas minoritarias y  establecer una única como medio para la más perfecta integración social  de todos los españoles.
LA INJUSTICIA DE LA HISTORIA
La historia es siempre un poderoso argumento en materias culturales. En  el caso concreto que nos ocupa, el de las políticas lingüísticas  practicadas en España, el razonamiento sonaría más o menos en la forma  siguiente: “En un pasado la lengua vernácula fue casi universal en este  territorio, pero como resultado del contacto con otra extrajera más  generalizada se produjeron situaciones de diglosia y progresivo abandono  de nuestra lengua; este proceso se agravó por una inmigración  significativa desde ese extranjero, así como por las medidas coercitivas  adoptadas por el poder extranjero para imponer su lengua en todos los  ámbitos. De forma que la situación actual es el resultado de una pura  injusticia histórica continuada”.
Ante una situación real que es fruto del abuso y la imposición, las  actuales políticas lingüísticas de recuperación y normalización del  idioma vernáculo estarían más que legitimadas, pues intentarían corregir   una realidad que está artificialmente descompensada en su contra. Las  medidas intervencionistas de fomento (tales como premiar la lengua  vernácula en el acceso a los puestos de trabajo más allá de lo  estrictamente necesario para su desempeño, o exigir su conocimiento en  la enseñanza) estarían legitimadas puesto que pretenden corregir  situaciones de injusticia histórica. La tarea de los poderes públicos  incluye la de adoptar medidas positivas para corregir situaciones de  injusticia enquistadas por el proceso histórico en la sociedad real. En  definitiva, no se trataría sino de medidas de “discriminación positiva” a  favor de la lengua más débil en una situación histórica de bilingüismo  descompensado que es conveniente y justo corregir.
Como más adelante comentaremos, este razonamiento es aceptado en general  con independencia de la filiación política de los autores, sean o no  nacionalistas. Es más, forma ya parte del bloque de constitucionalidad  español puesto que ha sido aceptado por el Tribunal Constitucional  expresamente:
“La política lingüística … permitirá corregir situaciones de  desequilibrio heredadas históricamente y excluir así que dicha lengua  (vernácula) ocupe una situación marginal o secundaria” (T.C. 23.12.1994, 710/94).
¿Y qué valor tiene el argumento en cuestión enjuiciado desde los  concretos principios de la democracia constitucional? Nos tememos que  ninguno si lo que pretende es legitimar una violación o limitación de  los derechos a la libertad lingüística de los habitantes de una  Comunidad Autónoma, o su igualdad substancial en los requisitos de  acceso a las oportunidades vitales. El argumento puede inspirar la  política de los poderes autonómicos, pero carece de toda fuerza ante los  derechos de los hablantes que viven en esa Comunidad.
Les ahorro dos cuestiones previas sobre las que habría que hablar largo y  tendido cuando se estudia este argumento. La primera, de orden  fundamentalmente científico, sería la de precisar hasta qué punto ese  “relato de la gran injusticia” responde a la verdad histórica y a las  reglas normales de la evolución de las lenguas cuando entran en contacto  ¿Son de verdad la violencia y la imposición las que explican la  expansión, asimilación, pérdida, abandono y difusión de las lenguas? La  segunda, de orden mucho más ético-político, sería la de examinar hasta  qué punto las políticas de homogeneización lingüística practicadas por  los Estados liberales el siglo XIX pueden valorarse como globalmente  injustas o negativas, lo cual implica tanto como desconocer sus efectos  positivos para la ampliación del campo de la autonomía personal de los  mismos afectados por esas políticas. Aplicar un perentorio juicio  negativo no es ni mucho menos tan sencillo como le parece a quien juzga  desde el presente, desde una historia que ya se ha realizado y en la que  no existe el contrafáctico: ¿sería un marco preferible al actual  que tenemos el de una sociedad vasca en la que el 95% de los habitantes  sólo conocieran y dominaran el vascuence? ¿Podríamos afirmar que los  habitantes de una tal sociedad gozarían de unas posibilidades de  desarrollo de sus opciones vitales mejores que las de la actual en que  el castellano es universal?
Y si les ahorro esas cuestiones es porque no afectan para nada a la  respuesta al argumento de la “reparación de la injusticia histórica”  desde los principios de la democracia liberal. Una respuesta que podría  sintetizarse en una fórmula muy simple:
“Una injusticia sobre un muerto no se arregla añadiendo una injusticia sobre un vivo” (F. Ovejero Lucas)
En una forma más analítica la refutación del argumento histórico deriva  de la consideración atenta de los sujetos de que estamos hablando:  cuando se menciona el desequilibrio injusta e históricamente provocado  de las lenguas estamos asumiendo el punto de vista de las lenguas, o el  de los pueblos como entidades transhistóricas. Desde este punto de  vista, a una lengua le correspondería tener un número de hablantes por  derecho propio, y si no los tiene se están violando sus derechos. Pero  cuando se menciona la injusticia actual estamos hablando desde la  perspectiva de personas concretas de carne y hueso. Y las personas son  los únicos sujetos de relevancia moral que pueden legítimamente exigir y  obtener derechos en una democracia constitucional.
“Si como consecuencia de las acciones políticas de hoy en la  comunidad donde se hablaba mayoritariamente X se acaba por hablar Y,  cualquier intento de retornar a X supondrá una injusticia con los  habitantes vivos, como lo fue antes con los que padecieron el tránsito  anterior” (F. Ovejero Lucas)
Expuesto desde otro ángulo, las políticas de “discriminación positiva” o  de “acción positiva” exigen para su justificación democrática que un  colectivo de personas concretas e individualizables, realmente existentes,  estén penalizadas o sometidas a una privación total o parcial de  derechos u opciones por razón de circunstancias arbitrarias (tales como  el azar, la historia o una dominación tradicional). Para conseguir que  esas personas accedan a los mismos derechos y opciones que las demás se  pueden adoptar medidas transitorias de reequilibrio, que las privilegien  aunque infrinjan el derecho a la igualdad de las otras.
“Es aconsejable distinguir entre la compensación por discriminaciones  que tuvieron lugar en el pasado y la mejora de las actuales  desventajas. Son éstas últimas las que exigen, en virtud del principio  de igualdad de chances vitales, la aplicación de medidas preferenciales  para superar una situación en la que lo relevante no es la génesis de  las mismas sino su injusticia actual” (Ernesto Garzón Valdés).
Por tanto, para justificar medidas de discriminación sería preciso  demostrar que hoy existen en Euskadi personas que están discriminadas o  perjudicadas por hablar únicamente euskera. Y que esta discriminación  exige, para corregirse, la limitación de los derechos de quienes hablan  castellano. Lo primero podría ser cierto en algunos casos, pues algunos  servicios públicos son todavía hoy deficitarios en su oferta  lingüística. Pero no se ve en modo alguno cómo ese déficit exige, para  corregirse, la limitación de los derechos de los demás.
