Política lingüística y democracia constitucional

Texto de la conferencia que, con ese título, pronunció el abogado José María Ruiz Soroa, el 22 de abril de 2008, en las Aulas de la Experiencia de la Universidad del País Vasco, en Bilbao, organizada por Aldaketa.

La política lingüística puede ser examinada desde múltiples y diversas perspectivas. Aquí se va a seguir una muy concreta: la propia de la filosofía política. Es decir, que no vamos a analizar la cuestión de las lenguas desde el punto de vista de la lingüística (disciplina en la que nos reconocemos unos ignorantes), o de la educación (en que nos sucede lo mismo), o del estrictamente jurídico positivo (aunque algunas referencias haremos a textos jurídicos y constitucionales), sino desde la perspectiva de los principios y valores que informan la democracia constitucional.
El de democracia constitucional (o su equivalente “el Estado democrático de Derecho”) es un concepto hoy ampliamente extendido que pretende recoger las notas esenciales y características de las democracias actuales. Y, sobre todo, pretende recoger en un mismo término dos planos ideológicos e históricos distintos en la formación de las democracias como sistemas de gobierno: el núcleo liberal de la democracia entendida como limitación del poder público y el núcleo democrático de la democracia entendida como autogobierno popular. De esta forma, la democracia constitucional consiste en un régimen de gobierno popular que toma sus decisiones por sistema de mayorías pero limitadas en todo caso por el respeto infranqueable a un coto vedado de derechos de las personas, que ninguna mayoría puede violar. Pues bien, de lo que se trata aquí es de examinar la compatibilidad de las políticas estatales en materia lingüística con los principios clave de la democracia constitucional y, en concreto, con el corazón de “libertades” que posee. Es decir, examinar hasta qué punto determinadas políticas en materia lingüística afectan de manera negativa a la libertad de los ciudadanos o a la igualdad de estatus jurídico entre ellos. Puesto que si así sucediera, esas políticas no serían aceptables desde la perspectiva democrática. Este es el contenido de la primera parte de este trabajo.
Pero no terminará aquí el examen, puesto que entendemos que los principios claves de la democracia no sólo actúan como límites infranqueables para determinadas políticas intervencionistas o asimilacionistas, sino que también pueden servir para inspirar las líneas maestras de cualquier política lingüística. Es decir, que el objetivo de lograr la más amplia autonomía de las personas dentro de un sistema de acceso igual a las diversas opciones vitales (libertad e igualdad) determina con bastante claridad, dentro del contexto propio de cada país, las líneas maestras de la política en materia lingüística. A este aspecto dedicaremos la segunda parte.


PARTE I – LAS PERSONAS COMO LÍMITES

LOS DOS GRANDES PARADIGMAS EN LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA

Un somero repaso al tema lingüístico nos enseña de inmediato que en esta materia existen dos paradigmas diversos desde los cuales se comprende el problema, se analiza y se intenta regularlo. Hablo de “paradigmas” en su sentido fuerte (el de Thomas Khun), es decir, de modelos intelectuales que organizan nuestra precomprensión de un ámbito determinado de la realidad y desde los cuales los estudiamos e intentamos resolver sus problemas. Los paradigmas son verdaderos modelos cognoscitivos y normativos para un sector de la experiencia humana.
Pues bien, a la hora de comprender, estudiar y regular el fenómeno de la pluralidad lingüística pueden adoptarse dos paradigmas muy diversos:
a) El “paradigma de las lenguas” consideradas como bienes básicos o primordiales por sí mismas. En este modelo se parte fundamentalmente del valor cultural de las lenguas como marcadores de etnicidad de los grupos sociales que las hablan. Dentro de su ámbito aparecen expresiones que sólo en él tienen sentido, tales como “lengua propia”, “riqueza cultural”, “patrimonio lingüístico”, “normalizar la lengua” y otras parecidas. El rasgo esencial del modelo es que, en todo caso, el eje conceptual desde el que se aborda la comprensión y regulación del fenómeno es la lengua misma. Es ésta la que reclama una política, sea cual sea ella, pues constituye un bien básico que el gobierno debe repartir. Por ello, en este modelo aparecen como sujetos activos esenciales de la política a desarrollar unos entes colectivos o abstractos, que son los poseedores de la lengua: el territorio, el pueblo, el grupo, la cultura. Las personas aparecen no tanto como sujetos sino como objetos de la regulación, en tanto en cuanto son miembros de un grupo o habitantes de un territorio.
b) El “paradigma de los hablantes”, que se fija en las personas, en tanto en cuanto animales locuaces que son, como eje de cualquier precomprensión, análisis y regulación. En este modelo se toma en consideración primaria los valores de las personas (autonomía en su desarrollo e igualdad de acceso a las oportunidades). Las lenguas son consideradas básicamente como instrumentos de comunicación al servicio de esos valores, aunque también se reconoce el hecho de que puedan ostentar un valor expresivo o simbólico para algunas personas. En este modelo suenan términos como “lengua de uso”, “lengua común”, “libertad lingüística”, “lengua oficial”, “no discriminación”, etc. El sujeto de cualquier regulación son las personas (los hablantes) no lo que hablan (la lengua).
“La distinción básica en materia de lenguas es entre la lengua entendida como habitualmente se hace, es decir, como un instrumento de comunicación, y la lengua como un emblema de grupo, como un símbolo, como un punto de reunión” (J. Edwards, “Language, Society and Identity”).
Esta división de modelos no es un mero prurito clasificador o dogmático, sino que revela una importancia trascendental. Según se adopte uno u otro, las realidades sociales existentes en nuestro derredor serán percibidas de una u otra forma. Los mismos términos significarán cosas radicalmente distintas según se utilicen en uno u otro paradigma. Por ejemplo, un término tan básico y simple como “igualdad” significa algo profundamente diverso en el paradigma de la lengua (donde significa que las diversas lenguas existentes son iguales y por tanto pueden aspirar a ser habladas por igual) o en el de los hablantes (donde significa que las personas deben tener iguales derechos lingüísticos). El término “bilingüismo” significa en uno que todos los habitantes de un territorio deben hablar las dos lenguas (bilingüismo personal), mientras que en el otro significa que en ese ámbito hay hablantes de una, de otra y de las dos (bilingüismo social). El término “lengua propia” significa en uno la lengua de un pueblo o de un territorio o de una historia, en el otro significa la lengua de las personas.
Dato trascendental: en España vivimos y nos regulamos dentro de y conforme con el primero de los paradigmas, el de las lenguas. Un paradigma que, ya de entrada podemos anunciarlo, ocasiona casos flagrantes de violación de derechos personales en materia de libertad e igualdad de los ciudadanos. Por eso, este trabajo tiene un acusado carácter crítico y revulsivo, puesto que está pensado desde el paradigma distinto. Advertimos desde ahora que contiene afirmaciones que serán consideradas casi como injurias o insultos, o por lo menos como desvaríos absurdos, por quienes habitan en el paradigma oficial. Esto es algo natural y ha sucedido en todos los casos en los que la precomprensión intelectual de un fenómeno físico o social ha cristalizado en un modelo rígido: que lo que dicen quienes hablan desde otro diverso semeja locura o delito.

¿QUÉ TIENEN QUE VER LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS?

La regulación lingüística entra en relación con varios derechos de las personas, derechos que, en principio y con las salvedades que más adelante haremos, debe respetar en todo caso. Fundamentalmente, se trata de la libertad y de la igualdad. La libertad en materia de lengua se plasma en el derecho a la libertad lingüística o libertad de opción, en el sentido de que cada persona es libre de hablar la lengua que decida autónomamente, sin que pueda ser coercionada por el poder público para adoptar una determinada. Este es un derecho que conecta con otros más generales como el derecho a la libre expresión, a la intimidad y al libre desarrollo de la personalidad. Además, la libertad en materia de lengua conecta también con otra faceta de la libertad personal, que luego comentaremos más ampliamente, la libertad de identidad cultural.
También la igualdad puede verse afectada por la regulación positiva en materia de lenguas. En efecto, en una democracia existe el más amplio derecho al trato igual de todos los ciudadanos en el acceso a las oportunidades o bienes públicos (igualdad de chances). Estas oportunidades o bienes se manifiestan en una amplísima gama de servicios públicos (enseñanza, justicia, bienestar, administración) y de acceso a puestos de trabajo, pero no se agotan en ellos. En efecto, la igualdad de acceso debe también incluir la participación en la actividad política y cultural de la sociedad en que se vive, de forma que ningún ciudadano podría ser discriminado por razón de su lengua en el derecho a participar, a tener voz en su sociedad.
Las políticas lingüísticas pueden interferir abusivamente en la libertad personal, por ejemplo, cuando imponen a las personas el conocimiento o utilización de una determinada lengua distinta de suya propia en contra de su voluntad. Y pueden interferir en la igualdad de los ciudadanos cuando condicionan el acceso a los bienes y chances de carácter público al empleo de una determinada lengua, o privilegian ese acceso en función de la lengua que posea/emplee el ciudadano. Sin embargo, llamamos la atención sobre el término que hemos empleado: “pueden” interferir. Y es que la imposición de una lengua no siempre constituye un atentado a la igual libertad de las personas. En este punto hay que ser cautos y no otorgar apresuradamente a los derechos de libertad e igualdad lingüísticos un carácter absoluto e incondicionado. La lengua tiene unos condicionantes sociales que hacen que ningún derecho con ella relacionado, ni siquiera el de libertad, pueda ser considerado fundamental o absoluto. Más adelante ampliaremos este punto.
Antes, sin embargo, conviene recordar lo que significa el carácter de “coto vedado” o “indisponibilidad democrática” de que gozan los derechos a la igual libertad de las personas en una democracia constitucional. Y las consecuencias que ello tiene. Porque resulta que, para una extendida apreciación vigente en esta materia, una política lingüística es legítima siempre que haya sido debatida y aprobada por los órganos representativos del país, es decir, es legítima siempre que haya sido objeto del adecuado consenso democrático. Y no digamos nada si ha sido objeto de un “superconsenso” como el que en ciertos casos se ha producido en los parlamentos representativos, en los que una determinada política ha sido aprobada por unanimidad de los representantes políticos. En virtud de esta difundida opinión, en democracia no cabría objetar nada a las políticas democráticamente consensuadas. Pues bien, esta opinión es precisamente la que desconoce flagrantemente el alcance de lo que constituye una democracia constitucional. El núcleo esencial que constituye la igual libertad de las personas no puede ser violado en ningún caso por la acción del gobierno, con independencia de que esa acción esté más o menos respaldad por un previo consenso democrático. Incluso si la igual libertad afectada fuera la de una sola persona y, por el contrario, la decisión adoptada fuera respaldada por todos los demás ciudadanos, la decisión y la política consecuente serían ilegítimas. Porque el corazón de libertades personales existente en toda democracia es literalmente “indisponible” para las mayorías, para el gobierno y para la sociedad. La cuestión no es de mayorías o minorías, es de pura y simple “incompetencia”.

¿Y QUÉ PASA CON LA IDENTIDAD CULTURAL?

Si hay un punto en el que la forma contemporánea de percepción política está desviada de los parámetros democráticos es el de la identidad cultural, y ello tiene serias consecuencias en la materia que tratamos, que conviene poner en claro antes de continuar. En efecto, el sentimiento más generalizado en nuestras sociedades es el de que la identidad cultural es una cuestión colectiva que afecta a grupos, etnias o naciones y que, por esa misma razón, pertenece al ámbito de lo que se ha llamado “derechos colectivos”. Serían los grupos o naciones los que poseerían un derecho a su conservación identitaria, a su pervivencia en el tiempo, y ese derecho podría imponerse incluso a las personas afectadas. Y dado que la lengua se considera (con razón o sin ella, eso es lo de menos) como uno de los más importantes y significativos “marcadores de identidad”, los grupos tendrían derecho a imponerla a los individuos como medio para lograr el fin supremo perseguido, el de garantizar la conservación del grupo.
A esta percepción generalizada, que no dudamos en considerar como desviada y errónea, se ha llegado en nuestra sociedades por la influencia de un conjunto de factores, tanto sociales como políticos e ideológicos. Ahora no nos interesa mucho desgranarlos, sino sólo destacar la trascendencia entre ellos del nacionalismo romántico como elemento político, y del comunitarismo como elemento ideológico para esta popularización de la visión de la cultura como hecho colectivo que se impone a la libertad del individuo. Hoy, entre nosotros, se ha convertido casi en una obvia banalidad que nadie discute. Véase, por poner un ejemplo, el caso del Estatuto de Autonomía andaluz recientemente aprobado en 2.007, cuyo art. 10 afirma que uno de los objetivos básicos del gobierno andaluz es nada menos que
“conseguir el afianzamiento de la conciencia de identidad y de la cultura andaluza”.