La conclusión que se impone es que no cabe legitimar ninguna política  lingüística que disminuya o afecte negativamente al estatus de igual  libertad de todos los ciudadanos, o que imponga sobre algunos de ellos  alguna carga u obligación especial, o que disminuya sus opciones de  acceso a los empleos en condiciones de igualdad, por las pasadas  injusticias históricas o por el deseo de reequilibrar los idiomas de un  pueblo. Estos datos, con independencia de que sean más o menos ciertos,  podrán inspirar (¿cómo no?) las más favorables, intensas y entusiastas  políticas de recuperación de su idioma vernáculo que democráticamente  sean decididas por cada sociedad. Poco puede decir la teoría democrática  sobre su oportunidad, si la sociedad las decide. Pero lo que sí puede  decir esta teoría es que tales políticas tienen como límite  infranqueable el respeto a la libertad y la igualdad de los ciudadanos  realmente existentes.
EL DERECHO DE TODO HABLANTE A SER ATENDIDO Y RESPONDIDO
Esta es una justificación que, en cierto modo, puede intentar  complementar la anterior, la de la discriminación. Pues, en efecto, se  plantea como un caso de protección de derechos personales ante su  posible desconocimiento. En sustancia, el argumento dice: “El derecho de  cualquier persona a hablar una lengua requiere, para poder ser  consumado, que los demás ciudadanos le entiendan y respondan en esa  lengua; de lo contrario, el hablante de la lengua vernácula vería  limitado su derecho de opción lingüística al pequeño círculo de quienes  dominan esa lengua; la ignorancia de la lengua por la mayoría de la  sociedad estaría frustrando el ejercicio pleno de su propio derecho”.
Para poder sostenerse con éxito, este argumento requiere demostrar  adecuadamente que el derecho de una persona a hablar su lengua propia  implica necesariamente el derecho a ser atendido y respondido en esa  misma lengua. Y que ese derecho se aplica no sólo a las instituciones  públicas o administrativas, sino también a los particulares.
En el primer aspecto, el derecho a ser atendido por las autoridades,  hemos comentado ya que no todas las pretensiones en tal sentido son  legítimas, sino que el derecho en cuestión está limitado por la realidad  empírica de su uso generalizado y consiguiente declaración como lengua  oficial. Un inmigrante o un extranjero no tienen, en principio, un  derecho lingüístico esgrimible ante la administración. Ahora bien,  cuando el ciudadano en cuestión forma parte del ámbito de una lengua  vernácula a la que, precisamente por su apreciable arraigo y difusión,  se ha concedido estatus de oficialidad, no cabe la menor duda de que en  principio ostenta el derecho a ser atendido y respondido por la  administración en su lengua. Esto es lo que ocurre obviamente en el caso  de los hablantes del vascuence.
Ahora bien ¿se extiende este derecho a las relaciones interpersonales?  ¿Puede el hablante de la lengua vernácula exigir que todos los vascos  aprendan y dominen el euskera por la sencilla razón de que ello es algo  así como la condición de posibilidad para que él pueda hacer un  uso universal de su lengua? ¿Puede lo que es su derecho convertirse en  un deber para los demás? ¿Podría invocar algo así como un principio de  reciprocidad según el cual “si yo domino tu lengua, tú estás obligado a  dominar la mía”? De nuevo nos encontramos en un punto que no permite una  respuesta simple y desconectada de la realidad social del país del que  estemos tratando. Ya de entrada, resulta ciertamente difícil admitir un  criterio general en el sentido de que un derecho personal pueda llegar a  exigir a las demás personas no sólo su respeto pasivo y abstención,  sino su colaboración activa mediante una conducta positiva y  probablemente onerosa (aprender otro idioma). No se trata del deber de  financiar mediante sus impuestos una política de plena atención a  quienes hablan la lengua vernácula, lo cual ya implica costes  personales, sino de mucho más, de implicarse en el aprendizaje de una  lengua con los costes de oportunidad que ello conlleva.
Aún así, podría admitirse que en ciertas comunidades puede considerarse  como lícita la imposición obligatoria de un cierto grado de conocimiento  de la lengua vernácula de otra parte de la población; se trataría, en  concreto, de aquellas comunidades plurilingües en las que no existe una  lengua común y, por ello, cada comunidad posee sólo su lengua vernácula  (casos por ejemplo de Suiza o Bélgica). En estos casos, parece que la  condición de ciudadanía de estos países puede justificar la exigencia de  conocer un mínimo de la lengua ajena, de manera que ese conocimiento  podría considerarse como una parte obligada del más pleno desarrollo de  la personalidad posible para todos.
En cualquier caso, la cuestión cambia radicalmente allí donde existe una  lengua común universal. En este caso, el hablante de la otra lengua, la  vernácula, sólo podría exigir como deber personal a los demás el empleo  de su lengua propia si pudiera demostrar que el cambiar a la lengua  común le supone un daño irreversible. Algo que es realmente difícil  incluso de pensar cuando hablamos de personas bilingües. Hablamos de  daño personal, no de gusto o de satisfacción. Es claro que para muchos  bilingües sería una verdadera satisfacción encontrarse con una sociedad  vasca compuesta al cien por cien de individuos bilingües. También es  claro que a muchas personas les molesta tener que cambiar al castellano  en su conversación para poder ser atendidos. Pero la satisfacción, el  gusto o el interés personal de uno, por fuertes que sean, no pueden  justificar una restricción a la libertad ajena. Sólo la evitación de un  daño real podría hacerlo.
En definitiva, la hipótesis del daño se demuestra imposible en el  momento mismo en que se formula, por una razón muy sencilla: porque si  considerásemos que para un bilingüe es un daño el cambiar de idioma en  su hablar cotidiano, deberíamos admitir que más aún lo es para aquel a  quien se exige aprender uno nuevo. Estamos ante una tesis que se refuta a  sí misma.
EL CONSENSO POLÍTICO
La legitimidad de las políticas lingüísticas ha sido frecuentemente  defendida desde posturas estrictamente democráticas haciendo referencia  al hecho de que han sido decididas en las instituciones representativas  del sistema político y que, además, esa decisión se ha adoptado con un  amplio consenso de todas las fuerzas políticas representadas. Incluso,  como parece ser el caso catalán en lo que se refiere a sus leyes de  normalización, con la unanimidad de todos los partidos representados  (una especie de “superconsenso”).