O el art. 3-2-h) de la Ley de la Escuela Pública Vasca que le señala como función:
“Facilitar el descubrimiento por los alumnos de su identidad cultural como miembros del pueblo vasco”.

Si nos tomamos en serio estos textos, y si nos fijamos en algo tan obvio como que esa “conciencia de identidad” que se pretende afianzar sólo existe y puede existir en los circuitos neuronales de los individuos andaluces y vascos (es su “lugar ontológico” por definición), lo que está diciendo el Estatuto es que el gobierno andaluz no sólo puede, sino que debe, intervenir en las conciencias individuales de los ciudadanos para imponer un determinado contenido (cultura) en ellas ¿Dónde quedan, entonces, los principios de libertad de personalidad y de conciencia que garantizan, en teoría, los arts. 10 y 16 C.E.? ¿Se imaginan un texto legal que autorizase al gobierno a “afianzar la conciencia de identidad cristiana” en la mente de los ciudadanos? Pues si substituimos religión por cultura, la violación del ámbito personal privado es idéntica. Y, sin embargo, lo que en un caso parecería escandaloso a todo el mundo, en el otro parece normal.
En cualquier caso, la doctrina nacionalista/comunitarista en materia de identidad cultural puede definirse como un caso típico del fenómeno consistente en deducir de una descripción correcta de un hecho social unas consecuencias normativas estrafalarias para con él. Pues si bien es banalmente cierto que el individuo se forma en ósmosis continua con su ambiente social y cultural, y extrae de ese ambiente los elementos constituyentes de su personalidad, es absurdo deducir de ese hecho la consecuencia de que los individuos estarían obligados a preservar, continuar y recrear indefinidamente esos contenidos culturales. Eso sería tanto como confundir la moralidad social (la sittlichkeit hegeliana) con la moralidad crítica o reflexiva. De una precedencia genética (el individuo se forma en una sociedad y cultura concreta) no puede deducirse una preeminencia ética o política (la cultura concreta estaría por delante de los derechos del individuo).
Desde el punto de vista democrático constitucional esta deducción de un presunto derecho de los grupos a conservarse a sí mismos por encima de los derechos de las personas que los componen es un puro dislate. El derecho a la identidad cultural existe, ciertamente, pero es un derecho de los individuos, por mucho que sea un derecho de ejercicio colectivo o conjunto, y a nadie se le puede imponer, o forzar a conservar, una identidad concreta en contra de sus deseos fundados.
“Nacer en una cultura particular no es evidentemente un ejercicio de libertad cultural, y la preservación de alguna cosa con la cual el individuo ha sido marcado simplemente debido al nacimiento difícilmente puede ser, por sí mismo, considerado como un ejercicio de libertad” ( Amartya Sen).
Esto no significa que la cultura no sea importante para los liberales igualitarios. Más bien podría decirse lo contrario: los demócratas pensamos que la cultura es un dato central en la vida de las personas y, precisamente por ello, creemos que dentro de un sistema de derechos iguales para todos, cada cual debe poder vivir su cultura, traspasarla a sus hijos, desafiarla o cambiarla, así como abandonarla y substituirla. La que resulta literalmente contradictoria y absurda es la postura de aquellos que consideran la pertenencia cultural como un bien primario para, a renglón seguido, pretender imponerlo a las personas que componen o participan de esa cultura.
“La protección igualitaria de la integridad de la persona, que todos los ciudadanos pueden exigir, incluye la garantía del mismo acceso a los patrones de comunicación, relaciones sociales, tradiciones y relaciones de reconocimiento que son indispensables o deseables para el desarrollo, reproducción y renovación de su identidad personal” (J. Habermas, “Entre naturalismo y religión”)
Si partimos, entonces, de la base cierta de que la libertad de identidad es un derecho individual, la relación del punto con la política lingüística se organiza también sobre la libertad personal. Es decir, que la conservación de la lengua de un grupo por motivos culturales, que puede ser un objetivo legítimo de un gobierno si se ha decidido democráticamente, nunca podrá afectar al derecho de cada persona a mantener, cambiar o rechazar esa lengua por motivos de índole precisamente cultural. Cuanto más se exagere la importancia de la lengua en la formación de la personalidad humana (la hipótesis Sapir-Whorff), más evidente resulta el derecho personal de cada uno a decidir libremente en esa materia.
“Los contenidos culturales están en los cerebros de los individuos, no en las abstracciones estadísticas que son los grupos sociales ni en las geologías descerebradas que son los territorios. Por eso, la única autonomía cultural real es la de los individuos, no la de las colectividades o los territorios. La única normalidad compatible con la libertad y la racionalidad es aquella situación en la cual cada ciudadano decide por sí mismo los contenidos culturales que prefiere” (J. Mosterín)

EN MATERIA LINGÜÍSTICA NO HAY DERECHOS ABSOLUTOS.

La afirmación de que no hay derechos absolutos es especialmente aplicable al caso de los derechos y libertades relacionados con la lengua, precisamente porque ésta es un fenómeno social de carácter muy especial.
En principio, ningún derecho es absoluto, en el sentido de que cualquiera de ellos debe someterse en su ejercicio a las limitaciones y restricciones derivadas de la existencia de unos derechos simétricos de los demás. Por ello, las personas están obligadas a soportar ciertas restricciones o limitaciones a sus libertades, cuando son necesarias para garantizar la igual libertad de los demás. Precisamente, el único título habilitante que poseen los poderes públicos para intervenir restrictivamente en la esfera personal de los ciudadanos es la protección de los derechos de los demás ciudadanos. Y ello condicionado a las circunstancias de razonabilidad y proporcionalidad (no arbitrariedad) entre la limitación del derecho de uno y la protección del derecho de otros. Esta es una idea trascendental, pues en materia de lenguas tiende a creerse que las concepciones del bien común que construye la mayoría de los ciudadanos y que, por ello, hace suyas el gobierno, son título suficiente para intervenir y limitar las iguales libertades de elección de las personas, de forma que una concepción particular de la buena vida sería causa suficiente para justificar una política limitativa o intervencionista de un gobierno. Y esto no es así. En democracia cada uno es libre de buscar su propio modelo de felicidad (la buena vida), y el gobierno no puede ni siquiera intentar imponer el que considera mayoritario o preferible si con ello interfiere sobre las libertades básicas. Por el contrario, podrá hacerlo para proteger o defender el igual derecho de todos a buscar la felicidad. El límite a la autonomía personal es, precisamente, el tener que convivir con la autonomía de los demás.
Ahora bien, cuando tratamos de la lengua, el carácter no absoluto de las libertades con ella relacionadas adquiere facetas muy especiales. Y es que las opciones lingüísticas, a diferencia de otras opciones personales como las religiosas, no pueden arregladas simplemente dejando solas a las personas. El Estado no puede levantar sus manos del asunto y dejarlo al libre juego interpersonal.
La solución de Babel no es ya posible.

Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el Estado existe y habla, y tiene que elegir en qué lengua va a relacionarse con los ciudadanos y en qué lengua va a proporcionar esos servicios a los que los ciudadanos tienen derecho. Es decir, tiene que establecer cuál o cuáles son su lengua de interlocución.
“El Estado puede ser neutral respecto a las religiones de una forma en que no puede serlo respecto a las lenguas, sencillamente porque tiene que utilizar al menos una lengua para comunicarse con sus ciudadanos. La separación entre la iglesia y el estado es posible, pero no lo es la separación entre el estado y la lengua” (T. J. Miley)
En segundo lugar, el derecho personal en materia lingüística es un derecho que requiere de la asistencia activa de terceros, no es un derecho que, como la opción religiosa, pueda ejercitarse en la aislada intimidad de cada conciencia y hogar. Es un derecho fuertemente relacional y, por ello, proclamar un derecho de opción lingüística es tanto como proclamar una carga del resto de la sociedad, la carga de atender esa voz.
Pues bien, esta naturaleza particular de las cuestiones lingüísticas marca ineluctablemente, en forma de limitación evidente, nos guste o no, las libertades abstractas que inicialmente hemos proclamado. El derecho a usar la propia lengua no es un derecho humano en un sentido estándar de este término, pues está condicionado por factores arbitrarios que actúan al margen de cualquier criterio moral. Un ciudadano puede proclamar su derecho a una opción religiosa determinada, aunque sea el único de todo un país que practica esa religión. En cambio, un ciudadano aislado no puede proclamar su derecho a hablar en un determinado idioma en un país concreto si ese idioma no tiene presencia social apreciable en él. Es así de sencillo, por arbitrario que pueda resultar desde un punto de vista moral: el derecho está condicionado a requisitos puramente fácticos, es un derecho fuertemente contextualizado.
Por poner un ejemplo evidente, los inmigrantes que acceden a un Estado no poseen un derecho de opción lingüística, en cuanto que no pueden exigir ser atendidos (escuchados) por la administración pública en su propio idioma, ni que se les proporcionen los servicios en su idioma, ni que puedan participar en la actividad sociopolítica en su idioma. Otra cosa será determinar a partir de qué nivel o masa de inmigrantes con residencia el Estado afectado debe considerar como una obligación el concederles derechos de lengua minoritaria.
Otro ejemplo no menos evidente: hay países concretos en los que existen centenares de lenguas vivas (Indonesia 694, Papúa-Nueva Guinea 673, Nigeria 455, India 337, Camerún 247, limitándonos a los cinco primeros del ranking mundial), de las cuales muchas de ellas son habladas por menos de mil personas (el 25% de las lenguas del globo están en esta situación) o menos de diez mil (otro 25%). No hace falta razonar mucho la conclusión de que, en estos países, muchas personas no pueden proclamar un derecho de opción lingüística ante el Estado correspondiente. Sencillamente, no es posible atenderlo.
Más aún, otra conclusión no menos evidente, aunque seguro que choca con la percepción usual en nuestro ámbito, es la de que en estos casos el gobierno está obligado a imponer como lengua de instrucción una que sea ampliamente conocida y que garantice a los ciudadanos el acceso en igualdad de condiciones a los bienes públicos, por mucho que no sea la lengua “materna” de esas personas. Sí, han leído bien, son precisamente los derechos a la igual libertad de las personas afectadas los que a veces, no ya autorizan, sino que exigen a un gobierno que imponga una lengua de enseñanza diversa de la utilizada por las familias afectadas. Exigen la “aculturación” de las personas en una lengua diversa de la suya propia. De lo contrario, esas personas nunca serían ciudadanos en condiciones de ejercitar su autonomía personal ni tendrían acceso igual a las oportunidades vitales.
Esa política, con toda probabilidad, provocará la extinción de las lenguas minoritarias, es decir, causará lo que nuestros ecologistas culturales llamarían una pérdida irreparable de la diversidad lingüística. Aún así, desde el punto de vista de los derechos de las personas, está justificada.
“Los lingüistas, de forma típica, han lamentado la pérdida de la diversidad lingüística. Pocas veces se han fijado en los hablantes mismos en términos de sus motivaciones y de los costos y beneficios que les supone abandonar sus lenguas. Rara vez se han ocupado de la cuestión de si la supervivencia de una lengua implicaría una adaptación más adecuada de sus hablantes a la ecología socioeconómica cambiante. Han censurado la pérdida de las culturas ancestrales como si las culturas fueran sistemas estáticos y la emergencia de otras nuevas en respuesta a esas ecologías cambiantes fuera necesariamente peor” (Salikoko Mufwene, “Colonisation, Globalisation and the Future of Languages in Twenty-First Century”)
La conclusión evidente de estas situaciones es que los derechos de opción lingüística de las personas están vinculados al número de hablantes de una lengua, y no puede ser garantizado para personas pertenecientes a grupos muy pequeños.
“Un mundo en el que todos y en todos los lugares pudieran usar su propia lengua es totalmente utópico” (Eric Lagerpetz, “Sobre los derechos lingüísticos”).
Si no hay un derecho absoluto, si el derecho de libertad lingüística no es un derecho moral o humano, ¿qué validez tiene entonces? Pues tiene una validez contextual, pero aún así relevante. En primer lugar, una vez establecidas las condiciones de posibilidad que la realidad sociolingüística marca ineluctablemente en cada país a la política, es el que sirve de límite infranqueable a esa política. Por poner un ejemplo: un inmigrante aislado no tiene derecho a exigir que sus hijos sean educados en su idioma materno; un español tiene derecho a exigirlo, pues ello es posible y congruente con la realidad de su idioma en este país. En segundo lugar, la realidad lingüística (lo que la gente realmente habla) se impone como criterio de orden jerárquico superior al gobierno que pretende elegir su lengua oficial, precisamente porque expresa los derechos de los hablantes en forma inmediata: es un hecho social que el Derecho debe respetar. Un gobierno no puede imponer la lengua al margen de la realidad social efectiva existente.
De esta forma, la igual libertad en materia lingüística actúa de dos maneras: como límite para ciertas políticas en cuanto que es un derecho frente al poder, y como criterio de inspiración para cualquier política lingüística en cuanto es el valor más importante a preservar. Más adelante volveremos sobre este segundo aspecto, el de intentar pergeñar los ejes democráticos de una política lingüística. Por ahora, seguimos con nuestro análisis crítico de la realmente existente, es decir, de la que procede del paradigma de las lenguas como sujetos.

ALGUNOS TÉRMINOS QUE CONVIENE COMENTAR

Llegados a este punto, y aunque ello pueda parecer una digresión en nuestro caminar teórico en torno al tema, considero oportuno hacer un alto en el camino del análisis para intentar desvelar el significado de una serie de términos de uso frecuente en materia de política lingüística, pues no pocos de los problemas en torno a ella derivan de una comprensión defectuosa de algunos, o de la sacralización de otros como verdaderas “píldoras semánticas” evidentes por sí mismas, o del uso de otros como “metáforas que nos piensan”. Se trata de una labor indispensable de higiene mental antes de proseguir.
1) “Lengua propia”: formulada en abstracto, esta expresión haría referencia a la lengua que posee una persona, es decir, a su lengua de uso normal (podría incluso incluir más de una lengua en el caso de bilingües perfectos). Así, todas las lenguas son “propias” de alguien. Pero nadie la utiliza así en nuestro ámbito, sino en un sentido muy distinto. En concreto, esta expresión fue “inventada” por los Estatutos de Autonomía para designar a la lengua vernácula de cada nacionalidad o región de que se tratase (recuerda mucho a la de “Landsprache” que se inventó en el tardo Imperio Austrohúngaro), por oposición a la lengua “oficial” española. Se trata de un término que provoca inevitablemente un fuerte desajuste cognitivo para la percepción razonable de la situación lingüística de una sociedad y, por ende, en la orientación de la política a seguir. En efecto, a través de este término se califica como “propia”, “particular”, “correcta” o “ajustada” a una lengua vernácula, a pesar de que esa lengua no es hablada ni conocida por la mayoría de los habitantes. Es “propia” del pueblo, del territorio o de cualquier otra entidad metafísica, pero no es propia de las personas que allí habitan. Por el contrario, la lengua “propia” de todas estas personas como seres concretos, la que realmente hablan todos ellos (la lengua “común”) pasa a ser considerada como “lengua ajena” (que es el antónimo exacto de “propia”).
“Lengua propia: ¿hay alguna que no lo sea? Solamente existen gentes con lenguas propias” (Mikel Azurmendi)
2) De forma y manera que la situación tal como la ley vigente la contempla es la de que una mayoría de personas hablan una lengua ajena a ellas (el cómo podría suceder tal cosa, si nos lo tomamos literalmente en serio es algo cuya explicación me desborda), situación que debe ser corregida para restituirles (quieran o no) su propia lengua.
3) “Lengua común”: es un término ignorado por las normas vigentes que, sin embargo, hace referencia a un hecho trascendental, probablemente el más importante a tener en cuenta en una política lingüística razonable: que los ciudadanos de la Comunidad Autónoma Vasca poseen todos ellos el dominio de una lengua común, que es la que les permite entenderse. Esto mismo sucede en España. Sin embargo, no encontrarán ustedes absolutamente ninguna referencia a la lengua “común” en la Constitución, los Estatutos u otro texto legal, sin duda porque es un hecho que se considera contaminado por un pasado injusto y rechazable, el de la imposición coactiva de esa lengua. A pesar de ello, se trata, como es obvio para cualquiera, sea lingüista o no, de un hecho trascendental que nos separa radicalmente de la situación de otros países con pluralidad lingüística (Suiza, Bélgica) que carecen del bien más preciado en esta materia: una lengua de uso universal.
4) “Lengua oficial”: en puridad, designa aquella lengua que es elegida por la Administración como lengua de comunicación, de manera que sus servicios son prestados en dicho idioma, por un lado, y no está obligada a atender a quien se dirija ella en otra lengua, por otro lado. Es el instrumento clave en el diseño de una política lingüística y pocos países carecen de una declaración de oficialidad de una o varias lenguas. Sin embargo, entre nosotros la expresión se utiliza con sentido peyorativo, para designar a la lengua “ajena” o “no propia” de “este pueblo”, de manera que la lengua “oficial” se percibe como opuesta a la lengua “propia” o “natural”, por mucho que sea la del cien por cien de la población.
5) “Lengua materna”: se ha convertido finalmente en una “tomadura de pelo”. Durante muchos años fue el término utilizado por los nacionalistas para designar un principio que se pretendía como básico en la psicopedagogía lingüística (el que la primera educación debía recibirse en la lengua materna so pena de graves daños al desarrollo infantil):
“Creo que es justo decir también que el derecho a la lengua materna es un derecho del hombre, un requisito pedagógico de la máxima importancia .. Cambiar de lengua en la niñez dificulta extraordinariamente la capacidad del niño.. Nosotros nunca vamos a obligar a ningún niño de ambiente familiar castellano a estudiar en catalán (R. Trías Fargas, CIU, Comisión Constitucional, debate sobre el art. 3 CE, 1978).
Posteriormente, y una vez conseguido ese derecho, pasó a ser un principio falso, pues se descubrió que el ideal educativo era la plena inmersión precoz del niño en el idioma no materno. ¿Dónde está lo cierto? Los especialistas no se ponen de acuerdo en cuál de ellos es el principio correcto, y más parece que su opinión depende su interés político personal. La postura más razonable parece ser la de considerar que la lengua “materna” no ostenta ningún valor especial como cauce de la educación (la educación practicada en nuestro ámbito en colegios franceses, alemanes o ingleses lo desmiente), y que lo que sí lo ostenta es la percepción del niño de la lengua usada como “no querida” o “impuesta”.
6) “Normalización”: en su sentido estricto, normalizar una lengua consiste sólo en establecer las normas estructurales, fonéticas y gramáticas de esa lengua, algo que sucedió muy tempranamente para el castellano o español y muy tarde para otras lenguas peninsulares. Tal como se utiliza aquí y ahora, viene a significar “hacer normal el uso de una lengua”, es decir, ajustar el Derecho al hecho. Lo cual implica dos asunciones previas de valor: que el uso que previamente se les daba era “anormal” y que “normalidad” significa universalizar el conocimiento de la lengua en toda la sociedad. En España no se concibe, en efecto, más situación “normal” que la de que toda la sociedad afectada conozca y hable la lengua normalizada. Esta opción carece de cualquier fundamento científico y se sustenta sólo en criterios de valor ajenos al uso de la lengua. En realidad, en lugar de ajustar la norma jurídica al hecho social, se intenta amoldar éste a aquélla. Aplicado a largo plazo significa que en los territorios autonómicos no podrá haber lenguas minoritarias, sino que todas serán “comunes”.
7) “Bilingüismo”: término que permite una amplísima gama de usos, en función del sujeto a quien se aplique. Entre nosotros, el término se aplica inicialmente a las sociedades o grupos y constata una realidad obvia: que en ellas coexisten dos idiomas. De esta descripción obvia se pasa sin solución de continuidad a una prescripción injustificada e injustificable: en una sociedad bilingüe todos los hablantes deben ser bilingües. Se trata de un caso típico de una “falacia de composición” en que los caracteres del conjunto se atribuyen a los individuos que lo componen. Sin embargo, la falacia se ha convertido en un argumento irrebatible para justificar las políticas lingüísticas intervencionistas.
8) “Patrimonio lingüístico”: es la metáfora preferida por los textos constitucionales y políticos para hacer referencia al plurilingüismo existente en España, metáfora cuya adopción tiene una trascendencia imposible de exagerar. Su solo empleo produce una asunción implícita de una densa carga valorativa de lo que en principio no es sino un hecho bruto (el plurilingüísmo), puesto que éste pasa a ser considerado como algo “bueno” por definición, que ha sido “heredado” de las generaciones precedentes, y que debe ser “conservado” e “incrementado”. Porque las personas no son las “propietarias” del patrimonio en cuestión, sino sólo sus depositarias temporales, obligadas a conservarlo y pasarlo íntegro y mejorado a la siguiente generación. De esta forma, es el patrimonio el que posee a los hablantes.
“Nuestra lengua es parte esencial de un patrimonio cultural del que el Pueblo vasco es depositario” (Preámbulo de la Ley de Normalización del Euskera 10/1982, las mayúsculas en el original).

LOS DERECHOS COLECTIVOS

El argumento suena así: “X (pongan aquí el grupo, pueblo o nación que deseen) es un pueblo con una cultura propia, que incluye como parte esencial una lengua determinada. Como todo pueblo o cultura, X tiene derecho a su supervivencia. Para sobrevivir, debe conservar sus marcadores de identidad. Luego puede legítimamente exigir a sus miembros que conserven o adquieran esos marcadores”.
El razonamiento hace uso del concepto de “derechos colectivos” o “derechos del grupo”, un concepto cuya corrección dogmática es más que discutida. Pero no vamos a entrar en esa discusión pues, incluso aceptando la idea de que los grupos pudieran ser sujetos de derechos, lo que es patente es que esos derechos nunca podrían en una democracia constitucional pretender anteponerse a los derechos individuales. El pretendido derecho de los grupos o las naciones a conservar sus señas de identidad podrá todo lo más justificar el establecimiento de “restricciones externas” frente a otros grupo o frente al colectivo social más amplio en que está inmerso el grupo en cuestión, es decir, un derecho a que las políticas culturales o lingüísticas del grupo amplio reconozcan y respeten su existencia. Lo que nunca podría ese presunto derecho es llegar a imponer obligaciones o restricciones sobre las personas que forman parte del mismo (o que se encuentran en su radio de acción territorial) que afecten a su derechos básicos como personas, es decir, su libertad e igualdad. Es el límite infranqueable de cualquier política gubernamental en una democracia liberal.
Por otra parte, el argumento es altamente contradictorio: puesto que si alguien forma parte de un grupo marcado por su identidad y lengua propia ello se deberá, precisamente, a que posee personalmente tales identidad y lengua. Si no es así, no forma parte del grupo y no tiene sentido imponerle nada.
La idea de que el presunto derecho de un pueblo a subsistir como tal implica la obligación de sus integrantes de adoptar un determinado idioma está siempre presente en el discurso nacionalista, incluso en aquellos casos en que pretenden adoptar posiciones de partida respetuosas con los derechos de las personas individuales:
“No se trata pues de que nadie renuncie a su lengua propia, sino de que conozca otra; no se trata de imponerles nada, sino de reconocer su derecho al acceso a la lengua del país (hasta aquí premisa totalmente respetuosa). Pero una de dos: o bien el catalán debe desaparecer, o bien quien vive en Cataluña tiene que conocerlo” (conclusión contradictoria) (Texto de Ana Moll citado como excelso por P. Etxenike en su defensa de la Ley de Normalización del Euskera, Parlamento Vasco, 25.11.1982).
Igual rechazo provocan, desde una perspectiva democrática, los discursos que pretenden “equilibrar” los derechos colectivos del grupo con los derechos individuales de los individuos que los componen, de forma que:
“Nuestro propio modelo se basa en derechos individuales, pero con el reconocimiento de que la lengua propia y el centro de gravedad de Cataluña es el catalán y de que, por ello, se le deberían otorgar ciertos privilegios ..” (J. Pujol, 1995 ).
No es cuestión de equilibrio, sino de jerarquía: los derechos individuales son de rango superior, son indisponibles para el gobierno, y no pueden contrabalancearse con ningún presunto derecho colectivo. Cualquier privilegio que se pretenda conceder a una determinada lengua o rasgo cultural tiene como límite infranqueable los derechos de las personas afectadas.