Sin lugar a duda, el consenso democrático es un valioso argumento a  favor de la legitimidad de una decisión política, de forma que puede  decirse que crea una fuerte “presunción” de legitimidad. Sin embargo, en  último término no añade nada al juicio de legitimidad cuando se alega  que esa ley perjudica o restringe injustificadamente los derechos de las  personas afectadas a su autonomía personal o a su igualdad ante la ley.  Porque estamos hablando del núcleo duro de la democracia  constitucional, que no puede ser lesionado por ninguna decisión de los  poderes públicos, incluso si ha sido adoptada por la totalidad (menos  uno) de los ciudadanos. Se trata de derechos que no están disponibles ni  para las mayorías ni para las supermayorías.
Por otro lado, el argumento del “consenso” esconde un cierto equívoco  cuando se analizan los hechos reales. Pues muy bien puede suceder que el  “consenso político” esconda un “disenso social”, lo que sucede cuando  se trata de políticas implementadas top-down. Y es de sospechar que éste  es precisamente el caso, como lo ponen de manifiesto los datos del CIS  en su Encuesta Sociolingüística de Cataluña o Euskadi de 1999.
A la pregunta de si “está Ud. de acuerdo en que la enseñanza pública  primaria se desarrolle sólo en catalán/euskera”, contestaron  afirmativamente el 27/31% y negativamente el 69/53%.
Sobre la preferencia de modelos de enseñanza lingüística respondieron:  mitad en catalán/euskera, mitad en castellano (50/44%), mayor parte en  catalán/euskera (33/24%), todo en catalán/euskera (9/12%), todo en  castellano (10%).
Hablar de consenso social unánime para la “inmersión total” en el idioma  vernáculo con estos datos sociométricos resulta carente de base seria.
Este repaso a los argumentos más utilizados para legitimar las políticas  lingüísticas practicadas actualmente en España debe, insistimos de  nuevo ello, ser interpretado adecuadamente. En efecto, no afirmamos que  este tipo de argumentos sean totalmente inválidos y que no puedan ser  utilizados para motivar las decisiones políticas. No se trata de eso. De  lo que se trata es de mostrar su insuficiencia radical cuando de lo que  se trata es de políticas que afectan a los derechos personales a la más  plena autonomía cultural y a la igualdad de acceso a las oportunidades  vitales. De lo que se trata es de mostrar cómo, una vez más, los  derechos de las personas, tomados en serio, son verdaderos “triunfos”  que ganan en cualquier competición con las decisiones de la mayoría  popular, y que en esta competición los argumentos usuales no añaden nada  ni evitan la derrota de las políticas intervencionistas duras.
PARTE II. LAS PERSONAS COMO FINES
Entramos en la segunda parte de nuestro estudio, la que pretende estudiar la posibilidad de un diseño de política lingüística que esté orientado, ante todo y sobre todo, por los derechos de las personas. Se trataría de utilizar tales derechos no sólo defensivamente, como límites infranqueables para políticas intervencionistas, sino más allá de esa función, como datos que funden criterios operativos para la inspiración de una tal política.
La cuestión puede parecer muy simple de responder a primera vista: bastaría con garantizar la más amplia libertad de opción lingüística a todos los ciudadanos para conseguir un resultado plenamente congruente con los derechos y los deseos de las personas. Y sin embargo ello no es así, como la más mínima reflexión nos enseña pronto. Antes de examinar el por qué, puede ser interesante hacer una referencia al patrón natural de intercomunicación de las lenguas.
EL PATRÓN DE INTERCOMUNICACIÓN
Las lenguas existentes en el mundo hoy en día no son islotes aislados  entre sí, sino que están intercomunicadas en una red o sistema que  obedece en su estructura a patrones muy claros. Lo que conecta entre sí a  las lenguas son los hablantes multilingües o bilingües, es decir, los  individuos cuyos repertorios lingüísticos incluyen más de una lengua. Y  las conexiones no son azarosas o arbitrarias, sino que obedecen a un  patrón que está jerarquizado en función del potencial comunicativo de  cada lengua.
El potencial comunicativo de una lengua es el producto de dos factores:  por una parte, la prevalencia o extensión de una lengua (número de  hablantes); por otra, su centralidad, que viene dada por la proporción  de hablantes multilingües que son competentes a la vez en esa y otras  lenguas.
“Las personas no aumentan su repertorio lingüístico de manera  caprichosa, sino para maximizar sus oportunidades de comunicación.  Eligen siempre pasar de una lengua a otra que les amplíe su capacidad  comunicativa”  (Abram de Swan, “Words of the World”).
El patrón de cambio en materia de lenguas es bastante lógico: obedece a  la búsqueda de la eficiencia comunicativa llevada a cabo por unos  actores individuales autointeresados, y muestra que la elección para  ampliar el repertorio comunicativo se orienta siempre hacia lenguas con  mayor potencial. La búsqueda de la eficiencia comunicativa es una regla  que puede gustar más o menos, pero que se impone con la misma nitidez  con que las leyes del libre intercambio se imponen en la economía. El  uso de lenguas de mayor potencial comunicativo lleva a acceder a todos  los beneficios propios de las llamadas externalidades de red,  exactamente igual que sucede con un mercado amplio, una moneda única o  un sistema unificado de comunicaciones. Conviene no olvidarlo, pues  cualquier intervencionismo estatal no puede pretender, a largo plazo por  lo menos, alterar significativamente este patrón social autoguíado, so  pena de caer en un dirigismo estéril.
“Hay algo profundamente extraño en estar discutiendo “por qué” unas  personas deben o no hablar una lengua. Las personas nunca se han  preguntado sino el “para qué”, qué ofrece y qué ventajas tiene una  lengua”  (J.R. Lodares).
Ahora bien, una vez constatada esta “ley de la dinámica lingüística”, conviene hacer entrar en la escena al elemento más importante del juego que nos traemos: el Estado.
EL ESTADO ENTRA EN ESCENA
La convivencia humana está organizada dentro de unos esquemas de  autoridad de base territorial que llamamos Estados. Pues bien, el Estado  moderno es una realidad que, por el mero hecho de existir y estar ahí,  provoca una interferencia trascendental en la dinámica lingüística, lo  quiera o no. En efecto, el Estado moderno habla, y habla mucho:  está en constante relación con sus súbditos a través de una miríada de  actos administrativos de todo tipo para los que debe elegir una lengua  de uso. Recibe de ellos peticiones, reclamaciones y exigencias de todo  tipo, y debe fijar en qué lengua las atenderá. Presta servicios  públicos, y lo hace en una lengua. Y además, es un ámbito de opinión y  participación política que requiere inevitablemente de una comunicación  fluida entre los sujetos, por lo menos cuando hablamos de un régimen  democrático.
Todo ello hace que el Estado deba fijar con carácter general cuál es la lengua o lenguas oficiales, o lo que es lo mismo, en cuál o cuáles lenguas atenderá a sus administrados. El Estado no puede actuar en materia lingüística como lo hace en materia religiosa, como garante neutral de la libertad individual en la materia: abstenerse y dejar hacer a los individuos y los grupos. Religión y Estado pueden estar rígidamente separados, pero lengua y Estado no pueden estarlo: todo poder político moderno debe hacer opciones lingüísticas.