EL VALOR DE LA LENGUA COMO MARCO FORMATIVO DE LA PERSONALIDAD HUMANA

En este caso, el razonamiento sigue siendo comunitarista por su inspiración, pero adopta la perspectiva de la persona individual. En definitiva, este argumento subraya el valor que para toda persona tiene su marco cultural de pertenencia, pues nadie puede autocomprenderse sino en los marcos de su propia cultura. Nadie puede ser persona autónoma si no es tomando de su propia cultura los elementos que le permiten constituirse como tal. De forma que el marco cultural tiene para la persona un valor constitutivo, es un “bien primario” si queremos utilizar la terminología de Rawls. Y como tal “bien primario”, la persona tendría derecho a que el gobierno se lo distribuya y garantice.
El argumento es ciertamente difícil de seguir en su propia congruencia. En efecto, sin entrar a discutir el alto valor que para las personas pueda tener su marco cultural propio y que ello incluya su conservación en el tiempo (algo que habría que matizar enormemente), el problema de la validez de las políticas lingüísticas intervencionistas entre nosotros (aquí y ahora) no se plantea con respecto a los ciudadanos que desean conservar su marco cultural personal (personas que por definición están de acuerdo con esas políticas), sino con respecto a ciudadanos que poseen un marco lingüístico diverso y se ven forzadas a asimilarse al definido como adecuado por el gobierno. Es decir, que precisamente es el argumento del valor excelso de la “pertenencia cultural” el que más fuertemente milita contra la posibilidad de imponer una lengua a personas que no la hablan.
En realidad, y por muchos esfuerzos que hagan para disimularlo, en los razonamientos justificativos de las políticas lingüísticas practicadas en España que se hacen desde el argumento del valor de la cultura para las personas hay siempre un momento dialéctico tramposo, pues en algún momento del razonamiento se ha producido un mágico “cambiazo” de sujetos. Del sujeto “persona individual concreta” se ha pasado al sujeto “pueblo/grupo”. Del marco cultural concreto y real de cada uno se ha pasado al marco que ese uno “debería poseer” en función de la historia o el territorio. Si no es así, es inexplicable cómo se puede arrancar de una premisa que atribuye un valor superior al derecho de las personas para conservar sus marcos culturales y llegar a una conclusión que permite a los gobiernos alterar a su placer los marcos culturales de sus súbditos.
El valor intrínseco (identitario o cultural) que algunas personas atribuyen a la lengua que hablan puede ser un valioso argumento defensivo a favor de esas personas para oponerse a políticas asimilacionistas. Decimos “puede ser” porque en casos extremos su fuerza depende de la amplitud del grupo afectado o de su condición de nativos/inmigrantes. Puede ser, igualmente, un argumento válido para reclamar del gobierno la posibilidad real de atención, enseñanza y participación en esa lengua (su “oficialidad”) aunque también sujeto a las constricciones arbitrarias de la realidad social. Pero nunca podrá ser un argumento para imponer esa lengua a personas que no la poseen, si queremos respetar la propia lógica interna del valor argüido.

LA INTEGRACIÓN Y LA COHESIÓN SOCIAL

Este argumento proclama que en sociedades bilingües la cohesión social exige que todos los ciudadanos conozcan todas las lenguas existentes, pues de otra forma no podrán comunicarse entre sí y se formarán comunidades culturales aisladas. En el caso de sociedades con dos idiomas, el argumento exige que el bilingüismo se extienda a todas las personas, de forma que las políticas tendentes a implantar un bilingüismo universal estarían legitimadas por el fin beneficioso perseguido, la cohesión social.
El argumento resulta intuitivamente convincente, pero empieza a fallar no bien se examina más de cerca. En primer lugar, no existen estudios empíricos demostrativos de que el grado de cohesión social de un país dependa de su situación lingüística. Hay países profundamente divididos por razones étnicas o nacionales a pesar de hablar sus habitantes una misma lengua (India y Pakistán, dado que urdu e hindi son la misma lengua), y casos contrarios de alta cohesión con diversas lenguas (Suiza). En segundo, y ello es más importante desde nuestro concreto punto de vista, el argumento no tiene en cuenta que en Euskadi existe una lengua común de conocimiento universal, de forma que la posibilidad de intercomunicación y participación sociopolítica está en todo caso garantizada. Afirmar que la cohesión social vasca aumentaría si todos los habitantes conocieran el euskera es un puro desiderátum carente de la más mínima prueba empírica, y que resulta altamente dudoso. En efecto, una tal afirmación presupone que los conflictos existentes en dicha sociedad se relacionan con su diversidad cultural objetiva, cuando parece mucho más correcto pensar que se relacionan con la forma subjetiva en que es aprehendida esa diversidad. El sentimiento nacional manipula datos sociales objetivos, no es una simple traducción de ellos. Una sociedad euskaldunizada a regañadientes dudosamente cambiará sus sentimientos de pertenencia y sus afinidades políticas.
Pero es que, en cualquier caso, la integración y cohesión sociales son objetivos que ceden ante los derechos primarios de las personas y, por ello, nunca podrán legitimar políticas que atenten a estos derechos. Alguien puede juzgar que la integración social de los inmigrantes aumentaría si todos ellos fueran indoctrinados en la religión cristiana, pero tal objetivo nunca justificaría una violación de su derecho a la libertad religiosa. La situación no es distinta en el caso lingüístico, por lo menos cuando lo que se pretende es alterar los usos idiomáticos de la mayoría. La cohesión social no funda en ningún caso un derecho que esté por encima de los derechos individuales. De lo contrario, y de seguir el argumento contrario fielmente, alguien podría plantear por qué no se ensaya alternativamente el suprimir las lenguas minoritarias y establecer una única como medio para la más perfecta integración social de todos los españoles.

LA INJUSTICIA DE LA HISTORIA

La historia es siempre un poderoso argumento en materias culturales. En el caso concreto que nos ocupa, el de las políticas lingüísticas practicadas en España, el razonamiento sonaría más o menos en la forma siguiente: “En un pasado la lengua vernácula fue casi universal en este territorio, pero como resultado del contacto con otra extrajera más generalizada se produjeron situaciones de diglosia y progresivo abandono de nuestra lengua; este proceso se agravó por una inmigración significativa desde ese extranjero, así como por las medidas coercitivas adoptadas por el poder extranjero para imponer su lengua en todos los ámbitos. De forma que la situación actual es el resultado de una pura injusticia histórica continuada”.
Ante una situación real que es fruto del abuso y la imposición, las actuales políticas lingüísticas de recuperación y normalización del idioma vernáculo estarían más que legitimadas, pues intentarían corregir una realidad que está artificialmente descompensada en su contra. Las medidas intervencionistas de fomento (tales como premiar la lengua vernácula en el acceso a los puestos de trabajo más allá de lo estrictamente necesario para su desempeño, o exigir su conocimiento en la enseñanza) estarían legitimadas puesto que pretenden corregir situaciones de injusticia histórica. La tarea de los poderes públicos incluye la de adoptar medidas positivas para corregir situaciones de injusticia enquistadas por el proceso histórico en la sociedad real. En definitiva, no se trataría sino de medidas de “discriminación positiva” a favor de la lengua más débil en una situación histórica de bilingüismo descompensado que es conveniente y justo corregir.
Como más adelante comentaremos, este razonamiento es aceptado en general con independencia de la filiación política de los autores, sean o no nacionalistas. Es más, forma ya parte del bloque de constitucionalidad español puesto que ha sido aceptado por el Tribunal Constitucional expresamente:
“La política lingüística … permitirá corregir situaciones de desequilibrio heredadas históricamente y excluir así que dicha lengua (vernácula) ocupe una situación marginal o secundaria” (T.C. 23.12.1994, 710/94).
¿Y qué valor tiene el argumento en cuestión enjuiciado desde los concretos principios de la democracia constitucional? Nos tememos que ninguno si lo que pretende es legitimar una violación o limitación de los derechos a la libertad lingüística de los habitantes de una Comunidad Autónoma, o su igualdad substancial en los requisitos de acceso a las oportunidades vitales. El argumento puede inspirar la política de los poderes autonómicos, pero carece de toda fuerza ante los derechos de los hablantes que viven en esa Comunidad.
Les ahorro dos cuestiones previas sobre las que habría que hablar largo y tendido cuando se estudia este argumento. La primera, de orden fundamentalmente científico, sería la de precisar hasta qué punto ese “relato de la gran injusticia” responde a la verdad histórica y a las reglas normales de la evolución de las lenguas cuando entran en contacto ¿Son de verdad la violencia y la imposición las que explican la expansión, asimilación, pérdida, abandono y difusión de las lenguas? La segunda, de orden mucho más ético-político, sería la de examinar hasta qué punto las políticas de homogeneización lingüística practicadas por los Estados liberales el siglo XIX pueden valorarse como globalmente injustas o negativas, lo cual implica tanto como desconocer sus efectos positivos para la ampliación del campo de la autonomía personal de los mismos afectados por esas políticas. Aplicar un perentorio juicio negativo no es ni mucho menos tan sencillo como le parece a quien juzga desde el presente, desde una historia que ya se ha realizado y en la que no existe el contrafáctico: ¿sería un marco preferible al actual que tenemos el de una sociedad vasca en la que el 95% de los habitantes sólo conocieran y dominaran el vascuence? ¿Podríamos afirmar que los habitantes de una tal sociedad gozarían de unas posibilidades de desarrollo de sus opciones vitales mejores que las de la actual en que el castellano es universal?
Y si les ahorro esas cuestiones es porque no afectan para nada a la respuesta al argumento de la “reparación de la injusticia histórica” desde los principios de la democracia liberal. Una respuesta que podría sintetizarse en una fórmula muy simple:
“Una injusticia sobre un muerto no se arregla añadiendo una injusticia sobre un vivo” (F. Ovejero Lucas)
En una forma más analítica la refutación del argumento histórico deriva de la consideración atenta de los sujetos de que estamos hablando: cuando se menciona el desequilibrio injusta e históricamente provocado de las lenguas estamos asumiendo el punto de vista de las lenguas, o el de los pueblos como entidades transhistóricas. Desde este punto de vista, a una lengua le correspondería tener un número de hablantes por derecho propio, y si no los tiene se están violando sus derechos. Pero cuando se menciona la injusticia actual estamos hablando desde la perspectiva de personas concretas de carne y hueso. Y las personas son los únicos sujetos de relevancia moral que pueden legítimamente exigir y obtener derechos en una democracia constitucional.
“Si como consecuencia de las acciones políticas de hoy en la comunidad donde se hablaba mayoritariamente X se acaba por hablar Y, cualquier intento de retornar a X supondrá una injusticia con los habitantes vivos, como lo fue antes con los que padecieron el tránsito anterior” (F. Ovejero Lucas)
Expuesto desde otro ángulo, las políticas de “discriminación positiva” o de “acción positiva” exigen para su justificación democrática que un colectivo de personas concretas e individualizables, realmente existentes, estén penalizadas o sometidas a una privación total o parcial de derechos u opciones por razón de circunstancias arbitrarias (tales como el azar, la historia o una dominación tradicional). Para conseguir que esas personas accedan a los mismos derechos y opciones que las demás se pueden adoptar medidas transitorias de reequilibrio, que las privilegien aunque infrinjan el derecho a la igualdad de las otras.
“Es aconsejable distinguir entre la compensación por discriminaciones que tuvieron lugar en el pasado y la mejora de las actuales desventajas. Son éstas últimas las que exigen, en virtud del principio de igualdad de chances vitales, la aplicación de medidas preferenciales para superar una situación en la que lo relevante no es la génesis de las mismas sino su injusticia actual” (Ernesto Garzón Valdés).
Por tanto, para justificar medidas de discriminación sería preciso demostrar que hoy existen en Euskadi personas que están discriminadas o perjudicadas por hablar únicamente euskera. Y que esta discriminación exige, para corregirse, la limitación de los derechos de quienes hablan castellano. Lo primero podría ser cierto en algunos casos, pues algunos servicios públicos son todavía hoy deficitarios en su oferta lingüística. Pero no se ve en modo alguno cómo ese déficit exige, para corregirse, la limitación de los derechos de los demás.
La conclusión que se impone es que no cabe legitimar ninguna política lingüística que disminuya o afecte negativamente al estatus de igual libertad de todos los ciudadanos, o que imponga sobre algunos de ellos alguna carga u obligación especial, o que disminuya sus opciones de acceso a los empleos en condiciones de igualdad, por las pasadas injusticias históricas o por el deseo de reequilibrar los idiomas de un pueblo. Estos datos, con independencia de que sean más o menos ciertos, podrán inspirar (¿cómo no?) las más favorables, intensas y entusiastas políticas de recuperación de su idioma vernáculo que democráticamente sean decididas por cada sociedad. Poco puede decir la teoría democrática sobre su oportunidad, si la sociedad las decide. Pero lo que sí puede decir esta teoría es que tales políticas tienen como límite infranqueable el respeto a la libertad y la igualdad de los ciudadanos realmente existentes.