En realidad, siempre ha hecho opciones, incluso en los Estados de tipo  absoluto o feudal premoderno. Lo que sucede es que en aquella época no  eran muy trascendentes pues sólo afectaban a una elite u oligarquía. Es  más, la lengua cumplía en aquellos sistemas una función de segregación y  creación de estatus a favor de las oligarquías. La gobernación de las  provincias forales es un perfecto ejemplo de ello, pues la diglosia se  utilizaba en ellas como barrera para impedir que los humildes accedieran  a la gobernación. Pero en los Estados modernos las cosas han cambiado  mucho, por dos razones. En primer lugar, porque la actividad de control  del Estado, así como la prestacional, se han incrementado fuera de toda  proporción. Los individuos están en permanente, cotidiano e intenso  contacto con el poder, luego la lengua de contacto se vuelve más y más  importante. En segundo, porque la posibilidad misma de crear un ámbito  democrático de funcionamiento depende en gran medida de la unificación  de la lengua de los ciudadanos.
“En un país donde no haya un sentimiento de compañerismo  (fellow-feeling), especialmente si se leen y hablan lenguas diferentes,  no puede existir la opinión pública unificada que es necesaria para que  funcione el gobiern representativo”  (J. S. Mill).
No se trata de caer en el manido y tópico argumento comunitarista a  favor de la unificación cultural del demos (la democracia exigiría un Volkgemeinschaft. ).  No se trata de eso, sino de resaltar los condicionantes puramente  comunicativos de cualquier democracia, más allá (o más acá) de cualquier  origen común étnico o cultural. Es lo que se encuentra hoy en la base  de las dificultades para democratizar a fondo la Unión
Europea:
“La ausencia de un sistema de comunicación europeo, debida  principalmente a la diversidad lingüística, tiene la consecuencia de que  no exista un público europeo ni un discurso político europeo que no sea  el de los profesionales. En consecuencia, el proceso de decisión  europeo no está sometido a observación pública de igual forma que los  nacionales. Al nivel europeo de la política le falta su público  correspondiente. Y en su mayor parte es un problema lingüístico”  (Dieter Grimm).
Pues bien, las opciones estatales en materia de lengua han sido durante  mucho tiempo decisiones implícitas y no manifiestas. Así sucedió durante  la larga fase de
“homogeneización” y “nacionalización” de mercados y pueblos  decimonónica. Pero hoy se presentan de manera explícita y normativa, y  las llamamos política lingüística. Y las consideramos, con toda razón,  como una cuestión que debe someterse a los criterios normativos propios  de la democracia. Así las cosas, sucede que al diseñar su política  lingüística toda Administración se encuentra, entre otras cosas, con el  problema derivado de dos características muy concretas del fenómeno que  va a regular o, si se quiere, de los bienes que va a repartir entre sus  ciudadanos: esos que llamamos los derechos lingüísticos de las personas.
En primer lugar, sucede que los derechos en materia de lengua están en una relación de estrecha dependencia con una serie de factores totalmente azarosos o arbitrarios, tales como el número de hablantes de cada lengua, el porcentaje que representan sobre el total de la población, la historia del país, la procedencia geográfica de los hablantes, etc. No se puede garantizar sus derechos lingüísticos a todos y en todas partes, esta es una verdad amarga pero evidente. Los inmigrantes recién llegados no tienen derecho a ser atendidos en su lengua propia. Las minorías muy escasas o dispersas sufren la misma situación. Los hablantes de lenguas “diminutas” (menos de diez mil hablantes), que además se concentran en ciertos Estados, no pueden exigir a éste que les atienda. No es la misma situación la de los hablantes de una lengua mayoritaria, o incluso común en todo el Estado, que la de los minoritarios. No son los mismos los derechos lingüísticos de los integrantes de comunidades separadas y sin lengua común que habitan en un solo Estado, que los de las comunidades que poseen también la lengua común mayoritaria.
Esta realidad fuertemente limitativa se puede expresar diciendo que los derechos lingüísticos son unos derechos fuertemente contextualizados, cuyo contenido depende en gran manera de la realidad sociolingüística en que les ha tocado nacer a unas concretas personas. No son unos derechos “fundamentales” o “morales” que puedan poseer un contenido estándar invariable, sino que están sometidos a las constricciones del lugar y tiempo en que se plantean. Lo cual constituye una verdadera anomalía en materia de derechos para la teoría democrático liberal.
Precisamente por esta razón, resulta un esfuerzo condenado al fracaso el tratar de establecer unos principios abstractos y generales de política lingüística, unas reglas que pudieran aplicarse en todo tiempo y lugar. Por ejemplo, la regla más intuitiva, que dice “toda política lingüística debe respetar el libre derecho de opción de las personas afectadas”, un principio aparentemente abstracto y universal, no es válida en absoluto en muchos países o situaciones. Fallan sus mismas condiciones de posibilidad.
En segundo lugar, los derechos lingüísticos están fuertemente marcados por el carácter relacional de las lenguas, es decir, por la circunstancia de que quienes hablan  son siempre, por definición, por lo menos dos personas, y que el hablar  una lengua es un acto que requiere de una cooperación ajena al hablante.  Al plantearlo así, sucede con frecuencia que el derecho lingüístico de  una persona se convierte en una carga u obligación para otra. No en la  simple carga de soportarlo, como sucede con todos los derechos, sino la  carga de cooperar activamente para su ejercicio. De esta forma, resulta  que los derechos se interfieren y limitan de una manera muy peculiar  cuando tratamos de hablantes. Piénsese, por poner un ejemplo, en el  derecho reconocido del euskaldún a ser atendido por cualquier  administración vasca en su lengua vernácula; para garantizarlo, habrá  que proveer de funcionarios euskaldunes a la Administración; para ello,  habrá de exigirse el conocimiento del euskera para acceder al  funcionariado; como consecuencia, el erdeldun que quiera acceder a un  empleo público deberá aprender euskera. Con lo que el derecho de uno a  hablar termina por convertirse en la obligación de hablar de otro.
“Una política lingüística planteada exclusivamente en términos de  derechos es inviable. Por decirlo así, los derechos lingüísticos de  todos los afectados suman más de cien. Es imposible compaginarlos o  compatibilizarlos todos”  (Joseba Arregi).
Esta frase es sumamente plástica porque expresa en forma aritmética una imposibilidad lógica que a veces no se acaba de percibir por la ciudadanía: la de que no existe un cielo de armonía final en el que podamos habitar los vascoparlantes e hispanoparlantes si a todos sin excepción se nos garantiza nuestro derecho a la más plena libertad lingüística. Que no pueden maximizarse simultáneamente los derechos de todos los seres locuaces de Euskadi. Sería bello creerlo, y pensar que las dificultades que la realidad nos muestra se deben sólo a los excesos intervencionistas de la Administración, o al nacionalismo desaforado de algunos. Pero no es así: no cabe una solución armoniosa si al mismo tiempo proclamamos el derecho absoluto de todos y cada uno a la más plena libertad de opción lingüística y a su consiguiente ejercicio.
Luego volveremos sobre esta constatación y propondremos algunas vías para avanzar en el análisis. Antes de ello, puede resultar ilustrativo de los problemas derivados de todapolítica maximizadora, ingenua o no, el examinar brevemente la vigente en nuestro país.
RASGOS DE LA POLITICA LINGÚISTICA VASCA
No pretendemos efectuar aquí un análisis del régimen legal vigente  (punto al que se dedican otras intervenciones en este ciclo), sino sólo  poner de manifiesto cómo y por qué una política de maximización de los  derechos de todos los hablantes resulta a la postre disfuncional para  los mismos objetivos que persigue y termina generando un conflicto.
Cuando hablamos de política lingüística vasca estamos tratando de un complejo bloque normativo, compuesto de manera escalonada por la Constitución española (art. 3), el Estatuto de Gernika (art. 6), las normas sobre desarrollo lingüístico generales y sectoriales y, last but not least, la interpretación que ha hecho de todo ello el Tribunal Constitucional (puesto que, en último término, la Constitución es lo que este Tribunal dice que es). Pues bien, de todo ello nos interesa ahora destacar los siguientes rasgos:
1º) El estatuto jurídico que se deduce de este conjunto no consiste,  como suele a veces creerse sin fundamento, que en Euskadi coexistan dos  lenguas, una mayoritaria y otra minoritaria. No es así, sino que  precisamente el dato característico del sistema consiste en que ambas lenguas tienen el estatuto de lenguas mayoritarias, por raro que parezca. Ambas son perfecta y simétricamente cooficiales,  de manera que los derechos lingüísticos establecidos por el sistema son  en principio iguales para los hablantes de ambas lenguas.
“El sistema de pluralismo lingüístico articulado en nuestra Constitución  responde en forma perfecta a los presupuestos de la multiculturalidad.  El estatus de las diferentes comunidades –y por tanto de los derechos de  sus miembros- se regula en forma substancialmente simétrica .. Se  reconoce un estatus propio de mayoría a cada una de las comunidades  culturales que conviven en el territorio de la CAPV”  (A. López Basaguren).
Esta simetría de derechos lingüísticos conduce, inexorablemente, a su propia frustración, como antes hemos observado: los derechos de unos se convierten para otros en unas cargas de tal magnitud que violan sus propios derechos básicos. En concreto, el derecho de los hablantes en euskera genera a la larga la obligación real (por mucho que no legal) de los no hablantes a aprender esa lengua, so pena de resultar excluidos de opciones vitales importantes. Por el contrario, los derechos de los hablantes del castellano no generan para los euskaldunes la obligación de aprenderlo, por la sencilla razón de que ya lo conocen.
2º) El sistema de derechos lingüísticos perfectamente simétricos estaba dotado en origen de una válvula que debía, se supone, permitir atenuar el exceso de presión. En concreto, se trataba del mandato contenido en el art. 6 del Estatuto para que las autoridades regularan la aplicación práctica de la política de la simetría “teniendo en cuenta la realidad sociolingüística del País Vasco”. Probablemente, por lo menos a nuestro juicio, la realidad debería haberse tenido en cuenta antes, es decir, antes de adoptar la decisión de establecer un régimen simétrico. Pues, en efecto, el dato de la vigencia social respectiva de ambas lenguas debería haber sido el criterio básico para establecer unos derechos y obligaciones lingüísticas que merecieran el calificativo de razonables y proporcionales. No fue así. Pero resulta que incluso el mandato de tenerla en cuenta después ha sido marginado totalmente en la práctica por la administración vasca. La realidad sociolingüística del país es el gran ausente del debate lingüístico vasco.
3º) En sentido contrario al que podía haber jugado esta válvula, hay que  constatar que el sistema está aquejado de un vicio de origen que está  acentuando su desequilibrio. Nos referimos al hecho de que el sistema  admite expresamente que la política lingüística debe reparar un desequilibrio lingüístico injusto, es decir, se acepta un modelo ideal de lo que debe ser la realidad de inspiración historicista:
“Un Estado interventor como el nuestro acepta como plenamente legítima  una política lingüística cuya finalidad sea corregir y superar los  desequilibrios existentes entre las dos lenguas cooficiales. La garantía  institucional de la cooficialidad refuerza los elementos historicistas  de la Constitución”  (Juan J. Solozábal).
Esta función correctora de la realidad de inspiración presuntamente  historicista llevaba, en un primer momento, a estimar como meta  constitucionalmente correcta la de conseguir el bilingüismo de facto de  todos los ciudadanos:  “La normalización lingüística de un territorio  lleva a corregir positivamente una situación histórica de desigualdad  respecto al castellano, permitiendo alcanzar el más amplio conocimiento y
utilización de la otra lengua”  (S.T.C. 710/1.994).
Pero el historicismo del modelo ha empezado a actuar en una segunda  fase, una fase que inspira tanto en Cataluña como en Euskadi la  reivindicación de un trato asimétrico y descompensado a favor de la  lengua vernácula como lengua “propia” y, por tanto, como lengua “normal y  preferente”.
“En su condición de lengua propia de Cataluña, el catalán es la lengua
de uso normal y preferente en las Administraciones Públicas”  (art. 6.1.
Estatuto de Cataluña 2006).
Porque, ciertamente, desde una perspectiva histórica la “lengua propia” de la comunidad era la vernácula. Algo a lo que es difícil oponerse si se acepta de entrada el elemento historicista del modelo pues, cuando la historia se lleva a sus últimos extremos, resulta que no encontramos en los míticos orígenes una comunidad bilingüe, sino una casi monolingüe. Es la penitencia que se paga por haber admitido, con escasa reflexión, que la historia de las lenguas en España era una historia de injusticias que podía y debía corregirse ahora.
En cualquier caso, la actuación conjunta de todos estos factores condena al modelo de política lingüística vasco al conflicto permanente entre derechos personales de plena opción lingüística. Porque, sencillamente dicho, es imposible satisfacerlos todos.
Ante esta situación cabe una primera salida, que ha sido apuntada entre nosotros por un intérprete tan autorizado como J. Arregi: la de la política. Es decir, la de aceptar que no puede ni podrá conseguirse nunca una solución armoniosa y satisfactoria del tema lingüístico razonando en términos de derechos. Y, por ello, dando un paso más allá y acudiendo a la política como método para, precisamente, intentar el arreglo convivencial de los problemas cuando éstos no admiten una definición perfecta y exacta en términos de derechos. Lo que el Derecho abstracto y axiomático no puede conseguir, lo tendrá que conseguir la política.