EL DERECHO DE TODO HABLANTE A SER ATENDIDO Y RESPONDIDO

Esta es una justificación que, en cierto modo, puede intentar complementar la anterior, la de la discriminación. Pues, en efecto, se plantea como un caso de protección de derechos personales ante su posible desconocimiento. En sustancia, el argumento dice: “El derecho de cualquier persona a hablar una lengua requiere, para poder ser consumado, que los demás ciudadanos le entiendan y respondan en esa lengua; de lo contrario, el hablante de la lengua vernácula vería limitado su derecho de opción lingüística al pequeño círculo de quienes dominan esa lengua; la ignorancia de la lengua por la mayoría de la sociedad estaría frustrando el ejercicio pleno de su propio derecho”.
Para poder sostenerse con éxito, este argumento requiere demostrar adecuadamente que el derecho de una persona a hablar su lengua propia implica necesariamente el derecho a ser atendido y respondido en esa misma lengua. Y que ese derecho se aplica no sólo a las instituciones públicas o administrativas, sino también a los particulares.
En el primer aspecto, el derecho a ser atendido por las autoridades, hemos comentado ya que no todas las pretensiones en tal sentido son legítimas, sino que el derecho en cuestión está limitado por la realidad empírica de su uso generalizado y consiguiente declaración como lengua oficial. Un inmigrante o un extranjero no tienen, en principio, un derecho lingüístico esgrimible ante la administración. Ahora bien, cuando el ciudadano en cuestión forma parte del ámbito de una lengua vernácula a la que, precisamente por su apreciable arraigo y difusión, se ha concedido estatus de oficialidad, no cabe la menor duda de que en principio ostenta el derecho a ser atendido y respondido por la administración en su lengua. Esto es lo que ocurre obviamente en el caso de los hablantes del vascuence.
Ahora bien ¿se extiende este derecho a las relaciones interpersonales? ¿Puede el hablante de la lengua vernácula exigir que todos los vascos aprendan y dominen el euskera por la sencilla razón de que ello es algo así como la condición de posibilidad para que él pueda hacer un uso universal de su lengua? ¿Puede lo que es su derecho convertirse en un deber para los demás? ¿Podría invocar algo así como un principio de reciprocidad según el cual “si yo domino tu lengua, tú estás obligado a dominar la mía”? De nuevo nos encontramos en un punto que no permite una respuesta simple y desconectada de la realidad social del país del que estemos tratando. Ya de entrada, resulta ciertamente difícil admitir un criterio general en el sentido de que un derecho personal pueda llegar a exigir a las demás personas no sólo su respeto pasivo y abstención, sino su colaboración activa mediante una conducta positiva y probablemente onerosa (aprender otro idioma). No se trata del deber de financiar mediante sus impuestos una política de plena atención a quienes hablan la lengua vernácula, lo cual ya implica costes personales, sino de mucho más, de implicarse en el aprendizaje de una lengua con los costes de oportunidad que ello conlleva.
Aún así, podría admitirse que en ciertas comunidades puede considerarse como lícita la imposición obligatoria de un cierto grado de conocimiento de la lengua vernácula de otra parte de la población; se trataría, en concreto, de aquellas comunidades plurilingües en las que no existe una lengua común y, por ello, cada comunidad posee sólo su lengua vernácula (casos por ejemplo de Suiza o Bélgica). En estos casos, parece que la condición de ciudadanía de estos países puede justificar la exigencia de conocer un mínimo de la lengua ajena, de manera que ese conocimiento podría considerarse como una parte obligada del más pleno desarrollo de la personalidad posible para todos.
En cualquier caso, la cuestión cambia radicalmente allí donde existe una lengua común universal. En este caso, el hablante de la otra lengua, la vernácula, sólo podría exigir como deber personal a los demás el empleo de su lengua propia si pudiera demostrar que el cambiar a la lengua común le supone un daño irreversible. Algo que es realmente difícil incluso de pensar cuando hablamos de personas bilingües. Hablamos de daño personal, no de gusto o de satisfacción. Es claro que para muchos bilingües sería una verdadera satisfacción encontrarse con una sociedad vasca compuesta al cien por cien de individuos bilingües. También es claro que a muchas personas les molesta tener que cambiar al castellano en su conversación para poder ser atendidos. Pero la satisfacción, el gusto o el interés personal de uno, por fuertes que sean, no pueden justificar una restricción a la libertad ajena. Sólo la evitación de un daño real podría hacerlo.
En definitiva, la hipótesis del daño se demuestra imposible en el momento mismo en que se formula, por una razón muy sencilla: porque si considerásemos que para un bilingüe es un daño el cambiar de idioma en su hablar cotidiano, deberíamos admitir que más aún lo es para aquel a quien se exige aprender uno nuevo. Estamos ante una tesis que se refuta a sí misma.

EL CONSENSO POLÍTICO

La legitimidad de las políticas lingüísticas ha sido frecuentemente defendida desde posturas estrictamente democráticas haciendo referencia al hecho de que han sido decididas en las instituciones representativas del sistema político y que, además, esa decisión se ha adoptado con un amplio consenso de todas las fuerzas políticas representadas. Incluso, como parece ser el caso catalán en lo que se refiere a sus leyes de normalización, con la unanimidad de todos los partidos representados (una especie de “superconsenso”).
Sin lugar a duda, el consenso democrático es un valioso argumento a favor de la legitimidad de una decisión política, de forma que puede decirse que crea una fuerte “presunción” de legitimidad. Sin embargo, en último término no añade nada al juicio de legitimidad cuando se alega que esa ley perjudica o restringe injustificadamente los derechos de las personas afectadas a su autonomía personal o a su igualdad ante la ley. Porque estamos hablando del núcleo duro de la democracia constitucional, que no puede ser lesionado por ninguna decisión de los poderes públicos, incluso si ha sido adoptada por la totalidad (menos uno) de los ciudadanos. Se trata de derechos que no están disponibles ni para las mayorías ni para las supermayorías.
Por otro lado, el argumento del “consenso” esconde un cierto equívoco cuando se analizan los hechos reales. Pues muy bien puede suceder que el “consenso político” esconda un “disenso social”, lo que sucede cuando se trata de políticas implementadas top-down. Y es de sospechar que éste es precisamente el caso, como lo ponen de manifiesto los datos del CIS en su Encuesta Sociolingüística de Cataluña o Euskadi de 1999.
A la pregunta de si “está Ud. de acuerdo en que la enseñanza pública primaria se desarrolle sólo en catalán/euskera”, contestaron afirmativamente el 27/31% y negativamente el 69/53%.
Sobre la preferencia de modelos de enseñanza lingüística respondieron: mitad en catalán/euskera, mitad en castellano (50/44%), mayor parte en catalán/euskera (33/24%), todo en catalán/euskera (9/12%), todo en castellano (10%).

Hablar de consenso social unánime para la “inmersión total” en el idioma vernáculo con estos datos sociométricos resulta carente de base seria.
Este repaso a los argumentos más utilizados para legitimar las políticas lingüísticas practicadas actualmente en España debe, insistimos de nuevo ello, ser interpretado adecuadamente. En efecto, no afirmamos que este tipo de argumentos sean totalmente inválidos y que no puedan ser utilizados para motivar las decisiones políticas. No se trata de eso. De lo que se trata es de mostrar su insuficiencia radical cuando de lo que se trata es de políticas que afectan a los derechos personales a la más plena autonomía cultural y a la igualdad de acceso a las oportunidades vitales. De lo que se trata es de mostrar cómo, una vez más, los derechos de las personas, tomados en serio, son verdaderos “triunfos” que ganan en cualquier competición con las decisiones de la mayoría popular, y que en esta competición los argumentos usuales no añaden nada ni evitan la derrota de las políticas intervencionistas duras.


PARTE II. LAS PERSONAS COMO FINES

Entramos en la segunda parte de nuestro estudio, la que pretende estudiar la posibilidad de un diseño de política lingüística que esté orientado, ante todo y sobre todo, por los derechos de las personas. Se trataría de utilizar tales derechos no sólo defensivamente, como límites infranqueables para políticas intervencionistas, sino más allá de esa función, como datos que funden criterios operativos para la inspiración de una tal política.

La cuestión puede parecer muy simple de responder a primera vista: bastaría con garantizar la más amplia libertad de opción lingüística a todos los ciudadanos para conseguir un resultado plenamente congruente con los derechos y los deseos de las personas. Y sin embargo ello no es así, como la más mínima reflexión nos enseña pronto. Antes de examinar el por qué, puede ser interesante hacer una referencia al patrón natural de intercomunicación de las lenguas.


EL PATRÓN DE INTERCOMUNICACIÓN

Las lenguas existentes en el mundo hoy en día no son islotes aislados entre sí, sino que están intercomunicadas en una red o sistema que obedece en su estructura a patrones muy claros. Lo que conecta entre sí a las lenguas son los hablantes multilingües o bilingües, es decir, los individuos cuyos repertorios lingüísticos incluyen más de una lengua. Y las conexiones no son azarosas o arbitrarias, sino que obedecen a un patrón que está jerarquizado en función del potencial comunicativo de cada lengua.

El potencial comunicativo de una lengua es el producto de dos factores: por una parte, la prevalencia o extensión de una lengua (número de hablantes); por otra, su centralidad, que viene dada por la proporción de hablantes multilingües que son competentes a la vez en esa y otras lenguas.