Antes de recurrir a esta salida, permítasenos sin embargo intentar seguir razonando en términos de derechos lingüísticos. Pues puede suceder que el análisis todavía pueda rendir frutos, y que su empantanamiento se deba a que no se perfilan suficientemente los rasgos y contenidos de los derechos en liza. Cuando surge un problema irresoluble en el razonamiento, establece una distinción, decían los escolásticos. Y, ciertamente, el liberal es por naturaleza amigo de hacer diferencias. Pues bien, el problema sin solución puede deberse a una indiferenciación abusiva, a que aceptamos demasiado pronto que los derechos de todos son idénticos. Puede suceder que no sea así, que haya que diferenciar (y jerarquizar) entre derechos de unos y otros. Puede ser que los derechos lingüísticos de los hablantes del euskera no sean simétricos e idénticos a los de los hablantes del castellano. Sin lugar a dudas, acabamos de decirlo, en el régimen constitucional vigente así son. Pero la cuestión es ¿deben serlo desde la perspectiva de la teoría democrática?
Y para contestar a esta pregunta debemos introducir en la escena a un último invitado, probablemente el más relevante para el correcto análisis de la cuestión, aunque ciertamente el más ignorado. Su nombre es la lengua común, aunque también podemos llamarle la lengua franca (la koiné)
LA LENGUA COMÚN Y SU TRASCENDENCIA SOBRE LOS DERECHOS
Recordemos una cuestión previa: la de que los derechos lingüísticos son  fuertemente contextuales, es decir, su contenido viene inexorablemente  determinado por la realidad sociolingüística del lugar donde quieran  aplicarse. Que es esa realidad precisamente la que en gran manera define  el alcance razonable de esos derechos, o bien los transforma en  pretensiones arbitrarias. Pues bien, siendo ello así, ¿hay alguna  característica relevante en la situación sociolingüística vasca que  influya en la caracterización de cualquier derecho lingüístico en su  ámbito? Nos parece evidente que hay una evidente, y es la existencia de  una lengua común a todos los ciudadanos del país.
El español o castellano no es sólo la lengua oficial del Estado español. Esta es una definición legal, una categorización constitucional de una lengua. Pero más allá de ello, el castellano es la lengua común conocida y hablada por todos los ciudadanos españoles. Y, a lo que ahora nos interesa, el castellano es también la lengua común de todos los ciudadanos del País Vasco, la única que todos conocemos y hablamos, la que nos permite entendernos entre nosotros. Este es un dato sociolingüístico evidente, por mucho que carezca de traducción normativa. Podríamos ciertamente hablar mucho sobre el asombro y la perplejidad que produce al estudioso que el dato objetivo más relevante de nuestra situación sea desconocido por la legalidad vigente; pero no se trata ahora de eso.
De lo que se trata, lo que debemos plantearnos si queremos analizar correctamente la cuestión de los derechos lingüísticos, es de la influencia de este dato de puro hecho para la correcta definición de los derechos lingüísticos de los habitantes. Pues, como veremos, la tiene, ¡vaya si la tiene!
La lengua, lo recordamos, tiene para sus hablantes dos posibles clases de valor: uno, que es universal y probablemente el más relevante, es el de servir de medio de comunicación (el valor instrumental); el otro, que puede o no existir, y hacerlo con diversa fuerza, es el de integrar un elemento de identificación cultural, un símbolo de pertenencia (el valor expresivo).
Pues bien, en un territorio cuyos habitantes poseen todos una lengua común, el valor instrumental está plenamente satisfecho por ella. Quienes desean hacer uso de su lengua vernácula particular están dando satisfacción sólo al valor expresivo que para ellos posee. Son dos valores diversos que, además, pueden jerarquizarse entre sí en caso de conflicto irresoluble: sin duda, es más relevante el valor instrumental que el valor expresivo: no es lo mismo dejar a alguien sin voz que obligar a alguien a adoptar una de las dos voces que posee.
Pues bien, intentemos traducir esta idea en la definición de los derechos lingüísticos de una y otra clase de ciudadanos, los monolingües y los bilingües. Porque éste y no otro es el dato relevante expresado en términos lingüísticos: no existen euskaldunes y erdeldunes, sino que existen monolingües y bilingües. Es quizás este punto donde con mayor nitidez se manifiestan las consecuencias de situarse en uno u otro paradigma lingüístico, aquellos cuya existencia señalábamos al comienzo de este trabajo. Para quien se sitúa en y desde el “paradigma de las lenguas”, en Euskadi la población se divide en dos clases de personas: euskaldunes y castellanohablantes, ambos provistos de simétricos derechos. Pero a poco que lo pensemos, esa división no es correcta, es tan absurda como si dijéramos que la población se divide en personas y hombres, o en trabajadores y albañiles. Los términos usados son incorrectos porque una de las presuntas categorías incluye totalmente a la otra. En nuestro caso, la categoría “castellanohablantes” es universal e incluye a la otra, la de “euskaldunes”. Por eso, desde el “paradigma de las personas” la única división con sentido y corrección es la de afirmar que los vascos nos dividimos en monolingües y bilingües. Y al hacer así la clasificación o división brotan de inmediato razones para un análisis distinto.
¡¡Basta con cambiar de paradigma!!
Para los primeros, los monolingües en castellano, su idioma es el único medio de comunicación que poseen y el que les garantiza el acceso a sus derechos como ciudadanos. Los segundos, por el contrario, poseen dos cauces de acceso: sus derechos como ciudadanos están objetivamente satisfechos si se emplea el idioma común para comunicar con ellos (el cauce común). Pueden acceder a exactamente los mismos servicios, derechos y participación política que los otros ciudadanos. Lo que sucede es que quieren hacerlo en el otro idioma (el cauce especial); y no se interprete peyorativamente el uso de este verbo (querer). Es claro que no se trata de un deseo caprichoso, sino de una voluntad legítima que responde al valor expresivo que asignan esas personas al euskera.
La situación del ciudadano bilingüe cuando se relaciona con el Estado, entendido éste en su sentido más amplio, es la de una persona que, aunque puede, no desea cambiar de idioma precisamente por el legítimo e importante valor expresivo que para él posee su idioma. Pero que, insisto, puede hacerlo a voluntad, con el único sacrificio de ese valor. La situación del ciudadano monolingüe es la de que no puede en principio cambiar de idioma, pues sólo posee uno. Puede ciertamente adquirir ese otro idioma, el euskera, pero ello conlleva unos costes personales importantes de estudio, esfuerzo y, sobre todo, de tiempo (los costes de oportunidad que plantea el aprendizaje son probablemente los más sensibles). Y puede, incluso, que esa adquisición le suponga un sacrificio cuando no quiere hacerlo (quizás por motivos simétricos a los del bilingüe).
Si los derechos lingüísticos más plenos de ambos ciudadanos pudieran ser satisfechos armónicamente no habría problema, claro está. Pero estamos en el reino de la escasez: los de uno eliminan en gran parte los del otro. En concreto, si al ciudadano bilingüe le reconocemos un régimen de derechos lingüísticos plenos en su idioma vernáculo, estaremos cargando al ciudadano monolingüe castellano con la obligación de aprender euskera. Y si reconocemos al monolingüe el pleno derecho a vivir sólo en su idioma, estaremos excluyendo la posibilidad del euskaldun de usar el suyo al cien por cien. No hay sitio para derechos plenos para todos (“sumarían más de cien”). En ese caso, hay que jerarquizar los derechos conforme a los valores implicados, que no son iguales. Dicho de otra forma, el derecho del euskaldún a “no cambiar de idioma”, cede ante el derecho del monolingüe de “no aprender otro idioma”.
Esta jerarquización no es arbitraria ni caprichosa (ni está predeterminada por las simpatías del autor o por su condición de monolingüe) sino que responde a una consideración objetiva de los valores en juego, unos valores que atienden, en último término, a las necesidades de las personas. Los valores, por mucho que pese a un cierto relativismo bobalicón, no son “inventos culturales” ni “afirmaciones carentes de fundamento racional”. Son la expresión normativa sublimada de las necesidades objetivas del ser humano. Los valores fundan derechos porque satisfacen necesidades humanas. Pues bien, la necesidad instrumental de comunicación está antes que la necesidad expresiva o simbólica. Si hay que sacrificar alguna de ellas, aunque sólo en la medida en que haya de ser sacrificada en una política razonable, debe ser la segunda la perdedora.
INTERLUDIO ARGUMENTATIVO RAWLSIANO (perdón por la
osadía):
Hipoticemos una “situación originaria” para poder establecer las reglas  de la justicia como equidad en una sociedad como la descrita (compuesta  de ciudadanos monolingües y bilingües): unos seres prudentes y  autointeresados, que desconocen que situación concreta les va a  corresponder en esa sociedad (velo de ignorancia), sabrían que en ésta  existen (dato de hecho) ciudadanos de ambas clases (monolingües y  bilingües), en una proporción 70/30%. Para unos, cambiar de uno a otro  idioma al hablar no tiene dificultad, pero entraña un coste  simbólico-expresivo. Para los otros, adquirir la condición bilingüe  supone un coste de tiempo/esfuerzo personal importante (y quizás también  uno simbólico). La regla de la escasez distributiva dice que hay que  imponer el sacrificio a una u otra categoría (las constricciones de la  política). ¿Qué regla distributiva adoptarían por unanimidad esos seres  si utilizan una estrategia decisora estándar tipo maximin (jerarquizar  las alternativas conforme a sus peores resultados posibles)? Creo que la  siguiente: deberá respetarse el deseo de los bilingües de no cambiar de  lengua, pero sólo hasta el límite en que ello lleve a imponer a los  otros la necesidad de aprender otra lengua. De sacrificarse algún  interés, el sacrificado será el bilingüe.
¿Y qué quiere decir esto aplicado a nuestro caso? Creemos que algo muy sencillo: que el derecho de los bilingües a no cambiar de idioma cede ante el de los monolingües a relacionarse en el común de todos. Por lo que aquel derecho sólo puede ser atendido en tanto en cuanto no distorsione la realidad de tal forma que entre en colisión seria con el derecho del monolingüe. Los de ambas categorías de personas no pueden ser derechos lingüísticos iguales y simétricos, sino diferenciados y subordinados. Suena duro de admitir, lo reconocemos (recuerden lo que advertíamos al principio sobre las consecuencias de pensar desde uno u otro paradigma), pero la conclusión a qué nos conduce un análisis y valoración del asunto realizadas desde la exclusiva perspectiva de las reglas de la democracia constitucional es a la de que: los derechos lingüísticos de los ciudadanos bilingües a ser atendidos públicamente en euskera no son iguales, sino que están subordinados a los derechos de los monolingües castellanos a ser atendidos en la común.
Desde una perspectiva distinta, esta misma idea se expresaría afirmando que el Estado puede obligar a los ciudadanos a utilizar la lengua franca y, por el contrario, no puede obligarles a utilizar la lengua minoritaria. Hay una asimetría básica en la situación de ambas lenguas en lo que se refiere a la posición del Estado ante su utilización. ¿Quieren escuchar reglas básicas más claras y concretas? Pues ahí van:
a) Todos los ciudadanos tienen derecho a ser educados en el idioma que prefieran de los dos existentes, salvo que para capacitar al individuo ante opciones vitales futuras la Administración decida educar en una lengua franca extranjera (tal que el inglés).
b) La Administración puede exigir que la educación proporcione en todo caso al futuro ciudadano una competencia lingüística completa en la lengua común. No puede hacer lo mismo con la lengua minoritaria adicional.
c) La Administración deberá atender a los ciudadanos en ambos idiomas, pero ello no podrá conllevar la exigencia del conocimiento del idioma vernáculo como requisito para acceder a los puestos de trabajo, salvo que el conocimiento de ese idioma sea necesario para su desempeño por sus propias características inherentes. En todo otro caso, la valoración de la condición bilingüe como criterio exclusivo o como mérito sería una discriminación arbitraria para con los monolingües. Por tanto, la atención personal en euskera estará subordinada a la posibilidad de prestarla efectivamente.
¿Y SI ESTUVIÉRAMOS SANTIFICANDO EL “STATUS QUO”?
A las conclusiones a que hemos llegado no se les pueden oponer  válidamente, siempre que nos mantengamos en el esquema liberal  democrático, supuestos valores o derechos de naturaleza colectiva u  holística. Es decir, no puede argumentarse que la conservación del  pueblo vasco, o de su cultura característica, o de su identidad  colectiva, interfieren con estas conclusiones. Sólo puede argumentarse  desde los valores personales de los seres concretos de carne y hueso que  habitan aquí y ahora en nuestra sociedad.
Ahora bien, podría argumentarse, precisamente desde esos valores, que no hay nada que impida a las personas adoptar la decisión de cambiar su realidad social cuando no la consideran adecuada o conveniente para sus intereses. Más aún, que en un Estado democrático es función esencial del gobierno el actuar positivamente para cambiar o modificar la realidad existente en búsqueda de otro estado de cosas que recoja mejor los valores de igualdad, libertad y solidaridad que inspiran un régimen de esta clase. En este sentido, podría afirmarse que las reglas a las que aquí hemos llegado son fruto de una cristalización abusiva del vigente estado de cosas, de adoptarlo como modelo inalterable que debe respetar en todo caso la acción del gobierno. De la misma forma que nosotros hemos criticado el que pretenda deducirse la regla de conducta lingüística de un “pasado mítico” que debería reconstruirse, se nos podría acusar de estar nosotros deduciéndola de un presente tomado a su vez como estado que debe forzosamente respetarse.