“Las personas no aumentan su repertorio lingüístico de manera caprichosa, sino para maximizar sus oportunidades de comunicación. Eligen siempre pasar de una lengua a otra que les amplíe su capacidad comunicativa”
(Abram de Swan, “Words of the World”).

El patrón de cambio en materia de lenguas es bastante lógico: obedece a la búsqueda de la eficiencia comunicativa llevada a cabo por unos actores individuales autointeresados, y muestra que la elección para ampliar el repertorio comunicativo se orienta siempre hacia lenguas con mayor potencial. La búsqueda de la eficiencia comunicativa es una regla que puede gustar más o menos, pero que se impone con la misma nitidez con que las leyes del libre intercambio se imponen en la economía. El uso de lenguas de mayor potencial comunicativo lleva a acceder a todos los beneficios propios de las llamadas externalidades de red, exactamente igual que sucede con un mercado amplio, una moneda única o un sistema unificado de comunicaciones. Conviene no olvidarlo, pues cualquier intervencionismo estatal no puede pretender, a largo plazo por lo menos, alterar significativamente este patrón social autoguíado, so pena de caer en un dirigismo estéril.

“Hay algo profundamente extraño en estar discutiendo “por qué” unas personas deben o no hablar una lengua. Las personas nunca se han preguntado sino el “para qué”, qué ofrece y qué ventajas tiene una lengua”
(J.R. Lodares).

Ahora bien, una vez constatada esta “ley de la dinámica lingüística”, conviene hacer entrar en la escena al elemento más importante del juego que nos traemos: el Estado.


EL ESTADO ENTRA EN ESCENA

La convivencia humana está organizada dentro de unos esquemas de autoridad de base territorial que llamamos Estados. Pues bien, el Estado moderno es una realidad que, por el mero hecho de existir y estar ahí, provoca una interferencia trascendental en la dinámica lingüística, lo quiera o no. En efecto, el Estado moderno habla, y habla mucho: está en constante relación con sus súbditos a través de una miríada de actos administrativos de todo tipo para los que debe elegir una lengua de uso. Recibe de ellos peticiones, reclamaciones y exigencias de todo tipo, y debe fijar en qué lengua las atenderá. Presta servicios públicos, y lo hace en una lengua. Y además, es un ámbito de opinión y participación política que requiere inevitablemente de una comunicación fluida entre los sujetos, por lo menos cuando hablamos de un régimen democrático.

Todo ello hace que el Estado deba fijar con carácter general cuál es la lengua o lenguas oficiales, o lo que es lo mismo, en cuál o cuáles lenguas atenderá a sus administrados. El Estado no puede actuar en materia lingüística como lo hace en materia religiosa, como garante neutral de la libertad individual en la materia: abstenerse y dejar hacer a los individuos y los grupos. Religión y Estado pueden estar rígidamente separados, pero lengua y Estado no pueden estarlo: todo poder político moderno debe hacer opciones lingüísticas.

En realidad, siempre ha hecho opciones, incluso en los Estados de tipo absoluto o feudal premoderno. Lo que sucede es que en aquella época no eran muy trascendentes pues sólo afectaban a una elite u oligarquía. Es más, la lengua cumplía en aquellos sistemas una función de segregación y creación de estatus a favor de las oligarquías. La gobernación de las provincias forales es un perfecto ejemplo de ello, pues la diglosia se utilizaba en ellas como barrera para impedir que los humildes accedieran a la gobernación. Pero en los Estados modernos las cosas han cambiado mucho, por dos razones. En primer lugar, porque la actividad de control del Estado, así como la prestacional, se han incrementado fuera de toda proporción. Los individuos están en permanente, cotidiano e intenso contacto con el poder, luego la lengua de contacto se vuelve más y más importante. En segundo, porque la posibilidad misma de crear un ámbito democrático de funcionamiento depende en gran medida de la unificación de la lengua de los ciudadanos.

“En un país donde no haya un sentimiento de compañerismo (fellow-feeling), especialmente si se leen y hablan lenguas diferentes, no puede existir la opinión pública unificada que es necesaria para que funcione el gobiern representativo”
(J. S. Mill).

No se trata de caer en el manido y tópico argumento comunitarista a favor de la unificación cultural del demos (la democracia exigiría un Volkgemeinschaft. ). No se trata de eso, sino de resaltar los condicionantes puramente comunicativos de cualquier democracia, más allá (o más acá) de cualquier origen común étnico o cultural. Es lo que se encuentra hoy en la base de las dificultades para democratizar a fondo la Unión
Europea:

“La ausencia de un sistema de comunicación europeo, debida principalmente a la diversidad lingüística, tiene la consecuencia de que no exista un público europeo ni un discurso político europeo que no sea el de los profesionales. En consecuencia, el proceso de decisión europeo no está sometido a observación pública de igual forma que los nacionales. Al nivel europeo de la política le falta su público correspondiente. Y en su mayor parte es un problema lingüístico”
(Dieter Grimm).

Pues bien, las opciones estatales en materia de lengua han sido durante mucho tiempo decisiones implícitas y no manifiestas. Así sucedió durante la larga fase de
“homogeneización” y “nacionalización” de mercados y pueblos decimonónica. Pero hoy se presentan de manera explícita y normativa, y las llamamos política lingüística. Y las consideramos, con toda razón, como una cuestión que debe someterse a los criterios normativos propios de la democracia. Así las cosas, sucede que al diseñar su política lingüística toda Administración se encuentra, entre otras cosas, con el problema derivado de dos características muy concretas del fenómeno que va a regular o, si se quiere, de los bienes que va a repartir entre sus ciudadanos: esos que llamamos los derechos lingüísticos de las personas.

En primer lugar, sucede que los derechos en materia de lengua están en una relación de estrecha dependencia con una serie de factores totalmente azarosos o arbitrarios, tales como el número de hablantes de cada lengua, el porcentaje que representan sobre el total de la población, la historia del país, la procedencia geográfica de los hablantes, etc. No se puede garantizar sus derechos lingüísticos a todos y en todas partes, esta es una verdad amarga pero evidente. Los inmigrantes recién llegados no tienen derecho a ser atendidos en su lengua propia. Las minorías muy escasas o dispersas sufren la misma situación. Los hablantes de lenguas “diminutas” (menos de diez mil hablantes), que además se concentran en ciertos Estados, no pueden exigir a éste que les atienda. No es la misma situación la de los hablantes de una lengua mayoritaria, o incluso común en todo el Estado, que la de los minoritarios. No son los mismos los derechos lingüísticos de los integrantes de comunidades separadas y sin lengua común que habitan en un solo Estado, que los de las comunidades que poseen también la lengua común mayoritaria.

Esta realidad fuertemente limitativa se puede expresar diciendo que los derechos lingüísticos son unos derechos fuertemente contextualizados, cuyo contenido depende en gran manera de la realidad sociolingüística en que les ha tocado nacer a unas concretas personas. No son unos derechos “fundamentales” o “morales” que puedan poseer un contenido estándar invariable, sino que están sometidos a las constricciones del lugar y tiempo en que se plantean. Lo cual constituye una verdadera anomalía en materia de derechos para la teoría democrático liberal.

Precisamente por esta razón, resulta un esfuerzo condenado al fracaso el tratar de establecer unos principios abstractos y generales de política lingüística, unas reglas que pudieran aplicarse en todo tiempo y lugar. Por ejemplo, la regla más intuitiva, que dice “toda política lingüística debe respetar el libre derecho de opción de las personas afectadas”, un principio aparentemente abstracto y universal, no es válida en absoluto en muchos países o situaciones. Fallan sus mismas condiciones de posibilidad.

En segundo lugar, los derechos lingüísticos están fuertemente marcados por el carácter relacional de las lenguas, es decir, por la circunstancia de que quienes hablan son siempre, por definición, por lo menos dos personas, y que el hablar una lengua es un acto que requiere de una cooperación ajena al hablante. Al plantearlo así, sucede con frecuencia que el derecho lingüístico de una persona se convierte en una carga u obligación para otra. No en la simple carga de soportarlo, como sucede con todos los derechos, sino la carga de cooperar activamente para su ejercicio. De esta forma, resulta que los derechos se interfieren y limitan de una manera muy peculiar cuando tratamos de hablantes. Piénsese, por poner un ejemplo, en el derecho reconocido del euskaldún a ser atendido por cualquier administración vasca en su lengua vernácula; para garantizarlo, habrá que proveer de funcionarios euskaldunes a la Administración; para ello, habrá de exigirse el conocimiento del euskera para acceder al funcionariado; como consecuencia, el erdeldun que quiera acceder a un empleo público deberá aprender euskera. Con lo que el derecho de uno a hablar termina por convertirse en la obligación de hablar de otro.

“Una política lingüística planteada exclusivamente en términos de derechos es inviable. Por decirlo así, los derechos lingüísticos de todos los afectados suman más de cien. Es imposible compaginarlos o compatibilizarlos todos”
(Joseba Arregi).

Esta frase es sumamente plástica porque expresa en forma aritmética una imposibilidad lógica que a veces no se acaba de percibir por la ciudadanía: la de que no existe un cielo de armonía final en el que podamos habitar los vascoparlantes e hispanoparlantes si a todos sin excepción se nos garantiza nuestro derecho a la más plena libertad lingüística. Que no pueden maximizarse simultáneamente los derechos de todos los seres locuaces de Euskadi. Sería bello creerlo, y pensar que las dificultades que la realidad nos muestra se deben sólo a los excesos intervencionistas de la Administración, o al nacionalismo desaforado de algunos. Pero no es así: no cabe una solución armoniosa si al mismo tiempo proclamamos el derecho absoluto de todos y cada uno a la más plena libertad de opción lingüística y a su consiguiente ejercicio.

Luego volveremos sobre esta constatación y propondremos algunas vías para avanzar en el análisis. Antes de ello, puede resultar ilustrativo de los problemas derivados de todapolítica maximizadora, ingenua o no, el examinar brevemente la vigente en nuestro país.


RASGOS DE LA POLITICA LINGÚISTICA VASCA

No pretendemos efectuar aquí un análisis del régimen legal vigente (punto al que se dedican otras intervenciones en este ciclo), sino sólo poner de manifiesto cómo y por qué una política de maximización de los derechos de todos los hablantes resulta a la postre disfuncional para los mismos objetivos que persigue y termina generando un conflicto.

Cuando hablamos de política lingüística vasca estamos tratando de un complejo bloque normativo, compuesto de manera escalonada por la Constitución española (art. 3), el Estatuto de Gernika (art. 6), las normas sobre desarrollo lingüístico generales y sectoriales y, last but not least, la interpretación que ha hecho de todo ello el Tribunal Constitucional (puesto que, en último término, la Constitución es lo que este Tribunal dice que es). Pues bien, de todo ello nos interesa ahora destacar los siguientes rasgos:

1º) El estatuto jurídico que se deduce de este conjunto no consiste, como suele a veces creerse sin fundamento, que en Euskadi coexistan dos lenguas, una mayoritaria y otra minoritaria. No es así, sino que precisamente el dato característico del sistema consiste en que ambas lenguas tienen el estatuto de lenguas mayoritarias, por raro que parezca. Ambas son perfecta y simétricamente cooficiales, de manera que los derechos lingüísticos establecidos por el sistema son en principio iguales para los hablantes de ambas lenguas.

“El sistema de pluralismo lingüístico articulado en nuestra Constitución responde en forma perfecta a los presupuestos de la multiculturalidad. El estatus de las diferentes comunidades –y por tanto de los derechos de sus miembros- se regula en forma substancialmente simétrica .. Se reconoce un estatus propio de mayoría a cada una de las comunidades culturales que conviven en el territorio de la CAPV”
(A. López Basaguren).

Esta simetría de derechos lingüísticos conduce, inexorablemente, a su propia frustración, como antes hemos observado: los derechos de unos se convierten para otros en unas cargas de tal magnitud que violan sus propios derechos básicos. En concreto, el derecho de los hablantes en euskera genera a la larga la obligación real (por mucho que no legal) de los no hablantes a aprender esa lengua, so pena de resultar excluidos de opciones vitales importantes. Por el contrario, los derechos de los hablantes del castellano no generan para los euskaldunes la obligación de aprenderlo, por la sencilla razón de que ya lo conocen.