En este sentido, podría argüirse que, aún pudiendo ser cierto el análisis por nosotros efectuado, no hay nada que impida a la sociedad vasca adoptar la decisión consciente de modificar ese estado de cosas y emprender políticas para lograr a medio plazo una sociedad más ampliamente bilingüe, o incluso totalmente bilingüe. Puesto que forma parte de la autonomía y libertad de las personas, precisamente, la posibilidad de cambiar el marco social en que habitan para lograr uno más justo. Al igual que para modificar la actual distribución no igualitaria de las oportunidades económicas se pueden legítimamente implantar medidas de corrección que afectan a derechos individuales como el de propiedad, se podrían implantar medidas correctoras de la situación sociolingüística aunque ello supusiera la aparición de cargas u obligaciones lingüísticas para algunos.
La objeción tiene su peso argumentativo, pero no puede aceptarse en último término. En primer lugar, porque supondría tanto como admitir un intervencionismo estatal sobre derechos personales sin justificación suficiente. En efecto, no puede sacrificarse un derecho personal porque la sociedad lo considere oportuno o mejor (paternalismo), sino sólo porque con ello se vaya a ampliar el derecho de todos. Y esos todos son las personas realmente existentes. El objetivo que legitima una política intervencionista del gobierno es única y exclusivamente el de conseguir una situación social en que aumenten la autonomía personal y la igualdad de las personas en el acceso y obtención de sus opciones vitales. Y ese no sería el caso. Y es que, en definitiva, la sociedad no puede perseguir una distribución de los bienes distinta de la que se deduce de las reglas de la justicia.
Visto desde otra perspectiva, puede afirmarse que hay una notoria distorsión (un caso verdadero de espejismo) cuando se contempla la posibilidad de conseguir una sociedad vasca perfectamente bilingüe en el plazo de una o dos generaciones gracias a una política intervencionista, y se contempla ese futuro ideal como un modelo de perfecta igual autonomía de todos sus integrantes (todos serían entonces más libres y más capaces). La distorsión está, precisamente, en no percibir que ese futuro sólo puede construirse anulando la autonomía igual de las personas que existen y existirán desde ahora hasta que llegue. Es el recurrente espejismo del fin que disculpa los medios, del futuro perfecto que justifica la injusticia presente.
PERO TAMBIÉN EXISTE LA POLÍTICA
Los razonamientos políticos construidos en torno a la noción de derechos  son irremediablemente insatisfactorios. Ello se debe a que, hasta  cierto punto, utilizamos la aparente claridad y exactitud de la  terminología jurídica para escapar a la complejidad de problemas que son  mucho más borrosos. Hablar de derechos parece algo así como hablar de  axiomas, de verdades, de puntos arquimédicos. Y la realidad social nunca  es así de geométrica o mecánica.
La política, entendida como actividad creadora, pretende superar un tratamiento tan limitado. La política, entendida como eso que producimos en común los ciudadanos, puede mejorar los resultados de un análisis como el que hasta ahora hemos realizado, en el que hemos llegado a unas conclusiones exactas, ciertamente, pero desencarnadas y frías. No se trata de alterar a través de la política lo que nos ofrece el análisis de los derechos, sino de complementarlo y enriquecerlo. En este sentido, creo que las reflexiones anteriores quedarían incompletas si no añadiera aquí una serie de consideraciones sobre lo que la política puede aportar en esta materia.
La política es algo más que mero cálculo o negociación estratégicos de  unos derechos axiomáticos entre ciudadanos egoístas y sólo preocupados  por defender el ámbito de su privacidad. La política es también  imaginación, convivencia, sentido de comunidad entre personas diversas  que aspiran a mejorar su convivencia. El juicio y la acción políticos se  fundamentan también en la capacidad para ponerse en el lugar del otro  mediante el empleo de la imaginación y, gracias a ella, poder formarse y  utilizar un “juicio ampliado”. Ese “otro” no es el otro generalizado y  abstracto (cuya consideración nos conduce a las ideas de igualdad,  derechos y reciprocidad), sino el “otro concreto” cuya consideración nos  lleva a ideas de solidaridad y de necesidad.
“El punto de vista del otro concreto nos pide considerar a todos y cada  uno de los seres racionales como un individuo con una historia, una  identidad y una constitución afectivo-emocional concretas. Cada cual  tiene razones para esperar del otro formas de conducta por las que se  sienta reconocido y confirmado en tanto que ser individual concreto” (Seyla Benhabib).
Y es desde esta perspectiva que atiende tanto a la común humanidad del otro como a su concreta individualidad es como la política puede añadir al análisis anterior una serie de importantes consideraciones.
La primera es la conciencia que debe alcanzar a todos los ciudadanos vascos de que entre nosotros hay una parte muy importante de personas para las cuales la conservación y uso del idioma vernáculo es un bien muy estimable y que se sienten emocionalmente implicados con su fomento y ampliación. Los ciudadanos monolingües no podemos ser ajenos a este sentimiento, sino que debemos reconocerlo como algo que forma parte de nuestra comunidad ciudadana, como algo que debe ser atendido. Aunque sólo sea porque no debemos causar sufrimiento innecesario a otras personas, todos estamos obligados a tener muy en cuenta la demanda de conservación y uso del euskera, y por tanto a atenderla.
Desde esta comprensión del sentimiento y los valores ajenos, podemos utilizar nuestra libertad para ampliar el conocimiento de ese idioma. La autonomía personal es una barrera defensiva, sin duda, pero es también la base desde la que el ciudadano puede implicarse libremente en proyectos colectivos. La libertad no es una flor para cuidar aislada en el invernadero de la privacidad blindada, sino algo para usar y gastar construyendo y realizando proyectos vitales. Pues bien, en esos proyectos deberá haber un hueco para algo tan valioso para muchos conciudadanos. Si se hace desde la libertad, aprender euskera es un ejercicio de libertad.
Ahora bien, los ciudadanos bilingües están obligados a su vez a emplear razones para convencer a sus conciudadanos de la valía del proyecto. Deben retraducir a un lenguaje argumentativo ciudadano (y por ello “común” a todos) esos sentimientos que ellos muchas veces perciben y manifiestan como verdades que se demuestran a sí mismas. Deben dejar de utilizar visiones creadas por el más romo y tradicional nacionalismo y aventurarse en ese diálogo que exige por definición hablar un lenguaje común. Y así, convencer a todos de que el bilingüismo, en los límites en que se haga finalmente realidad, es una idea valiosa en sí misma.
Bilbao, abril de 2008.
José María Ruiz Soroa, 26/5/2008