2º) El sistema de derechos lingüísticos perfectamente simétricos estaba dotado en origen de una válvula que debía, se supone, permitir atenuar el exceso de presión. En concreto, se trataba del mandato contenido en el art. 6 del Estatuto para que las autoridades regularan la aplicación práctica de la política de la simetría “teniendo en cuenta la realidad sociolingüística del País Vasco”. Probablemente, por lo menos a nuestro juicio, la realidad debería haberse tenido en cuenta antes, es decir, antes de adoptar la decisión de establecer un régimen simétrico. Pues, en efecto, el dato de la vigencia social respectiva de ambas lenguas debería haber sido el criterio básico para establecer unos derechos y obligaciones lingüísticas que merecieran el calificativo de razonables y proporcionales. No fue así. Pero resulta que incluso el mandato de tenerla en cuenta después ha sido marginado totalmente en la práctica por la administración vasca. La realidad sociolingüística del país es el gran ausente del debate lingüístico vasco.

3º) En sentido contrario al que podía haber jugado esta válvula, hay que constatar que el sistema está aquejado de un vicio de origen que está acentuando su desequilibrio. Nos referimos al hecho de que el sistema admite expresamente que la política lingüística debe reparar un desequilibrio lingüístico injusto, es decir, se acepta un modelo ideal de lo que debe ser la realidad de inspiración historicista:

“Un Estado interventor como el nuestro acepta como plenamente legítima una política lingüística cuya finalidad sea corregir y superar los desequilibrios existentes entre las dos lenguas cooficiales. La garantía institucional de la cooficialidad refuerza los elementos historicistas de la Constitución”
(Juan J. Solozábal).

Esta función correctora de la realidad de inspiración presuntamente historicista llevaba, en un primer momento, a estimar como meta constitucionalmente correcta la de conseguir el bilingüismo de facto de todos los ciudadanos: “La normalización lingüística de un territorio lleva a corregir positivamente una situación histórica de desigualdad respecto al castellano, permitiendo alcanzar el más amplio conocimiento y
utilización de la otra lengua”
(S.T.C. 710/1.994).

Pero el historicismo del modelo ha empezado a actuar en una segunda fase, una fase que inspira tanto en Cataluña como en Euskadi la reivindicación de un trato asimétrico y descompensado a favor de la lengua vernácula como lengua “propia” y, por tanto, como lengua “normal y preferente”.

“En su condición de lengua propia de Cataluña, el catalán es la lengua
de uso normal y preferente en las Administraciones Públicas”
(art. 6.1.
Estatuto de Cataluña 2006).

Porque, ciertamente, desde una perspectiva histórica la “lengua propia” de la comunidad era la vernácula. Algo a lo que es difícil oponerse si se acepta de entrada el elemento historicista del modelo pues, cuando la historia se lleva a sus últimos extremos, resulta que no encontramos en los míticos orígenes una comunidad bilingüe, sino una casi monolingüe. Es la penitencia que se paga por haber admitido, con escasa reflexión, que la historia de las lenguas en España era una historia de injusticias que podía y debía corregirse ahora.

En cualquier caso, la actuación conjunta de todos estos factores condena al modelo de política lingüística vasco al conflicto permanente entre derechos personales de plena opción lingüística. Porque, sencillamente dicho, es imposible satisfacerlos todos.

Ante esta situación cabe una primera salida, que ha sido apuntada entre nosotros por un intérprete tan autorizado como J. Arregi: la de la política. Es decir, la de aceptar que no puede ni podrá conseguirse nunca una solución armoniosa y satisfactoria del tema lingüístico razonando en términos de derechos. Y, por ello, dando un paso más allá y acudiendo a la política como método para, precisamente, intentar el arreglo convivencial de los problemas cuando éstos no admiten una definición perfecta y exacta en términos de derechos. Lo que el Derecho abstracto y axiomático no puede conseguir, lo tendrá que conseguir la política.

Antes de recurrir a esta salida, permítasenos sin embargo intentar seguir razonando en términos de derechos lingüísticos. Pues puede suceder que el análisis todavía pueda rendir frutos, y que su empantanamiento se deba a que no se perfilan suficientemente los rasgos y contenidos de los derechos en liza. Cuando surge un problema irresoluble en el razonamiento, establece una distinción, decían los escolásticos. Y, ciertamente, el liberal es por naturaleza amigo de hacer diferencias. Pues bien, el problema sin solución puede deberse a una indiferenciación abusiva, a que aceptamos demasiado pronto que los derechos de todos son idénticos. Puede suceder que no sea así, que haya que diferenciar (y jerarquizar) entre derechos de unos y otros. Puede ser que los derechos lingüísticos de los hablantes del euskera no sean simétricos e idénticos a los de los hablantes del castellano. Sin lugar a dudas, acabamos de decirlo, en el régimen constitucional vigente así son. Pero la cuestión es ¿deben serlo desde la perspectiva de la teoría democrática?

Y para contestar a esta pregunta debemos introducir en la escena a un último invitado, probablemente el más relevante para el correcto análisis de la cuestión, aunque ciertamente el más ignorado. Su nombre es la lengua común, aunque también podemos llamarle la lengua franca (la koiné)


LA LENGUA COMÚN Y SU TRASCENDENCIA SOBRE LOS DERECHOS

Recordemos una cuestión previa: la de que los derechos lingüísticos son fuertemente contextuales, es decir, su contenido viene inexorablemente determinado por la realidad sociolingüística del lugar donde quieran aplicarse. Que es esa realidad precisamente la que en gran manera define el alcance razonable de esos derechos, o bien los transforma en pretensiones arbitrarias. Pues bien, siendo ello así, ¿hay alguna característica relevante en la situación sociolingüística vasca que influya en la caracterización de cualquier derecho lingüístico en su ámbito? Nos parece evidente que hay una evidente, y es la existencia de una lengua común a todos los ciudadanos del país.

El español o castellano no es sólo la lengua oficial del Estado español. Esta es una definición legal, una categorización constitucional de una lengua. Pero más allá de ello, el castellano es la lengua común conocida y hablada por todos los ciudadanos españoles. Y, a lo que ahora nos interesa, el castellano es también la lengua común de todos los ciudadanos del País Vasco, la única que todos conocemos y hablamos, la que nos permite entendernos entre nosotros. Este es un dato sociolingüístico evidente, por mucho que carezca de traducción normativa. Podríamos ciertamente hablar mucho sobre el asombro y la perplejidad que produce al estudioso que el dato objetivo más relevante de nuestra situación sea desconocido por la legalidad vigente; pero no se trata ahora de eso.

De lo que se trata, lo que debemos plantearnos si queremos analizar correctamente la cuestión de los derechos lingüísticos, es de la influencia de este dato de puro hecho para la correcta definición de los derechos lingüísticos de los habitantes. Pues, como veremos, la tiene, ¡vaya si la tiene!

La lengua, lo recordamos, tiene para sus hablantes dos posibles clases de valor: uno, que es universal y probablemente el más relevante, es el de servir de medio de comunicación (el valor instrumental); el otro, que puede o no existir, y hacerlo con diversa fuerza, es el de integrar un elemento de identificación cultural, un símbolo de pertenencia (el valor expresivo).

Pues bien, en un territorio cuyos habitantes poseen todos una lengua común, el valor instrumental está plenamente satisfecho por ella. Quienes desean hacer uso de su lengua vernácula particular están dando satisfacción sólo al valor expresivo que para ellos posee. Son dos valores diversos que, además, pueden jerarquizarse entre sí en caso de conflicto irresoluble: sin duda, es más relevante el valor instrumental que el valor expresivo: no es lo mismo dejar a alguien sin voz que obligar a alguien a adoptar una de las dos voces que posee.

Pues bien, intentemos traducir esta idea en la definición de los derechos lingüísticos de una y otra clase de ciudadanos, los monolingües y los bilingües. Porque éste y no otro es el dato relevante expresado en términos lingüísticos: no existen euskaldunes y erdeldunes, sino que existen monolingües y bilingües. Es quizás este punto donde con mayor nitidez se manifiestan las consecuencias de situarse en uno u otro paradigma lingüístico, aquellos cuya existencia señalábamos al comienzo de este trabajo. Para quien se sitúa en y desde el “paradigma de las lenguas”, en Euskadi la población se divide en dos clases de personas: euskaldunes y castellanohablantes, ambos provistos de simétricos derechos. Pero a poco que lo pensemos, esa división no es correcta, es tan absurda como si dijéramos que la población se divide en personas y hombres, o en trabajadores y albañiles. Los términos usados son incorrectos porque una de las presuntas categorías incluye totalmente a la otra. En nuestro caso, la categoría “castellanohablantes” es universal e incluye a la otra, la de “euskaldunes”. Por eso, desde el “paradigma de las personas” la única división con sentido y corrección es la de afirmar que los vascos nos dividimos en monolingües y bilingües. Y al hacer así la clasificación o división brotan de inmediato razones para un análisis distinto.

¡¡Basta con cambiar de paradigma!!

Para los primeros, los monolingües en castellano, su idioma es el único medio de comunicación que poseen y el que les garantiza el acceso a sus derechos como ciudadanos. Los segundos, por el contrario, poseen dos cauces de acceso: sus derechos como ciudadanos están objetivamente satisfechos si se emplea el idioma común para comunicar con ellos (el cauce común). Pueden acceder a exactamente los mismos servicios, derechos y participación política que los otros ciudadanos. Lo que sucede es que quieren hacerlo en el otro idioma (el cauce especial); y no se interprete peyorativamente el uso de este verbo (querer). Es claro que no se trata de un deseo caprichoso, sino de una voluntad legítima que responde al valor expresivo que asignan esas personas al euskera.

La situación del ciudadano bilingüe cuando se relaciona con el Estado, entendido éste en su sentido más amplio, es la de una persona que, aunque puede, no desea cambiar de idioma precisamente por el legítimo e importante valor expresivo que para él posee su idioma. Pero que, insisto, puede hacerlo a voluntad, con el único sacrificio de ese valor. La situación del ciudadano monolingüe es la de que no puede en principio cambiar de idioma, pues sólo posee uno. Puede ciertamente adquirir ese otro idioma, el euskera, pero ello conlleva unos costes personales importantes de estudio, esfuerzo y, sobre todo, de tiempo (los costes de oportunidad que plantea el aprendizaje son probablemente los más sensibles). Y puede, incluso, que esa adquisición le suponga un sacrificio cuando no quiere hacerlo (quizás por motivos simétricos a los del bilingüe).

Si los derechos lingüísticos más plenos de ambos ciudadanos pudieran ser satisfechos armónicamente no habría problema, claro está. Pero estamos en el reino de la escasez: los de uno eliminan en gran parte los del otro. En concreto, si al ciudadano bilingüe le reconocemos un régimen de derechos lingüísticos plenos en su idioma vernáculo, estaremos cargando al ciudadano monolingüe castellano con la obligación de aprender euskera. Y si reconocemos al monolingüe el pleno derecho a vivir sólo en su idioma, estaremos excluyendo la posibilidad del euskaldun de usar el suyo al cien por cien. No hay sitio para derechos plenos para todos (“sumarían más de cien”). En ese caso, hay que jerarquizar los derechos conforme a los valores implicados, que no son iguales. Dicho de otra forma, el derecho del euskaldún a “no cambiar de idioma”, cede ante el derecho del monolingüe de “no aprender otro idioma”.

Esta jerarquización no es arbitraria ni caprichosa (ni está predeterminada por las simpatías del autor o por su condición de monolingüe) sino que responde a una consideración objetiva de los valores en juego, unos valores que atienden, en último término, a las necesidades de las personas. Los valores, por mucho que pese a un cierto relativismo bobalicón, no son “inventos culturales” ni “afirmaciones carentes de fundamento racional”. Son la expresión normativa sublimada de las necesidades objetivas del ser humano. Los valores fundan derechos porque satisfacen necesidades humanas. Pues bien, la necesidad instrumental de comunicación está antes que la necesidad expresiva o simbólica. Si hay que sacrificar alguna de ellas, aunque sólo en la medida en que haya de ser sacrificada en una política razonable, debe ser la segunda la perdedora.


INTERLUDIO ARGUMENTATIVO RAWLSIANO (perdón por la
osadía):

Hipoticemos una “situación originaria” para poder establecer las reglas de la justicia como equidad en una sociedad como la descrita (compuesta de ciudadanos monolingües y bilingües): unos seres prudentes y autointeresados, que desconocen que situación concreta les va a corresponder en esa sociedad (velo de ignorancia), sabrían que en ésta existen (dato de hecho) ciudadanos de ambas clases (monolingües y bilingües), en una proporción 70/30%. Para unos, cambiar de uno a otro idioma al hablar no tiene dificultad, pero entraña un coste simbólico-expresivo. Para los otros, adquirir la condición bilingüe supone un coste de tiempo/esfuerzo personal importante (y quizás también uno simbólico). La regla de la escasez distributiva dice que hay que imponer el sacrificio a una u otra categoría (las constricciones de la política). ¿Qué regla distributiva adoptarían por unanimidad esos seres si utilizan una estrategia decisora estándar tipo maximin (jerarquizar las alternativas conforme a sus peores resultados posibles)? Creo que la siguiente: deberá respetarse el deseo de los bilingües de no cambiar de lengua, pero sólo hasta el límite en que ello lleve a imponer a los otros la necesidad de aprender otra lengua. De sacrificarse algún interés, el sacrificado será el bilingüe.

¿Y qué quiere decir esto aplicado a nuestro caso? Creemos que algo muy sencillo: que el derecho de los bilingües a no cambiar de idioma cede ante el de los monolingües a relacionarse en el común de todos. Por lo que aquel derecho sólo puede ser atendido en tanto en cuanto no distorsione la realidad de tal forma que entre en colisión seria con el derecho del monolingüe. Los de ambas categorías de personas no pueden ser derechos lingüísticos iguales y simétricos, sino diferenciados y subordinados. Suena duro de admitir, lo reconocemos (recuerden lo que advertíamos al principio sobre las consecuencias de pensar desde uno u otro paradigma), pero la conclusión a qué nos conduce un análisis y valoración del asunto realizadas desde la exclusiva perspectiva de las reglas de la democracia constitucional es a la de que: los derechos lingüísticos de los ciudadanos bilingües a ser atendidos públicamente en euskera no son iguales, sino que están subordinados a los derechos de los monolingües castellanos a ser atendidos en la común.

Desde una perspectiva distinta, esta misma idea se expresaría afirmando que el Estado puede obligar a los ciudadanos a utilizar la lengua franca y, por el contrario, no puede obligarles a utilizar la lengua minoritaria. Hay una asimetría básica en la situación de ambas lenguas en lo que se refiere a la posición del Estado ante su utilización. ¿Quieren escuchar reglas básicas más claras y concretas? Pues ahí van:

a) Todos los ciudadanos tienen derecho a ser educados en el idioma que prefieran de los dos existentes, salvo que para capacitar al individuo ante opciones vitales futuras la Administración decida educar en una lengua franca extranjera (tal que el inglés).

b) La Administración puede exigir que la educación proporcione en todo caso al futuro ciudadano una competencia lingüística completa en la lengua común. No puede hacer lo mismo con la lengua minoritaria adicional.

c) La Administración deberá atender a los ciudadanos en ambos idiomas, pero ello no podrá conllevar la exigencia del conocimiento del idioma vernáculo como requisito para acceder a los puestos de trabajo, salvo que el conocimiento de ese idioma sea necesario para su desempeño por sus propias características inherentes. En todo otro caso, la valoración de la condición bilingüe como criterio exclusivo o como mérito sería una discriminación arbitraria para con los monolingües. Por tanto, la atención personal en euskera estará subordinada a la posibilidad de prestarla efectivamente.


¿Y SI ESTUVIÉRAMOS SANTIFICANDO EL “STATUS QUO”?

A las conclusiones a que hemos llegado no se les pueden oponer válidamente, siempre que nos mantengamos en el esquema liberal democrático, supuestos valores o derechos de naturaleza colectiva u holística. Es decir, no puede argumentarse que la conservación del pueblo vasco, o de su cultura característica, o de su identidad colectiva, interfieren con estas conclusiones. Sólo puede argumentarse desde los valores personales de los seres concretos de carne y hueso que habitan aquí y ahora en nuestra sociedad.

Ahora bien, podría argumentarse, precisamente desde esos valores, que no hay nada que impida a las personas adoptar la decisión de cambiar su realidad social cuando no la consideran adecuada o conveniente para sus intereses. Más aún, que en un Estado democrático es función esencial del gobierno el actuar positivamente para cambiar o modificar la realidad existente en búsqueda de otro estado de cosas que recoja mejor los valores de igualdad, libertad y solidaridad que inspiran un régimen de esta clase. En este sentido, podría afirmarse que las reglas a las que aquí hemos llegado son fruto de una cristalización abusiva del vigente estado de cosas, de adoptarlo como modelo inalterable que debe respetar en todo caso la acción del gobierno. De la misma forma que nosotros hemos criticado el que pretenda deducirse la regla de conducta lingüística de un “pasado mítico” que debería reconstruirse, se nos podría acusar de estar nosotros deduciéndola de un presente tomado a su vez como estado que debe forzosamente respetarse.

En este sentido, podría argüirse que, aún pudiendo ser cierto el análisis por nosotros efectuado, no hay nada que impida a la sociedad vasca adoptar la decisión consciente de modificar ese estado de cosas y emprender políticas para lograr a medio plazo una sociedad más ampliamente bilingüe, o incluso totalmente bilingüe. Puesto que forma parte de la autonomía y libertad de las personas, precisamente, la posibilidad de cambiar el marco social en que habitan para lograr uno más justo. Al igual que para modificar la actual distribución no igualitaria de las oportunidades económicas se pueden legítimamente implantar medidas de corrección que afectan a derechos individuales como el de propiedad, se podrían implantar medidas correctoras de la situación sociolingüística aunque ello supusiera la aparición de cargas u obligaciones lingüísticas para algunos.

La objeción tiene su peso argumentativo, pero no puede aceptarse en último término. En primer lugar, porque supondría tanto como admitir un intervencionismo estatal sobre derechos personales sin justificación suficiente. En efecto, no puede sacrificarse un derecho personal porque la sociedad lo considere oportuno o mejor (paternalismo), sino sólo porque con ello se vaya a ampliar el derecho de todos. Y esos todos son las personas realmente existentes. El objetivo que legitima una política intervencionista del gobierno es única y exclusivamente el de conseguir una situación social en que aumenten la autonomía personal y la igualdad de las personas en el acceso y obtención de sus opciones vitales. Y ese no sería el caso. Y es que, en definitiva, la sociedad no puede perseguir una distribución de los bienes distinta de la que se deduce de las reglas de la justicia.

Visto desde otra perspectiva, puede afirmarse que hay una notoria distorsión (un caso verdadero de espejismo) cuando se contempla la posibilidad de conseguir una sociedad vasca perfectamente bilingüe en el plazo de una o dos generaciones gracias a una política intervencionista, y se contempla ese futuro ideal como un modelo de perfecta igual autonomía de todos sus integrantes (todos serían entonces más libres y más capaces). La distorsión está, precisamente, en no percibir que ese futuro sólo puede construirse anulando la autonomía igual de las personas que existen y existirán desde ahora hasta que llegue. Es el recurrente espejismo del fin que disculpa los medios, del futuro perfecto que justifica la injusticia presente.


PERO TAMBIÉN EXISTE LA POLÍTICA

Los razonamientos políticos construidos en torno a la noción de derechos son irremediablemente insatisfactorios. Ello se debe a que, hasta cierto punto, utilizamos la aparente claridad y exactitud de la terminología jurídica para escapar a la complejidad de problemas que son mucho más borrosos. Hablar de derechos parece algo así como hablar de axiomas, de verdades, de puntos arquimédicos. Y la realidad social nunca es así de geométrica o mecánica.

La política, entendida como actividad creadora, pretende superar un tratamiento tan limitado. La política, entendida como eso que producimos en común los ciudadanos, puede mejorar los resultados de un análisis como el que hasta ahora hemos realizado, en el que hemos llegado a unas conclusiones exactas, ciertamente, pero desencarnadas y frías. No se trata de alterar a través de la política lo que nos ofrece el análisis de los derechos, sino de complementarlo y enriquecerlo. En este sentido, creo que las reflexiones anteriores quedarían incompletas si no añadiera aquí una serie de consideraciones sobre lo que la política puede aportar en esta materia.

La política es algo más que mero cálculo o negociación estratégicos de unos derechos axiomáticos entre ciudadanos egoístas y sólo preocupados por defender el ámbito de su privacidad. La política es también imaginación, convivencia, sentido de comunidad entre personas diversas que aspiran a mejorar su convivencia. El juicio y la acción políticos se fundamentan también en la capacidad para ponerse en el lugar del otro mediante el empleo de la imaginación y, gracias a ella, poder formarse y utilizar un “juicio ampliado”. Ese “otro” no es el otro generalizado y abstracto (cuya consideración nos conduce a las ideas de igualdad, derechos y reciprocidad), sino el “otro concreto” cuya consideración nos lleva a ideas de solidaridad y de necesidad.

“El punto de vista del otro concreto nos pide considerar a todos y cada uno de los seres racionales como un individuo con una historia, una identidad y una constitución afectivo-emocional concretas. Cada cual tiene razones para esperar del otro formas de conducta por las que se sienta reconocido y confirmado en tanto que ser individual concreto”
(Seyla Benhabib).

Y es desde esta perspectiva que atiende tanto a la común humanidad del otro como a su concreta individualidad es como la política puede añadir al análisis anterior una serie de importantes consideraciones.

La primera es la conciencia que debe alcanzar a todos los ciudadanos vascos de que entre nosotros hay una parte muy importante de personas para las cuales la conservación y uso del idioma vernáculo es un bien muy estimable y que se sienten emocionalmente implicados con su fomento y ampliación. Los ciudadanos monolingües no podemos ser ajenos a este sentimiento, sino que debemos reconocerlo como algo que forma parte de nuestra comunidad ciudadana, como algo que debe ser atendido. Aunque sólo sea porque no debemos causar sufrimiento innecesario a otras personas, todos estamos obligados a tener muy en cuenta la demanda de conservación y uso del euskera, y por tanto a atenderla.

Desde esta comprensión del sentimiento y los valores ajenos, podemos utilizar nuestra libertad para ampliar el conocimiento de ese idioma. La autonomía personal es una barrera defensiva, sin duda, pero es también la base desde la que el ciudadano puede implicarse libremente en proyectos colectivos. La libertad no es una flor para cuidar aislada en el invernadero de la privacidad blindada, sino algo para usar y gastar construyendo y realizando proyectos vitales. Pues bien, en esos proyectos deberá haber un hueco para algo tan valioso para muchos conciudadanos. Si se hace desde la libertad, aprender euskera es un ejercicio de libertad.

Ahora bien, los ciudadanos bilingües están obligados a su vez a emplear razones para convencer a sus conciudadanos de la valía del proyecto. Deben retraducir a un lenguaje argumentativo ciudadano (y por ello “común” a todos) esos sentimientos que ellos muchas veces perciben y manifiestan como verdades que se demuestran a sí mismas. Deben dejar de utilizar visiones creadas por el más romo y tradicional nacionalismo y aventurarse en ese diálogo que exige por definición hablar un lenguaje común. Y así, convencer a todos de que el bilingüismo, en los límites en que se haga finalmente realidad, es una idea valiosa en sí misma.

Bilbao, abril de 2008.

José María Ruiz Soroa, 26/5/2008